Es un día horrible, gris y lluvioso. Odio el invierno. Aunque estemos en otoño el día de hoy poco tiene de hojas secas crujiendo bajo los pies. Hace diez días que mi entrenador se fue de vacaciones y me dejó las clases para que las haga sola. El las llama Beach Class; yo las llamo Bitch Class. Hice una sola aunque ya debería ir por la tercera. Creo que mi estado de ánimo tiene que ver con el clima y también con la falta de ejercicio. Detesto el ejercicio, pero al mismo tiempo me pone contenta. Así que agarro a la perra y salimos a caminar. Al principio no quiere porque chispea y no le gusta el agua. Tampoco le gusta usar capitas ni suéteres ni esas ropas ridículas que les ponen a las mascotas. Salimos. Ella en cuero, yo sin paraguas para estar de algún modo en igualdad de condiciones.
Hace doce años que vivo en la misma casa, en el barrio de Flores. Hasta que trajimos a la perra nunca había hecho las cuatro cuadras hasta la plaza más cercana. Antes tenía unas glicinas frondosas que trepaban sobre las pérgolas y formaban un techo que en época de flores se ponía todo violáceo. Pero la manía de podarlo todo las cortó hasta el tronco el año pasado y ya nunca volvieron a crecer así.
Hay verdulerías nuevas y frutas y verduras que no se veían hace diez años: plátano, akusay, mango, mandioca, cilantro… Donde había una estación de servicio ahora están por inaugurar un edificio enorme. El tren pasa a un par de cuadras. Cuando recién me mudé lo escuchaba todo el tiempo; ahora, solo de vez en cuando, las noches de mucho silencio escucho el bocinazo. La casa de Alfonsina Storni estaba cerca. Hace un tiempo el Gobierno de la Ciudad la tiró abajo y no quedaron rastros. Sin embargo, me gusta pensar que a veces caminamos por los mismos sitios con cincuenta años de diferencia.
En la esquina de mi casa antes había un bar que se llamaba La cerrajería. Ahora hay una pizzería con otro nombre. Era gracioso decir vamos a La cerrajería a tomar cerveza. Allí nos juntamos durante años con mis amigos del taller de Laiseca, todos los lunes. Hay una foto, una sola, donde estamos rodeando una mesa de esas de chapa, con jarras en las manos, sonriendo a cámara. Está sacada con un celular, pero es la única que tenemos. Arriba nuestro se ve el cartel del bar. Nadie la pasó a papel, pero cada tanto alguno la vuelve a mandar por Whatsap y nos acordamos que éramos dichosos en ese tiempo, que Lai era el fuego alrededor del cual nos juntábamos cada semana. Una vez estábamos en La cerrajería y se jugaba un partido de Independiente. Había un grupo de hinchas mirándolo y pasó un colectivo con hinchas de San Lorenzo y uno de los que estaba en el bar les gritó algo y el colectivo frenó y se bajaron como veinte. Con mis amigos nos metimos en el baño. Los hinchas destruyeron el bar.
La pizzería está muy iluminada y ahora van familias o mujeres grandes a tomar café. A nadie se le hubiera ocurrido pedir café en La cerrajería. Hasta que cambió de dueño trabajaba un hombre muy amable. No me acuerdo el nombre, pero él sabía qué traernos sin preguntar, cada vez que íbamos. Lo crucé hace poco. Viene a veces porque es conocido de los nuevos dueños. Lo encontré en la cuadra, ya se estaba yendo. Me contó que había muerto su mujer. Yo sabía que había estado enferma, pero pensé que se había recuperado. Parecía que sí, me dijo él con la voz quebrada, estaba mejor, sin embargo una noche nos acostamos, me dijo que le diera la mano, nos dormimos y ella no se despertó más.