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OPINIÓN

El tirano de Zimbabwe murió pero sus imitadores proliferan

La historia de su vida es una advertencia para todos los autoritarios bien intencionados y aquellos países dispuestos a tolerarlos. Una advertencia que al parecer nadie escucha.

robert mugabe zimbabwe
| Cedoc

Robert Mugabe —el exlíder zimbabuense que murió el viernes a la edad de 95 años— fue un verdadero héroe, pero no logró la justicia que buscaba para su pueblo. La historia de su vida es una advertencia para todos los autoritarios bien intencionados y aquellos países dispuestos a tolerarlos. Una advertencia que al parecer nadie escucha. También es una alerta para los líderes mundiales que piensan que pueden alinear a las naciones en desarrollo o no democráticas con la diplomacia y un reglamento impuesto. El contragolpe puede ser horrible.

Mugabe fue estudioso y creció casi sin amigos en un pueblo que no tenía electricidad. Su ambiciosa madre y un sacerdote jesuita lo motivaban a estudiar, y no se detuvo, ni siquiera durante los 11 años que pasó en prisión por sus activismo anticolonialista. Como docente e intelectual, inicialmente no buscaba el liderazgo. En realidad, fue dirigido hacia cargos de mando en el movimiento nacionalista que buscaba establecer un gobierno negro en lo que entonces era el estado racista no reconocido de Rodesia. Incluso durante la fase militar de la resistencia se negaba a vestir uniforme, preferiría los trajes y dejaba la acción violente en manos de otros mientras él conspiraba y planeaba.

El Acuerdo de la Casa Lancaster de 1979 puso fin a la independencia autodeclarada de Rodesia y estableció un cese al fuego entre su gobierno y los dos partidos rebeldes, uno de los cuales era liderado por Mugabe. Durante las negociaciones que condujeron al acuerdo, Lord Carrington, el secretario de Asuntos Exteriores del Reino Unido que presidió las conversaciones, le preguntó a Mugabe si estaba resentido. Después de todo, había sido encarcelado ilegalmente y el gobierno de Smith ni siquiera lo dejó salir temporalmente para enterrar a su hijo de tres años. "Estoy resentido con el sistema, no con la gente", respondió Mugabe.

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Esto era lo que los líderes occidentales querían escuchar: garantías de que después de su inevitable victoria, no perseguiría a la élite blanca de su país, que constituía aproximadamente 1% de la población, pero poseía 70% de sus tierras de cultivo. Carrington presionó a Mugabe para posponer la reforma agraria por 10 años, prometiendo ayuda del Reino Unido y de Estados Unidos para comprar la tierra de agricultores blancos de forma voluntaria. Al inicio, Mugabe se mostró reacio, pero cedió para poner fin al conflicto. En 1980, ganó una elección supervisada por los británicos y se convirtió en primer primer ministro de Zimbabue. Inicialmente mantuvo su promesa de inclusión y respeto por los derechos de propiedad.

Aún así, una fuerza revolucionaria era lo que lo había llevado al poder. Las personas que sentían que habían ganado la guerra estaban impacientes, querían recibir su botín y clamaban por la injusticia. Mugabe, un hábil manipulador, maniobró entre aliados inquietos y rivales para someterlos, desatando a veces violencia en áreas tribales que los apoyaban. Hubo que recompensar a los leales y devolver los favores. Los fondos occidentales destinados a la compra de tierras agrícolas fueron desviados, y nunca llegaron a ser suficientes para corregir la injusticia fundamental de la distribución de tierras.

Los veteranos se inquietaron y a Mugabe le costaba cada vez más aferrarse al poder. En 2000, Mugabe les permitió tomar tierras de los granjeros blancos sin compensación; se desató violencia y devastación. La economía de Zimbabue, dependiente de la agricultura comercial, murió en agonía, en parte por las sanciones occidentales impuestas en respuesta a los desalojos de agricultores. Uno de los peores incidentes de hiperinflación de la historia, con precios que aumentaron 79.600.000.000% en noviembre 2008, es parte del legado de Mugabe. Pero la devastación económica también fue consecuencia del compromiso de 1979 que permitió a la población nativa de Zimbabue reclamar el poder, pero no la riqueza que le habían quitado los colonizadores.

A pesar de todo, Mugabe continuó jugando al asceta intelectual, incluso mientras él y sus cómplices robaban la riqueza del país. A mediados de la década de 2000, estaba claro que el líder zimbabuense había agotado las esperanzas del movimiento de liberación, con la construcción de un régimen corrupto típico de partido unitario que sobrevive a través de violencia y manipulación, y desafió las leyes de la economía para que una pequeña élite tuviera lo que necesitaba. Las variaciones sobre este tema han sido comunes en África durante mucho tiempo, pero ahora también son una especie de norma en otras partes del mundo.

Mugabe se hizo viejo y se dormía cada vez más en las funciones oficiales. Emmerson Mnangagwa, su encargado favorito y candidato intermitente para la sucesión, lo derrocó con el apoyo militar en 2017. Su régimen es tan carente de principios e inspiración como el de Mugabe en sus últimos años. Idealista marxista y hombre de inteligencia y tenacidad poco comunes, fue destruido por su incapacidad para restaurar la justicia que buscaba. Fue derrotado por sus propios aliados y encargados que querían todo para ellos —y por la indiferencia del mundo occidental para corregir los errores de la era colonial.

Como ciudadano ruso, veo cómo la historia de Mugabe se refleja en lo que sucedió en mi país desde la caída de la Unión Soviética. En julio, cuando el alcalde de Moscú, Sergey Sobyanin, se movilizó para sofocar las protestas por la decisión del gobierno de mantener a los candidatos de la oposición fuera de las elecciones de alcaldía del fin de semana del 7 de septiembre, acusó a los activistas detractores del Kremlin de planear una toma de poder ilegítima: "Deben tener el poder aquellos que gritan más fuerte? ¡Ni que viviéramos en Zimbabue!".

Las palabras despectivas de Sobyanin evidencian el lamentable legado de Mugabe; más personas lo recordarán como un dictador viejo, torpe y asesino que como un héroe revolucionario. Pero en cierto sentido, rusos, turcos, brasileños e incluso —hasta cierto punto— estadounidenses y británicos viven actualmente en sus propias versiones de Zimbabue: gobiernan autoritarios ineptos cuyas manipulaciones hace mucho tiempo no tienen conexión alguna con el interés nacional. Mugabe ha muerto, pero, irónicamente, sus imitadores se multiplican inconscientemente.