Qué significa que dos libros tienen puntos en común? Que no se parecen demasiado. Quiero decir: las similitudes no son estructurales, no pasan tampoco por la trama, mucho menos por los personajes, ni siquiera por el tono. Y sin embargo, creo que El resorte de novia, de Sebastián Bianchi, publicado hace años por la editorial Paradiso, y Qué hacer, de Pablo Katchadjian, editado recientemente en Bajo la Luna, comparten un cierto horizonte, un núcleo de preocupaciones. Los relatos de Bianchi y la novela de Katchadjian comparten una singularidad, una doble singularidad: primero, releen, como pocos en la literatura argentina reciente, un conjunto de textos en la herencia de la tradición de la vanguardia moderna, que pasa por Raymond Roussel, los Ejercicios de estilo, de Quenau, algún surrealismo crítico (el que se saltea a Cortázar) y un infrecuente gusto por el non-sense. Segundo, son textos que se alejan sabiamente de las escrituras argentinas que retoman ese camino, como, por citar nombres actuales, Marcelo Cohen y Aira (alguien me contó que Aira habría elogiado un libro anterior de Katchadjian, pero eso no lo vuelve airiano, al contrario: la lectura es siempre polisémica; la escritura, nunca).
Sobre El resorte de novia ya escribí demasiado, mejor no repetirme (aunque quién sabe: el público se renueva, o se olvida de lo que leyó; yo mismo a veces me olvido incluso de lo que escribí). Diré entonces, que el libro de Bianchi se inscribe en la tradición de la literatura de procedimiento. Sólo que su arte reside en que nunca sabremos cuál es. Especie de juego al estilo de La carta robada, bien a la vista esconde un truco que no llegaremos nunca a develar. La prosa de Qué hacer, en cambio, funciona en otro registro. Aquí no hay procedimiento sino una sintaxis que se parte, se quiebra, se tuerce en la tensión entre el extravío del rumbo y el control sobre la narración. Hay un único momento de la novela –en la página 9– que resulta fallido, un error (el error que vuelve productivo el resto) en el que se lee: “Alberto está explicando la métrica de los limericks de Lear”. Es una cita fuerte, casi como una referencia en clave, o que da una clave de lectura: Edward Lear, explicar los limericks, como un doble anclaje; primero en el sinsentido, segundo en un método: el poema en cinco versos, con rimas aabba. Pero nada de eso ocurre en la novela de Katchadjian. Si el libro rebalsa de talento, si por momentos bordea la genialidad, si produce un efecto de lectura por el que buena parte de la literatura argentina contemporánea deja, en el acto, de ser interesante y se vuelve anticuada, convencional y, casi, olvidable; es porque Qué hacer no remite a algún sinsentido, sino al contrario: es la gran novela contemporánea sobre la expansión del sentido, su ampliación, su mutación. Los personajes (básicamente dos: el narrador y Alberto) saltan de escena en escena por una serie de cortes imprevistos, vuelven y vuelven sobre los mismos lugares bajo el molde de la dialéctica entre repetición y diferencia, entre lo mismo y lo otro, como una forma no de abolir, sino al revés, de llevar al límite la pregunta por el sentido.
Inútil intentar describir de qué se trata la novela (a esta altura, pienso que es inútil intentar hacerlo con cualquier novela, pero con la de Katchadjian aun menos). Y si es inútil, es porque debemos respetar escrupulosamente la pregunta del título: ¿qué hacer con un libro como éste? Hacia el final, hay otra cita, otra clave, pero esta vez acertada: “Alberto me mira y me dice: Marx murió para no terminar ‘El Capital’”. De Marx no es difícil saltar a Lenin, al otro ¿Qué hacer?, el de 1902, tiempos de vanguardias. En el primer párrafo, Lenin escribe: “¡Aquí pasa algo!” Todavía es cierto.