POLITICA
ensayo

Algo más que comer

En Somos lo que comemos (Aguilar), Mónica Katz analiza la alimentación y responde varios interrogantes sobre esa actividad humana, como por qué nos gustan tanto ciertas comidas y rechazamos otras, qué función cumplen los sentidos en la selección y el consumo, cómo utiliza la industria esos conocimientos, cuál es la responsabilidad del Estado en el control y la producción de alimentos o cuáles son beneficiosos para nuestro organismo, entre otros.

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Una escena de un día de paseo por el shopping: los pequeños quieren comer la famosa hamburguesa, y los padres los llevan. Luego pretenden postre. Los padres forman fila en la heladería, porque sin postre el paseo parece incompleto. Cuando cada uno obtiene su cucurucho, la familia decide pasear un rato, mirar vidrieras. Mientras caminan, uno de los chicos ve a un hombre disfrazado de un popular personaje de dibujos animados y pide permiso para acercarse a saludarlo y sacarse una foto. Pero resulta que ese muñeco gigante no es simplemente un muñeco gigante, sino que es parte de una campaña que promociona una nueva golosina. Ya se sabe cómo sigue la historia...
Educar a nuestros hijos es hoy un enorme desafío que implica enseñarles a decir “no” cuando todo está preparado para que digan “sí” a cada instante. Con la comida, el panorama resulta mucho más complejo porque ya no se trata de que tengan más o menos juguetes, sino que está en juego su salud. Lo cierto es que los chicos son consumidores habituales de golosinas y snacks. Como se valora su autonomía e independencia temprana, manejan dinero y toman decisiones alimentarias. Y siempre privilegian lo sensorial y lo más agradable al paladar.

Durante mi infancia, el kiosco donde compraba golosinas no era más que la ventana de la casa de la señora que vivía junto a la escuela. Había muy pocas golosinas. Los snacks eran básicamente las papas fritas. En cualquier caso, los consumíamos en raras ocasiones. En el presente, las golosinas ingresan largamente en la categoría de calorías discrecionales, esas que exceden las necesidades básicas del organismo, satisfechas por las calorías esenciales. Las discrecionales no deberían superar las doscientas calorías diarias, especialmente para aquellos que no son físicamente activos.
El tema genera una fuerte tensión entre la industria que produce golosinas y snacks y las entidades gubernamentales y académicas, ya que las estrategias preventivas de la obesidad infantil se implementan en los primeros años de vida, etapa en la que el mercado comienza a enviar mensajes publicitarios que modelan normas de consumo.

La combinación es extraordinariamente efectiva: consumidores a los que les encantan los snacks y las golosinas en cualquier situación; altísima disponibilidad; productos a precios muy bajos –el costo del envase es muchas veces mayor que el del contenido–, fáciles de consumir y de alta palatabilidad, que generan fatalmente normas de consumo. Se trata de alimentos indulgentes que se consumen para satisfacer el hambre temporal, o simplemente por placer. El problema es que los consumidores no los consideran alimentos, por lo cual, en general, no los contabilizan como parte de la comida del día. Dado que golosinas y snacks se asocian fuertemente con el placer, ¿será capaz la industria de comunicar autocontrol en lugar de lanzar mensajes del tipo “si se prueba, ya no se podrá parar de comer”?

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¿Etica o maquiavelismo? Cada día, con mayor o menor frecuencia, nuestros hijos se enfrentan a los medios de comunicación. Y allí están, muchas veces solitos, recibiendo miles de mensajes especialmente pensados para captar su atención y alentarlos a consumir un producto, una idea, un modo de ser, un estilo de vida, mediante internet, los juegos interactivos, la telefonía móvil. Prepararlos para ese bombardeo es nuestro deber como padres. Tenemos que educarlos para que puedan seguir mirando televisión y las últimas películas de dibujitos animados sin convertirse en consumidores ciegos; debemos enseñarles a construir la realidad al margen de los modelos virtuales de la publicidad. Pero, ¿estamos suficientemente capacitados para inculcarles conciencia crítica? Y si lo estamos, ¿les dedicamos el tiempo que merecen para ayudarlos a lograrlo?
Las investigaciones indican que un chico de diez años ve 25.600 publicidades por año, 5.500 de ellas –15 por día–, de alimentos. Casi la mitad está dirigida sólo a chicos, es decir, en horarios y programas infantiles; el resto está orientado a la familia, incluidos los más pequeños –reina por su ausencia la publicidad de frutas frescas o vegetales.
Todas las propuestas coinciden en reglamentar la publicidad y el tiempo de exposición de los chicos a anuncios de productos no saludables, y en apelar a la responsabilidad empresaria por las consecuencias de sus decisiones. Comienzan a percibirse algunos indicios de cambio. Disney anunció que regulará la publicidad de sus alimentos, y que sus productos cumplirán los estándares de nutrición saludable. En 2013, se habrá reducido el 25% de sodio en las comidas para chicos que se sirven en sus parques. Para entonces, planean ampliar la oferta de frutas y verduras en trescientos cincuenta de sus cuatrocientos puestos de comida en parques nacionales.
El marketing suele aprovechar la imagen de personajes favoritos para la promoción de sus productos. Los chicos no sólo perciben que si su héroe los consume deben ser buenos, sino también que al comprarlos y comerlos llegarán a ser como sus ídolos.
Los consumidores tienen derecho a disponer de productos saludables y, simultáneamente, a recibir información veraz y ética. Asiste a la industria el derecho de informar y comunicar sus productos. El problema es el límite. Porque el marketing es tanto una amenaza como una oportunidad, para los consumidores y para la industria. La cuestión es balancear rentabilidad y salud.
La autorregulación publicitaria es indudablemente la vía más apropiada para alcanzar un estado de comunicación responsable. Que cada empresa establezca sus propios límites y hasta dónde está dispuesta a llegar con su publicidad es una apelación a la ética en el contexto de la libertad de comercio, para que los organismos estatales de regulación no deban intervenir. Al mismo tiempo, es necesario educar a los consumidores para que sean capaces de percibir la diferencia entre las marcas éticas y las que no lo son. Por lo pronto, tanto los productos como sus fabricantes ya son evaluados y criticados en función de valores que van más allá de la calidad y la eficiencia. El nivel de compromiso de la industria con la sociedad se ha convertido en un factor que los consumidores aprecian. Entretanto, nunca están de más las campañas de fomento de la producción y venta de alimentos saludables, aunque no revistan la fuerza de la publicidad de golosinas y snacks no saludables. ¿Que pasaría si los alimentos no saludables fueran acompañados por mensajes sobre nutrición saludable, control, porciones? No es una utopía apostar al marketing responsable. Más aún, quizá las empresas que privilegien la ética comercial sean las que finalmente ganen el mercado.

Paternalismo asimétrico. Los humanos enfrentamos dificultades al tomar decisiones. Y nos equivocamos, pues muchas de nuestras determinaciones atentan contra nuestra buena salud. Tradicionalmente, la economía asumía que tomábamos decisiones racionales una vez que contábamos con información y recursos. Por eso, la información y la variable precio son para la economía ortodoxa las herramientas clave del consumo. Pero eso es una fantasía. Ante el fracaso sanitario que revela la prevalencia de enfermedades crónicas relacionadas con el modo de vida, hace algunas décadas la economía comportamental identificó un número de errores cognitivos que explican por qué tomamos decisiones que ponen en riesgo nuestra salud. Uno de los principales es el desproporcionado peso otorgado al presente. Patrones de conducta que deterioran la salud involucran beneficios inmediatos. Estamos anclados en el presente sin medir futuros costos o beneficios. Comer es placer aquí y ahora, pero acarrea castigos demorados, como la obesidad. Estamos motivados por acciones que generan beneficios tangibles inmediatos. La balanza vendrá después, y entonces veremos qué hacemos.
El efecto de muchas conductas que deterioran nuestra salud, como comer excesivamente o abandonar el gimnasio, es tangible e inmediato. En cambio, el riesgo de enfermar o morir es menos evidente y ocurrirá en un futuro incierto. Por eso es tan difícil perder peso o mantenerlo: una insignificante indulgencia, como una galletita o un bombón, no genera efecto discernible e inmediato en el peso, pero fatalmente el incremento se percibirá tras muchas indulgencias sostenidas en el tiempo. Esa falta constitutiva de motivación para acciones con beneficios intangibles explica la pobre adhesión a tratamientos para enfermedades crónicas que requieren sostener buenas decisiones y conductas saludables de autorregulación en el mediano y largo plazo. Las estadísticas indican, por caso, que luego de tan sólo un año de haber padecido un infarto, casi la mitad de los afectados deja de tomar los medicamentos para controlar el colesterol.

*Médica especialista en nutrición.