Si se pudiera hacer analizar en término futbolísticos al gobierno de Alberto Fernández se podría pensar dentro del concepto del “bilardismo político”.
Tácticas y estrategias. La escuela fundada por Osvaldo Zubeldía a mediados de los años sesenta y que llevara a la cima a Estudiantes de La Plata se caracterizaba por priorizar la táctica sobre la estrategia, y planteo de partidos cerrados con mucha carga defensiva. Como no podía ser de otra forma la Argentina afecta a las antinomias opuso al modelo bilardista el menottista. Como comenta el español Mikel Quintana en su blog especializado DiarioUF el menottismo a diferencia del bilardismo se basaba “en el juego técnico, de posesión y estético, apostando por su estilo ofensivo y vistoso”. César Luis Menotti siempre sostuvo que para él era más importante el cómo (lograr los resultados) antes que el qué (ganar). En cambio, para Bilardo la principal finalidad siempre era ganar, y si no era posible, empatar. Todavía están frescos las imágenes de la Selección Nacional bregando por terminar los partidos con el cero a cero bajo el brazo frente a rivales mucho más ofensivos. Ambos directores técnicos obtuvieron sus logros que ubicaron a Argentina como una potencia futbolística, logros que, en cambio, no se han trasladado a la política o a la economía. Bilardo con su bilardismo en la mochila ganó el mundial de México 86 y fue subcampeón en Italia 90. En este último campeonato cuyo último partido lo perdió con Alemania 1 a 0, Argentina metió apenas cinco goles en siete partidos. Por supuesto Bilardo contaba con Diego Maradona en aquellos momentos, pero como se vería en el mundial siguiente de los Estados Unidos (ya dirigidos por Alfio Basile) “el Diego” sería condición necesaria, pero no suficiente.
Razones o emociones. Ya transitando el segundo año de su gobierno, Fernández parece adscribir al legado bilardista por su predominante perfil táctico. Parece ser hasta aquí un gobierno al que le cuesta meter goles, pero que en todo caso prioriza el que no se los hagan. Esto se vio con claridad en la intervención/estatización de la empresa Vicentin, un movimiento que no estaba en el ADN de Fernández. Cuando visualizó que podría escalar en un conflicto como en su momento fue la Resolución 125, prefirió “desensillar hasta que aclare” como habría dicho Juan Domingo Perón.
Este modo de actuar, esta práctica, tiene algunos problemas de orden estético y otros de contenido eminente político. En el primer orden se observa que el estilo de Fernández y que irradia a su gobierno no sintoniza con las narrativas épicas tradicionales del peronismo en sus distintas épocas. Sin ir más lejos en el relato emotivo del avión de Aerolíneas Argentinas que trajo las primeras vacunas de Rusia había algo que no cuadraba con la discursividad general del gobierno poniendo en evidencia cierta sobreactuación más allá de la importancia específica del asunto. Esta cuestión incluso se pudo percibir en la gestión comunicativa de la pandemia cuando al principio el vocero principal estuvo a cargo del menottista Ministro de Salud Ginés González García, para luego de algunas polémicas la vocería principal pasaría a las manos de la bilardista Carla Vizzotti más afecta a las terminologías técnicas que a las expresiones populares: su definición de esta semana sobre que “la nocturnidad es el momento de más riesgo de contagiosidad” sorprendió incluso a los más avezados trashumantes de las redes sociales.
Un mundo de espera. El segundo problema de la táctica política bilardista atraviesa la esfera comunicacional y llega al mismo corazón del ejercicio del poder. Es claro que las modalidades enunciativas de Alberto Fernández están prácticamente en las antípodas de las de Cristina Fernández de Kirchner, y estas lógicas se vinculan a la forma de tomar (o no tomar) decisiones que se visualizan como tensiones adentro del Frente de Todos. Sin embargo, frente a los explícitos pedidos de renuncia de ministros que la vicepresidenta realizó en dos oportunidades, primero por carta y después en el famoso acto de La Plata, el presidente hizo caso omiso. Se puede ver igual respuesta en las demandas para avanzar en una profunda reforma judicial y la solución de los problemas judiciales de los exfuncionarios incluida la Vicepresidencia. En esos y otros casos la reacción presidencial podría poner en duda la famosa frase de Michel Foucault cuando decía que “el poder se ejerce”, para invertirse hacia “el ejercicio del poder puede ser no hacer”.
Mientras que Cristina piensa que el partido se compone de grandes jugadas, Alberto mira el reloj y piensa en la tabla de posiciones, con la convicción de que para ganar el campeonato hay que esperar, hay que aguantar: “esto también pasará” hubiera dicho Julio Grondona. Esto enoja a una parte de la militancia más afecto a la acción que a la espera y a un sector de la prensa que sostiene que el presidente tiene un discurso para cada interlocutor buscando agradar a todos, aunque lo más difícil es imaginarse la partida de ajedrez en forma completa. La propia declaración del presidente sobre que no tiene un plan demuestra el tacticismo radical, un “vamos viendo” muy argentino. Su (falta de) teleología discursiva lo corre de los énfasis kirchneristas, inclusos de las macristas, no habrá target de inflación en el gobierno de Alberto, si hay que pronosticar algún valor es solamente porque la práctica presupuestaria lo requiere.
La ola argentina. La pregunta que sobreviene es si se puede gobernar un país como la Argentina tan en el día a día. Obviamente que la pandemia retrasa todos los diagnósticos, pero la estrategia del surfista puede irritar, aunque lo vuelve flexible a las olas inesperadas. El momento de mayor popularidad en las encuestas Fernández lo tuvo en aquellos días entre marzo y junio cuando mostraba una modalidad de conducción del Estado poco habitual en las famosas conferencias de prensa con Axel Kicillof y Horario Rodríguez Larreta. Hoy comienza a transitar el rumbo de la polarización, especialmente con el jefe de Gobierno porteño, un esquema que lo incomoda pero que parece inevitable.
*Sociólogo (@cfdeangelis).