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PERIODISMO DEPORTIVO

La maldición de Píndaro

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El tebano Píndaro se ganaba la vida componiendo epinicios, odas corales que celebraban victorias deportivas. Esos poemas están reunidos en cuatro colecciones, dedicadas a cada uno de los festivales atléticos panhelénicos: Olímpicas, Píticas, Istmicas y Nemeas. Dado que era un profesional, Píndaro cantaba a los que podían pagarle, y muchos de los que podían pagarle eran tiranos como Hierón de Siracusa. Pero no hacía la crónica de esas carreras de carros o esos combates pugilísticos. Como él mismo dice en una de sus Olímpicas, él cantaba a un dios, a un héroe y a un hombre. Y lo hacía por medio de mitos que no parecen tener relación con el tirano campeón ni con la victoria celebrada. Algunos lo describen de una manera más pedestre: nunca se sabe de qué está hablando. Lord Macaulay tenía una graciosa explicación para sus bruscos saltos de un tema a otro. Según Macaulay, una pelea de box no se diferencia mucho de otra pelea de box. Por eso Píndaro, para embellecer sus poemas, tenía que hablar de otras cosas.

Los periodistas deportivos de hoy admiran grandemente aquellas competencias de los antiguos y sienten religiosa veneración por el “espíritu olímpico”. Pero ellos no pueden hacer lo que Macaulay atribuía a Píndaro. Ellos tienen que discernir entre una pelea y otra, entre un partido y otro, entre una carrera y otra, y hacer la crónica y la crítica. Y ya que no pueden renovar sus temas con mitos que nadie entendería, los renuevan renovando el lenguaje. Porque los periodistas deportivos son víctimas de una maldición: les gusta escribir bonito.

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No se trata de corrección o incorrección gramatical. Para bien o para mal, en eso no se diferencian mucho de sus colegas de otras especialidades. Se trata de una compulsiva necesidad de ser originales. Los periodistas deportivos suelen ser eruditos de memoria prodigiosa, capaces, por ejemplo, de recordar, sin recurrir a ningún archivo, todos los goles del campeonato de 1943 o todas las veces que determinado equipo ganó como visitante desde la institución del fútbol profesional. Pero, como diría Macaulay, un erudito no se diferencia demasiado de otro erudito. Se necesita algo más. Y ese algo está en la creatividad.

Creatividad que va desde lo obvio de que la pelota de fútbol se llame el esférico hasta lo críptico de que hacer un gol sea convertir. No es que inventen palabras, aunque a veces lo hacen, sino que son maestros en dar nuevos sentidos a las que ya existen. Por ejemplo, cuando dicen que un equipo gozó de favoritismo, uno piensa que fue injustamente beneficiado por el árbitro. Pues no: ahora favoritismo es el bien ganado favor de la hinchada. O cuando hablan de actitud. Según me discutió uno de ellos, en deportes, actitud no tiene que ser una actitud determinada: se trata, simplemente, de tener actitud o no tenerla.

Pero no siempre contribuyen al enriquecimiento de la lengua. En algún caso, el deseo de perfección ayudó a empobrecerla. Una vez, uno descubrió que los griegos contaban el tiempo por olimpíadas, que eran los períodos de cuatro años de un festival olímpico a otro. Entonces, concluyó que no se podía llamar olimpíadas a los juegos, que era como todo el mundo los llamaba, y que había que llamarlos Juegos Olímpicos. Tanta autoridad tenía ese periodista que los demás empezaron a imitarlo. Y a ellos el público en general, que sigue mucho las crónicas deportivas, y de repente los argentinos borraron la palabra olimpíada de su vocabulario. Aquel bienintencionado escriba, que sólo pretendía expresarse con propiedad, cometía dos errores: no sabía que en griego la palabra olympiás, de la que proviene la española olimpíada, designaba no solo los ciclos de cuatro años, sino también los juegos mismos, y, más importante, olvidaba que aquí no hablamos en griego sino en español. Por fortuna, en los últimos tiempos han corregido ese error y ahora usan Juegos Olímpicos y Olimpíadas indistintamente.

Los periodistas suelen leer lo que escriben sus compañeros, pero en ninguna otra especialidad he visto que se interesen tanto por la forma en que sus compañeros escriben. Y lo hacen con generosidad, para celebrar los hallazgos imaginativos, que enseguida todos adoptan, y para emularlos aportando creaciones propias al léxico de la profesión. Léxico que pronto se hace general cuando el público lo incorpora. Así, no debe extrañarnos que esas expresiones ya no nos suenen a jerga y que en el diccionario académico una de las acepciones del verbo convertir sea “conseguir un tanto”.

*Profesora en letras y periodista ([email protected]).