COLUMNISTAS

Neurus y Francisco

Manuel García Ferré recibe el Premio Perfil en 2009; y uno de sus personajes, el profesor Neurus.
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Soy de la primera generación que pasó su infancia viendo por televisión las creaciones de Manuel García Ferré: Hijitus, Larguirucho, el profesor Neurus. De adulto, la vida me cruzó muchas veces con García Ferré, de quien me tocó ser proveedor (Editorial Perfil imprimió su revista Anteojito), competidor (su revista Muy Interesante con la revista Descubrir de Perfil), pero esencialmente admirador y discípulo, aunque en los últimos años él siempre tratara de invertir los roles. Su mayor tristeza fue cuando el diario Clarín lanzó la revista infantil Genios y a principios de la década pasada ya no pudo competir frente a las campañas de publicidad en televisión, que Genios tenía gratis en los canales del mismo grupo y Anteojito debía pagar. El cierre de su revista de toda la vida fue un golpe emocional que nunca terminó de asimilar (ver suplemento Espectáculos y sección Protagonistas).

Las vueltas de la vida también nos hicieron ser vecinos dos veces: la redacción de la revista Noticias y la de la revista Anteojito estaban en la misma cuadra de Avenida Corrientes –nosotros en el número 1302 y él en 1386–; y un día García Ferré se mudó al mismo edificio en el que yo vivía, con sólo un piso de diferencia. El vernos hasta en el ascensor durante muchos años le imprimió a la relación una intimidad familiar que sólo lo cotidiano permite, que aproveché para hurgar en su inconsciente formador del mío en mi infancia.

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Le preguntaba por qué el jefe de los malos era justo un profesor, Neurus. ¿Por qué asociaba el conocimiento y la ciencia a la maldad? García Ferré había venido de España con 17 años, comenzó la escuela primaria en su país cuando el dictador Francisco Franco asumió el poder y toda su educación se produjo en el clima de un régimen autoritario e híper religioso conducido por una Iglesia Católica aún medieval (en España fue donde la Inquisición más se desarrolló y perduró), a la que todavía le quedaban reminiscencias del enfrentamiento entre Galileo Galilei y el cardenal Beltramino.

El conflicto de la fe con la ciencia es una de las reparaciones que otro Francisco, en este caso argentino, y ya no un dictador sino un nuevo papa, tiene como tarea pendiente para  la Iglesia Católica. El tan popular Juan Pablo II no cumplió con las expectativas que generó inicialmente con su pedido de perdón a Galileo, porque en sus últimos años prohibió el diálogo sobre el Big Bang entre representantes de la Iglesia y premios Nobel. La teoría de la evolución de Darwin también merece reconciliación con una Iglesia moderna. Quizás un papa jesuita, la orden religiosa más orientada al conocimiento, sea quien mejor  pueda comprender que no hay ninguna ignorancia que ayude en la lucha por mejorar la vida de los más pobres.

Una cosa es ser papa y otra es ser papá; García Ferré fue el papá simbólico de tres generaciones de chicos y mío en particular. Mis largas conversaciones con él eran una especie de terapia psicoanalítica surrealista. Además de Neurus, la ciencia y la Iglesia, lo amoral de lo neuronal y el campo ético de lo emocional, el lenguaje imaginario de García Ferré cubría todos los campos. Cuando tuve que cerrar el primer diario PERFIL en 1998 él me consoló con metáforas como la del león, que al confiar en sus fuerzas no se esconde y puede ser blanco más fácil de un cazador por lo previsible de su devenir, versus la serpiente con su movimiento ondulante o los animales que se camuflaban con su contexto para mimetizarse y ser menos visibles, siendo así más difíciles de atrapar.

Siempre me impulsó a nunca dejar de editar. Le preocupaba ver que en las siguientes generaciones ya no hubiera editores y la comunicación quedara en manos de “personas que sólo tuvieran neuronas”. Es que García Ferré, además de un gran artista, fue un gran editor. En los años 90 su editorial de revistas fue la tercera mayor de la Argentina, pero la combinación de los cambios de hábitos de consumo en la infancia con la salida de la revista Genios, que le dividió por tres el mercado que compartía con Billiken, la hizo decaer hasta que un día decidió él mismo cerrar su editorial e indemnizar a sus empleados.

En décadas anteriores, otras editoriales de revistas importantes desaparecieron, pero tras la muerte de su fundador. Otras, cuando dejaron de crecer, fueron vendidas a otros accionistas; pero el caso de García Ferré es casi único: rechazó ofertas de compra de varios millones de dólares y prefirió cerrar su empresa antes de que sus creaciones fueran manejadas por otros.

A pesar de que ya no tenía una editorial, la Asociación Argentina de Editores de Revistas, al cumplir medio siglo de vida, entregó tres premios a la trayectoria: a los 90 años de Editorial Atlántida, la editorial más antigua del país, y a dos personas: a Manuel García Ferré y a mí. Miro ese premio mientras escribo esta columna y me enorgullece haberlo compartido con él. “Ya no quedan editores, sólo empresarios”, se alarmaba. “No se apichone; el papel no va a desaparecer nunca”, me decía. Espero honrar su legado.