No se encuadraba, en sentido estricto, en el subgénero de los así llamados juegos educativos, esos que contribuían a la ampliación del vocabulario personal o promovían las destrezas aritméticas. No era un juego educativo, no; y acaso, en rigor de verdad, no era exactamente un juego, sino apenas un divertimento malicioso. Pero hacía las veces de juego, pues servía para entretenerse, y dejaba, aunque inadvertida, una especie de enseñanza. ¿A qué me estoy refiriendo? ¿Qué es lo que rescato de mi ya tan remota infancia? Esa chanza de cargoseo consistente en pasar las manos por delante de la cara de un compañerito, como quien limpia un vidrio o saluda al que se va, sin rozarlo ni tocarlo pero pasándole realmente muy cerca, mientras se proclamaba con maniático regocijo: “¡El aire es libre! ¡El aire es libre!”.
El aire, en efecto, era libre, de las pocas cosas libres que había en aquellos años. La idea, sin embargo, no era consignar esa regla ni tampoco ponerla a prueba; la idea era molestar, incordiar, provocar al otro. A nadie le gusta que le pasen las manos por delante de la cara, aunque sea sin tocarlo ni rozarlo, apenas haciéndole viento, obturándole la visión, imponiéndole la inminencia de ser tocado. El afán de fastidiar, que era obvio por cierto, indicaba que a ese otro se le estaba haciendo algo y ese algo debía afectarlo, por más que fuera en el aire y por más que ese aire fuera libre.
De esa libertad, la del aire, se pretendía desprender esta otra, la de mover las manos por donde uno quisiera. No habiendo, como no había, otra cosa que la intención de hostigar, este divertimento nada ajeno a la crueldad de la infancia ponía de manifiesto un aspecto si se quiere sustancial: el de la relación entre la libertad que uno se toma y la existencia de los demás en el mundo.
En años sucesivos, y no sin insistencia, diversas pedagogías nos impartirían este lema: el que puntualiza que la libertad de cada uno termina donde empieza la libertad del otro. La consigna suena bien, luce ecuánime, sugiere equilibrio; pero en verdad no deja de presumir que la libertad es un asunto enteramente de uno, una esfera hermética y aséptica en cuyo interior cada uno habita, y que los otros no están ahí para otra cosa que para complicarla, condicionarla, ponerle límites, incluso obstruirla. Claro que hay libertades individuales, cuyo imperio no puede arrasar con la libertad de los otros; también hay una variante en oxímoron de una libertad tiránica, como la de aquella señora que tomaba sol en Parque Las Heras, una cuyo ejercicio a pata ancha depende por completo de la privación efectiva de la libertad de los demás. Pero la idea de que la libertad de cada uno termina donde empieza la de los otros excluye de hecho una alternativa muy potente y socialmente indispensable: la de una libertad que resulte posible solamente con los demás, una libertad para la cual los otros (los otros y sus respectivas libertades) no sean un límite sino un requisito y un facilitador, una libertad que se realice con los otros y no a pesar de los otros, una libertad que no habrá de ser tal para uno si no lo es también, al mismo tiempo, para los demás y con los demás.
La del aire es, en este sentido, una imagen más que propicia, y tanto más con la experiencia mundial de la pandemia. Porque el aire es libre, sí, y no necesariamente lo es para que alguien pueda ponerse a jorobar a otro; pero es libre no porque cada uno ande pancho por la vida respirando su porción personal, es libre y lo compartimos, es libre y lo respiramos todos, es libre como elemento común, como un medio en el que todos estamos.
En aquellos años, Nino Bravo cantaba que era libre (tiempo después, de igual manera, lo cantaría Soledad Pastorutti) y lo graficaba con dos comparaciones: la del sol cuando amanece, la del mar. Una advertencia interesante, porque el sol no puede dejar de asomar cuando amanece, el mar tampoco puede dejar de hacer lo que hace, y a perpetuidad; no lo eligen, no pueden desistir. La libertad hace a veces esa trampa: se presenta como tal, cuando en verdad no es otra cosa que una condena.