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El país que espera a Godot

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Beckett. Una obra absurda y desesperanzada tras el horror de la guerra. | cedoc

Día tras día Vladimiro y Estragón esperan en vano al señor Godot. Se sabe de ellos que siempre han estado juntos, pero no mucho más. Estragón está más preocupado por sufrimientos físicos puntuales y Vladimiro por temas psicológicos y espirituales. Se encuentran al borde de una carretera desierta, en un páramo en el que solo hay un árbol. Un par de veces llegan hasta allí el señor Pozzo, un ricachón, y su sirviente Lucky, a quien lleva atado de una cuerda. Y en otras oportunidades irrumpe un muchacho que se dice mensajero de Godot, para anunciarles la postergación indefinida de la visita esperada. El señor Godot nunca llegará ni se sabrá quién es o para qué lo esperan. En su segunda visita Pozzo estará inexplicablemente ciego y Lucky, mudo, actuará como si él fuera el amo. Vladimiro y Estragón, en plena desesperanza tras la vana espera de Godot, planean ahorcarse, pero no tienen una cuerda apropiada. La buscarán y regresarán mañana para cumplir ese cometido… a menos que Godot aparezca. Sin embargo, a pesar del propósito anunciado, no se mueven. Siguen allí, esperando a Godot.

Corría el año 1952, el mundo estaba convaleciente de una guerra demencial en la que se había temido el día final de la humanidad, y existían más razones para la desesperanza que para la esperanza. En ese contexto se publicó Esperando a Godot, del dramaturgo, novelista y poeta irlandés Samuel Beckett (1906-1989), obra cumbre del llamado teatro del absurdo, una corriente que, transgrediendo las convenciones tradicionales de la dramaturgia, propone miradas heterodoxas sobre la irracionalidad y la ilógica que signan el devenir humano. Beckett, premio Nobel de Literatura 1969, es autor de novelas como Molloy, Malone muere y Watt, y obras de teatro como Final de partida y La última cinta. Toda su obra mantiene una impresionante vigencia y obliga a reflexionar más allá de lo obvio. Así, no cesan, y no se resuelven hasta hoy, las interpretaciones acerca de quién es Godot, ni del motivo de la espera. Para algunos, él expresa a Dios y a su deserción del mundo. Para otros, es la excusa que evidencia el vacío existencial que atraviesa a la modernidad y el abismo al que se cae cuando no se explora y encuentra el sentido de la vida.

La espera por Godot es, en la Argentina, un modo de vida que se ha naturalizado a lo largo del tiempo.

Desde hace demasiado, quizás desde julio de 1816, hay quienes avizoran el paraíso a corto plazo (“Estamos condenados al éxito” se convirtió en una frase digna del más absurdo de los absurdos) y hay quienes ven la inevitabilidad del infierno. Según los acontecimientos, son muchos los que se mudan de un bando al otro para continuar su espera desde allí. Pero lo único cierto es que mientras se aguarda a Godot (el justiciero para unos, el mesías para otros), las generaciones pasan, los sueños mueren, las frustraciones se encadenan, la esterilidad se hace crónica, miles de vidas se escurren por la alcantarilla del tiempo sin haber vislumbrado un sentido y el país vive en un limbo crónico. Ocasionales anuncios de paraíso, periódicas visitas al infierno. Y mientras tanto, limbo.

 Como ocurre en tiempos electorales más que nunca, Godot vuelve a anunciar su llegada. No importa qué disfraz adopta, con qué voz habla, a quién envía como mensajero (de hecho, en la obra de Beckett la segunda vez que su enviado trae un mensaje dice no ser el de la vez anterior, aunque se trata del mismo muchacho, como lo describe el texto). Millones de Vladimiros y Estragones esperan por él. Frustrada la ilusión quizás intentarán ahorcarse, literal o metafóricamente. Pero no habrá cuerda, y solo quedará volver a esperar. Si no llega hoy, llegará mañana.

En esta puesta argentina de Esperando a Godot aparecen personajes que Beckett no incluyó en el original. Tres perros. Balcarce, que al parecer ahora deberá mudarse de la Casa Rosada. Dylan, convertido en súbito atributo del “hombre común” que brindará maná para todos y todas. Y Simón, pequeño can sureño, acaso el más feroz, aunque disimule. Mientras pasa el tiempo y nos meten diferentes tipos de perro, Godot no llega. Nunca llega.

 

*Periodista y escritor.