En las últimas semanas se ha hablado y escrito muchísimo sobre el conflicto generado por la creación del Fondo del Bicentenario, posibilitando la utilización de las reservas del Banco Central, mal llamadas excedentes, para el pago de deudas del Tesoro Nacional. Y también ocupó muchísima atención pública la consecuente intención del Gobierno de desplazar por mecanismos no previstos en nuestra Ley, al presidente de la entidad monetaria.
Esta discusión no es poco importante, pero tampoco agota el debate. Efectivamente, se está tratando del cumplimiento de la Ley, lo que es la base principal de la tan mentada “seguridad jurídica”. Resulta difícil de entender que se esté dispuesto a violentar la Ley para intentar lograr una mayor credibilidad internacional, como resultaría del uso de las reservas para pagar deudas. En algún punto del proceso de gestación de esta idea se cometieron gruesos errores jurídicos, y sobre el impacto en la imagen del país de estos atropellos. Sin duda, más grave aún que lo acontecido, es el mecanismo poco profesional e impulsivo por el cual se están tomando las principales decisiones en nuestro país.
Otra cuestión, menos debatida, es la discusión de fondo sobre la conveniencia de la utilización de las reservas del BCRA para cancelar deudas del Tesoro, más allá de las trabas establecidas por los límites y procedimientos fijados por la Carta Orgánica del Banco Central. Esto nos lleva a otro tema muy delicado, como es el sentido y el alcance de la autarquía del Banco Central, tanto en el plano de la Ley, como del sentido común.
Independencia del BCRA. La Carta Orgánica actual contiene demasiados “residuos” de la convertibilidad. Cuando en la década pasada el gobierno decidió abolir la política monetaria y cambiaria, adoptando la convertibilidad del Peso, se decidió conformar un banco central (así, con minúsculas) que fuera una caja de conversión. Esta caja de conversión no necesitaba ni pensar ni opinar sobre ninguna política monetaria, ni cambiaria, y por lo tanto podía afirmarse que “no recibirá instrucciones del Poder Ejecutivo”.
Pero en un contexto de flotación administrada del Peso, con una política monetaria activa, es inevitable que el Banco Central coordine su accionar con el Poder Ejecutivo a través del Ministerio de Economía. Y aún mucho más, es importante que bajo la dirección del Presidente de la Nación, y del jefe de Gabinete, funcione un grupo de funcionarios, ocupados de controlar la inflación, que incluya al Banco Central. Esta entidad no solo tendría que asesorar en la materia al resto del Gobierno, sino hacer el seguimiento pormenorizado de las variables monetarias, cambiarias y de precios. Así se hace en casi todos los países que han logrado controlar el flagelo inflacionario. En la Argentina nadie se ocupa de contener la inflación real, sólo interesa disimularla.
Por eso considero que es una tarea pendiente la reformulación de la Carta Orgánica, para que se parezca más a los proyectos elaborados en el año 1990, previos a la convertibilidad. En esos proyectos prevalecía la idea de independencia o autarquía funcional con un solo propósito: limitar el financiamiento inflacionario que el Tesoro, a través del ministro de turno pudiera requerirle al Banco Central. Este es el sentido principal de constituir un Banco Central con cierta independencia: establecer un límite al financiamiento inflacionario.
La definición de un nivel óptimo de reservas está íntimamente ligada al punto anterior, y no puede depender exclusivamente, ni principalmente, de una fría relación entre la base monetaria y las reservas. Obviamente, cualquier comparación entre estas dos magnitudes obliga a definir el tipo de cambio. Pero en un contexto de flotación cambiaria, el tipo de cambio debe estar definido por una serie de condiciones macroeconómicas, internas y externas, y debe ser una variable de ajuste, y nunca una condición establecida por las necesidades fiscales.
Adoptar, como lo hace el pretendido Fondo del Bicentenario, una definición de “reservas excedentes”, en un contexto de creciente déficit fiscal generado por una decisión política de aumentar el gasto público, es un pasaporte a la devaluación y a la inflación. Y esto justamente es lo opuesto al propósito excluyente que tiene el Banco Central.
La inflación es la gran ausente del debate en estos días. Mientras desde el Gobierno se defiende la potestad de la Presidenta de tomar las decisiones, y desde la oposición se defiende, con razón, la vigencia de las leyes y los procedimientos, el país avanza hacia un riesgo inflacionario, y hacia un nuevo “festival de endeudamiento”.
Quienes impulsan el crecimiento del gasto público, sin importar a quién benefician esos recursos, con la falsa ilusión de lograr un crecimiento mayor en 2010, están ignorando todas las lecciones de los años 70 y 80, en los cuales se dispararon la inflación y el endeudamiento. Están olvidando que la inflación puede subir mucho más rápidamente que lo que aumente el déficit fiscal, o la expansión monetaria, porque el fenómeno que debemos observar es lo que técnicamente se llama “demanda de dinero”. Esto podría traducirse como la voluntad de los consumidores de mantener saldos monetarios en sus bolsillos, o en sus bancos. Si se quiebran las expectativas de una moderada estabilidad, puede quebrarse muy rápidamente esa demanda de dinero, y generarse una huída hacia bienes, consumo o divisas. Y ese mayor gasto público, en un contexto adverso a la inversión, será inflacionario, ya se pague con reservas, o con endeudamiento.
Aún estamos muy lejos de esa situación, y a tiempo de revertir el proceso, recuperando la solvencia fiscal. Pero cuanto más tiempo se demoren las decisiones de ajustar el gasto que beneficia a los que más tienen, especialmente los que se benefician de las tarifas de gas, luz y transporte, fuertemente subsidiadas en la Ciudad de Buenos Aires, más complicado será controlar la inflación en el futuro.