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PARALELISMOS

Macri Macron

Las realidades electorales argentina y francesa revelan nuevos tiempos políticos y sociales.

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MAURICION | PABLO TEMES
Macri en la Argentina y Macron en Francia tienen más en común que la raíz alfabética de sus apellidos. Expresan fenómenos en alguna medida comparables. Ambos son signos de los tiempos: no representan a ninguno de los partidos políticos tradicionales, sus organizaciones de apoyo no son partidos en un sentido cabal de la expresión –hasta los nombres que eligen para sus coaliciones (Cambiemos, ¡En Marcha!) son abstractos y ahistóricos–, ambos son votados tanto por personas que se autoidentifican como de “izquierda” como por personas de “derecha” o “independientes”. Son exponentes de un tiempo nuevo en las democracias electorales y encarnan nuevas expectativas –nuestro conocido “que se vayan todos”, esto es, que vengan otros–.

En Francia, la semana que viene el electorado elegirá entre Emmanuel Macron, el “sin partido”, y Marine Le Pen, la extremista de derecha; y muchos franceses optarán por no votar a ninguno, como lo hizo la mayor pluralidad de votantes en la primera vuelta. En la Argentina, la elección presidencial que consagró a Macri presidente tuvo muchos aspectos parecidos a la actual elección en Francia: la indefinición hasta último momento, las dudas de muchos votantes, la orientación del electorado en términos de opciones aideológicas y en buena medida aprogramáticas.

Tanto en Francia como en la Argentina, el proceso político está signado por una ola de expectativas poco estructuradas de electorados profundamente divididos, inquietos por el malestar con el presente e indefinidos en cuanto a sus opciones para el futuro. Infinidad de análisis de todo tipo procuran entender esas expectativas y develar los posibles cursos de la historia futura; en última instancia, parece claro que la mayor línea divisoria separa, de un lado, a quienes se sienten cómodos con un mundo globalizado y con los cambios que trae aparejada la nueva revolución tecnológica e industrial, y de otro lado a quienes temen a ese mundo y demandan protección de diverso tipo. Tanto en Francia como en la Argentina, y en muchos otros lugares del mundo, la mitad de la población opta por valores políticos liberales y por valores sociales universales, la otra mitad opta por valores más autoritarios y de protección del orden preexistente. Como dijo hace pocos días un comentarista europeo, “son más los votantes que han sufrido por el libre mercado que los que han salido ganando”. Ese sentimiento arrastra otros: resistencia al equilibrio fiscal, resistencia a la liberalización de los mercados laborales, resistencia a la “uberización”. En última instancia, sociedades más cerradas.

En estas sociedades divididas tan profundamente, la idea misma de “gobernar para todos” resulta vacía e inconducente. Macri, en la Argentina, gobierna estando en minoría en el Congreso, y debe asumir ese hecho como condición para poder gobernar. En Francia, si Macron ganase la semana que viene, estaría en la misma situación.

Puertas adentro. En nuestro país, el actual proceso electoral, en sus fases preliminares de definición de alianzas y de candidaturas, es una fuente inacabable de interrogantes sobre el futuro y de incertidumbres sobre el mapa político que resultará de la votación. Esa es la materia con la cual debe construirse la gobernabilidad. Acá la política todavía es pensada en términos de partidos; pero la realidad ya es otra. Cuando se habla del peronismo, se alude realmente a un espacio político desestructurado, con escasos elementos de identidad referidos al presente y al futuro, sin liderazgos unificadores, al cual gran parte de la ciudadanía percibe como una máquina para obtener candidaturas –en buena medida, al amparo de las oportunidades que brinda nuestro sistema electoral para acceder a bancas legislativas sin contar con suficientes votos propios–. Al mismo tiempo, los analistas discuten si, por caso, Massa puede o no jugar activamente en la interna del peronismo; pero la gran mayoría de los ciudadanos lo ve como una opción independiente y le tiene sin cuidado que Massa porte o no las credenciales de “peronista”. Del mismo modo, la UCR –ya sin votos con excepción de unas pocas provincias– se debate entre quienes quieren profundizar su pertenencia a Cambiemos y quienes reivindican una identidad más independiente del Gobierno.

El juego sería inmaterial, a no ser por la existencia de Martín Lousteau, una figura de perfil más mediático que político, que intenta posicionarse tomando distancia del Gobierno al que hasta hace pocos días representó nada menos que en Washington. Carrió, Stolbizer y muchos otros dirigentes definen un perfil propio con independencia de sus partidos de origen –y hasta con sorprendente ductilidad en términos de sus pertenencias actuales–. A los votantes, todo eso no parece molestarles (tampoco les interesa demasiado) porque han dejado de basar su voto en identidades partidarias o ideológicas.

Interrogantes y respuestas.
La gran pregunta en estos tiempos es cómo se puede gobernar sin partidos fuertes. Gran parte de ese segmento social conocido como “clase política” procura devolver a los partidos su vigencia perdida (muchos de ellos porque los necesitan para seguir perteneciendo a esa categoría social y vivir de ella).

Pero los gobernantes saben que necesitan otros respaldos. En la Argentina, Macri ya adoptó una mirada más realista de los distintos sectores que configuran el mapa del poder real: sindicatos, empresarios, organizaciones sociales de variado signo, mafias diversas. Además, en la Argentina el mundo externo se convirtió una vez más en un factor de respaldo a la gobernabilidad local y, claramente, ha pasado a ser uno de los recursos relevantes que ayudan al Gobierno a desenvolverse (por lo demás, manejado con una pericia que no siempre se encuentra en otros frentes de acción).

Ese es el contexto en el que los gobernantes deben definir sus respuestas a los inmensos desafíos que enfrentan sus sociedades. Sociedades que, por lo demás, son propias de estos tiempos en los que se demanda mucho y se tiene poca paciencia. Estando claro que, para gobernar, no alcanzan los símbolos; también se necesita gestión.