El día D se acerca. Las tribus se congregan, se recelan, se aproximan para la batalla. Es la primera de un ciclo, y no será la última. Desde el principio del tiempo, una guerra acérrima se despliega en forma subterránea. La grieta política es un detalle, una pátina que recubre la fractura fundamental, la Fosa de las Marianas que sacude al país: gatos versus perros.
Presidente Miau mostró las garras: “A nada le tienen más miedo que a personas como vos votándome a mí”, tuiteó. Los intelectuales liberales se escandalizaron (¿por qué hablar de miedo?); sin embargo, la retórica gatuna obedecía a un llamamiento tribal. Como los guerreros antiguos, los caciques pierden sus atributos humanos antes de la batalla: marcan la transformación que los prepara para el combate, y encarnan un animal.
Del otro lado está Alberto Fernández y su talismán: su perro Dylan. No es extraño que Alberto, que se fogueó una década como traidor, escoja al animal símbolo de la lealtad como compañero de fórmula. Coqueto y concheto, el collie Dylan juega el rol de primera dama en campaña. Ya no queda otra lealtad a reivindicar: el Frente de Todos junta a gentes que se han dedicado a odiarse unas a otras, ladrándose a todas horas, como Sergio Massa (un hijo de perra según Cristina). No sabemos cómo se lleva Dylan con Simón, el perrito bolivariano de Cris.
Los perros se creen superiores a los gatos: por aquello de que el perro es el mejor amigo del hombre, creen que el pueblo son ellos. Por sus aspiraciones hegemónicas, el perro es peronista: la palabra perro vendría de Perrón. Kicillof posó acunando gatitos: buscaba seducir al votante gatuno.
El gato es esencialmente liberal: ama la libertad. Cree que los perros, tontos y serviles, han sido domesticados por mafias. Su destino felino no es obedecer a los mandamases de turno. Se limpian solos: no le exigen al Estado que venga un humano a recogerles la caca. Si el perro llegó al título de mejor amigo del hombre es porque hay un tongo a desenredar. El gato votaría a Espert, pero lo nota mal bicho.
Sigilosos, elegantes, los gatos caen siempre bien parados. Pichetto solía ser perro y se pasó a los gatos: quizás él sea la renovación del peronismo por fuera de Cristina, ese sueño salvaje que compartió con el AF de hace unos meses.
Yo me repantigo en el sillón mientras ronroneo esta columna; la guerra es inevitable, me da una pereza inmensa. Hay viento, y hay maullidos en el viento.