Cuando Aquiles levantó el casco de Pentesilea, reina de las amazonas, a quien acababa de dar muerte en el combate contra los troyanos, quedó deslumbrado: su belleza era tal, que se estremeció. Cuenta la leyenda que lloró, se arrepintió, se vistió de luto y que, hechizado por la maravilla de ese rostro, le hizo el amor.
Se dice que así surgió el término “necrofilia”, que no sólo es utilizado para definir esa perversión sexual, sino que se hizo extensivo a otras manifestaciones obsesivas alrededor de la muerte. “Tanatofilia” sería otra palabra alusiva, y quizás el término más adecuado para describir la afición desmedida por Thánatos.
Ultimamente, estaba yo embrollándome en esas lucubraciones, mientras veía cómo los canales de televisión se pasaban horas y horas, días y noches, alrededor de noticias como la muerte prematura y súbita de un simpático y creativo modisto, o el posterior suicidio de un empresario del mundo del espectáculo. Mientras tanto, en el planeta, se perdía sin rastros un avión con centenares de pasajeros, Rusia invadía Crimea, y en la propia Argentina la inflación se aceleraba a pasos agigantados y la inseguridad se cobraba víctimas a toda hora y en todo lugar. Pero la actualidad televisiva era monotemática: giraba insistentemente alrededor de esas dos muertes “espectaculares” y consecutivas.
No mucho después, se nos iba Alfredo Alcón. El otrora bello Alfredo, la encarnación de tantos grandes personajes, desde Hamlet hasta San Martín. ¡Y esa voz!… Si bien las cámaras estuvieron presentes en su velatorio y en sus funerales, el tiempo que le dedicaron fue muchísimo menor que en los casos anteriores, donde había ingredientes mucho más “jugosos” para la curiosidad y, por lo tanto, para el morbo, lo detectivesco y la trepada del rating: la juventud de los finados, el glamour de la farándula, las intrigas familiares, etc.
Ojalá esa tanatofilia o necrofilia –o como se la quiera llamar– respondiera a un genuino culto a los muertos. Tengo un enorme respeto por ese culto, que va desde los rituales del Antiguo Egipto hasta los precolombinos, llegando a nuestros días, con países y comunidades que celebran la memoria de sus ancestros.
Pero no es éste el caso. Lo que está sucediendo aquí es hacer de la muerte un producto de consumo, un reality show.
La muerte, como un show más: con las tramas alambicadas de cada caso, con opiniones médicas, policiales, secretos entre bambalinas, con los comentarios de los familiares y amigos, las ceremonias, los discursos, las conjeturas. Necrología viva, vaya paradoja. Regodeo alrededor del pesar más profundo que, de este modo, se trivializa, se hace light, es decir, mucho más digerible, menos tóxico (por lo menos, en apariencias).
¿Qué habrá detrás de eso? ¿ El miedo de siempre, consustancial a nuestra condición humana, el terror a lo que en verdad desconocemos y desconoceremos, cualquiera sea nuestra creencia?
El “show de la muerte” lo que hace es continuar el show de la vida. Y este último es permanente en los medios. El sexo es show, la comida es show, las lágrimas son show, la pobreza es show, los robos, la violencia, los accidentes son show. Pero así como el show de la vida no es la vida, el show de la muerte no es la muerte. Es mostrar lo más exterior, lo más superficial, una y otra vez. Montones de veces lo mismo. ¿Seremos necrófagos de necrologías? (No es un trabalenguas. Es un triste interrogante.)
La muerte es demasiado grave para hacer de ella un objeto de consumo, un reality show. Nos deja demasiado estupefactos, demasiado desvalidos.
Borges se fue a morir a Ginebra para evitar el espectáculo de su final.
Mientras escribo esto, es Pascua, y como contrapunto, en México deben de estar cremando los restos de Gabriel García Márquez. Escena que sucede en la intimidad de la familia, sin ninguna exhibición pública. Lo que vemos, en el “afuera”, son los merecidos homenajes –con cierto show incluido, claro–, pero en ellos están Gabo, su vida y su obra. La vida es lo mejor que se ha inventado, dijo una vez el gran escritor. Y también era su deseo encontrar, a través de la literatura, una forma nueva de contarla. La encontró.
Nosotros también. Pero lo perdimos a él. ¿Nos estarán esperando ahora cien años de orfandad ?
*Escritora y columnista.