COLUMNISTAS
opinion

El peso de la historia

imagen default
| Cedoc

La entrevista a Christian Boltanski, realizada por Alex Vicente para Babelia, es tan extraordinaria que, si pudiera, la transcribiría completa. Lamentablemente para mis eventuales lectores eso es imposible (me pagan un muy módico estipendio a condición de que escriba yo estas líneas) así que reproduzco solo el final del reportaje. Ante la pregunta, en el marco de los efectos a futuro de la pandemia, acerca de qué cambiará para el arte, Boltanski responde: “Nada. Las pequeñas galerías seguirán sufriendo, y las grandes, enriqueciéndose. Pero las dificultades no siempre son malas para un artista. Yo creo en la renta básica universal para todo el mundo excepto para los artistas. El arte es un sistema elitista, pero eso hace que se queden fuera los que no son imprescindibles, que son multitud. En 40 años como profesor de Bellas Artes, solo he tenido seis alumnos que fueron buenos artistas. Ser artista no es un oficio, sino una búsqueda casi mística. Un artista tiene que deambular, chismorrear, perder el tiempo. Lo peor que le puede pasar es volverse profesional. Y yo, por desgracia, me he vuelto profesional…”.

A comienzos de los 90, en París, mi viejo amigo Gabriel K. me hizo conocer a Luc Boltanski. Primero De la justification. Les économies de la grandeur (Gallimard, 1991), libro que me impresionó y que convirtió a Boltanski en un autor que no dejé nunca de leer (sigo considerando El nuevo espíritu del capitalismo, escrito en colaboración con Éve Chiapello –Akal, 2002, publicado originalmente en francés en 1999– como uno de los libros claves para comprender el funcionamiento ideológico del capitalismo contemporáneo). Rápidamente me enteré de que Luc es hermano de Christian, y por esos mismos años compré en una librería de viejo de la Rue Dante –que ya no existe más– el gran catálogo de la también gran exposición de Christian Boltanski en el Pompidou de 1984 (hermoso libro de 128 páginas en formato de 40 cm x 30 cm). En esa época Boltanski mantenía un espíritu lúdico –que tal vez con los años fue perdiendo– que aunaba con una lectura finísima de la tradición de las vanguardias –en especial de Malévich y luego del minimalismo de los 60– junto a un horizonte de reflexión sobre la tensión entre novedad y memoria, que incluye una dimensión de empatía por el sufrimiento, ausente en general en la tradición en la que se inscribe (en la entrevista en Babelia se define como “un minimalista sentimental”). En sus instalaciones (por llamarlas de algún modo: su obra se presenta como verdaderas puestas en escena visual) no se priva de narrar, no deja de pensar el arte como una posibilidad para contar historias; no deja tampoco de reflexionar, es decir, de concebir la obra como un horizonte de reflexión intelectual; pero no deja tampoco de mantener algo de ese tono juguetón, chistoso, irónico, de sus primeros años, que incluía marionetas, films experimentales, escenas payasescas y una permanente vuelta de tuerca  sobre lo autobiográfico. Biografía también de una época y de una experiencia: la de la barbarie en la herencia de Auschwitz y el sentido de pertenencia a una época y a una tradición. En una larga entrevista que le realizan para el catálogo de la muestra del Pompidou del 84, dice: “Soy un artista de la segunda mitad del siglo XX. Existe una suerte de peso de la historia”.