Estoy en Rafaela, una de las ciudades más ricas de la provincia de Santa Fe, ubicada en el corazón de la cuenca lechera, como cacarea Wikipedia. Nombrada así por el fundador en honor a la esposa de su amigo; tierra de masones y espiritistas.
Mi amigo Luis vive allí desde hace unos 15 años. Yo estoy de paso, por trabajo.
“Te voy a llevar a conocer El Arbol”, me dice por WhatsApp. Y pasa a buscarme por el hotel. En el auto también vienen Laura y Dahiana. Y en una camioneta María Elena y su novio Pino. Salimos de la ciudad en alegre procesión. Abandonamos las calles limpias y ordenadas hasta lo irritante, los frentes prolijos de las casas, la soledad del domingo al mediodía. Hace calor. Nos metemos en calles de tierra, en barriadas pobres de la periferia, pasamos por dos o tres hornos de ladrillo.
Estacionamos frente a una casa antigua, de campo. Es la casa de la dueña de El Arbol, doña Sarita. Luis le dice Sarita pero no sabe si se llama así. Al lado de la casa hay otra construcción de ladrillo, más nueva, que parece un garaje porque tiene puertas de garaje. Pero es un templo. El templo de san Expedito. Porque El Arbol nació ahí. Luis no sabe decirme si antes fue El Arbol o la capilla del santo. Igual no importa, porque venimos a ver a los dos.
Primero san Expedito. Las puertas están cerradas, pero hay un cartelito que dice: abierto. Tentamos el picaporte y entramos. Hay ese olor parecido al de las capillas: a encierro, a humedad, a cera ardida, a flores pasadas. Una hilera de seis bancos de iglesia. Al frente un altar con una veintena de figuritas de san Expedito de distintos tamaños. Una sigue en su empaque de nylon y pienso en el Chico de la Burbuja de Plástico.
Me gusta san Expedito porque es un muchacho vestido de pollera y borcegos. Abajo de la suela de uno de sus botines veo una mancha negra con un ojo blanco. Parece un delfín o un lobito de mar, aunque sería raro. Después me dicen que es un cuervo, que encarna al mal. Cuando Expedito decide convertirse al cristianismo, el cuervo trata de disuadirlo, diciéndole ¡Cras cras cras! (en latín: mañana, mañana, dejalo para mañana). El chico, decidido, aplasta al cuervo de un pisotón y dice ¡Ahora! Por ello es el santo de las causas urgentes.
A un costado del altar hay una mesita con fotocopias con la historia de san Expedito y oraciones para rezarle. Entre las fotocopias, una pila de volantes que dicen: “Rosario Marina, reiki”.
Salimos y pasamos al fondo de la casa donde nos espera El Arbol: un hermoso ombú que creció adentro de un viejo arado. Las raíces de la hierba más grande del mundo se fueron tragando el armatoste de hierro que asoma entre las rugosidades de la corteza.
Hay que abrazarlo, me dice Luis, porque tiene una energía particular.
Como le temo más al ridículo que a todos los males del universo, sólo apoyo mi mano en la panza prominente del árbol, un momento, y me retiro.
Hay otro grupo de ombúes un poco más allá. Se estiran hacia el cielo que está celeste y luminoso. Dos gallos se revuelcan entre las raíces de El Arbol. Son dos pajarracos buenmocísimos, de cresta bien roja. Dicen que el padre Ignacio, el cura milagrero de Rosario, viene a cargarse aquí en El Arbol. Me lo imagino llegando por la noche, de incógnito, bajar del auto. Doña Sarita saliendo en camisón a recibirlo con una linterna en la mano. O tal vez está todo arreglado entre ellos: Sarita deja el portón abierto y el padre Ignacio entra y se va para el fondo, como un amante furtivo, a abrazarse con El Arbol.
Hay otras construcciones más chicas en el fondo. Parece que viene muchísima gente, sobre todo cada 19, y estas piecitas funcionan como boxes para que puedan repartirse a rezar.n