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Las víctimas del cortoplacismo

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Precarios. Familias enteras quedaron totalmente fuera del sistema en el país. | cedoc

Pocas veces un caso de mala praxis producirá un efecto macroeconómico como el juicio perdido por el Estado nacional por las irregularidades en la expropiación parcial de YPF. Ocurrido en 2012, la jueza en un fallo de marzo pasado deslindó la responsabilidad y la hizo recaer solo en el Estado nacional. Las leyes no distinguen gobiernos y menos aún gobernantes del propio Estado, por lo que recaerá en otra administración afrontar el pago de una indemnización que oscilará entre US$ 4.999 y US$ 16.100 millones. Envueltos en la bandera de la soberanía energética, quienes lo propugnaron les habrán endosado un pagaré a otros que podrían terminar pagando casi lo mismo que el costo de otra Yacyretá (US$ 11.500 millones). Una paradoja que atraviesa no solo a un gobierno sino al resto de la dirigencia que votó la expropiación (incluso muchos de los que hoy están en la oposición) por un dudoso impacto en el corto plazo que, 11 años más tarde, se visualiza diferente. Una muestra más del cortoplacismo y la improvisación como política de Estado. Pero que se extiende también a otros flancos en los que las decisiones tácticas terminaron encerrando a la sociedad en una convivencia con lastres difíciles de gestionar.

Hay 18 millones de pobres y otros 4 de indigentes según datos oficiales y surge de la suba de la inflación

Los últimos datos del Indec sobre pobreza refuerzan una tendencia preocupante que no es nueva. Desde hace al menos un cuarto de siglo, los índices medidos de todas las formas posibles mostraron alzas y bajas, pero con una línea creciente. Esta semana se conoció el que emana de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) que arrojó 38,7% para el primer trimestre de este año. El Nowcast de la pobreza que elabora la Universidad Di Tella proyecta que habría pasado el 40% en el primer semestre y que, de no mediar una escalada inflacionaria, trepará al 42% para fin de año. Por su parte, el que mide el Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) de la UCA, que incluye más variables y por lo tanto siempre es un poco más alto, ya lo colocaba en 43% pero con un aviso adicional: si no hubiera planes sociales, llegaría al 50%. Todo un récord.

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Lo preocupante no son solo estas cifras sino la dificultad que mostró la economía argentina para poder bajar dichos índices cuando comenzaba la reactivación y los vientos soplaban nuevamente a favor. Agustín Salvia, el director de la ODSA, siempre argumentó que fue subiendo lentamente el piso de la pobreza pero que con cada fin de crisis no pudo bajarse. Así como en los 90 dicho margen estaba en el 20%, luego de la estabilización post salida de la convertibilidad quedó en el 25-30% y la última crisis cambiaria de 2018 la elevó al 35-40%. La pandemia, lógicamente, con la parálisis de los servicios, la dejó arriba del 40% y rozando el 45% (en 2020 llegó al 44,5%).

El dato inédito es que aunque el empleo crece en el primer trimestre los ocupados pobres pasaron del 24,4% al 28,7% 

Estos comportamientos no son caprichosos, obedecen a los dos factores más gravitantes a la hora de explicar la raíz de la pobreza: el empleo y la inflación. Justamente, las recurrentes crisis cambiarias y fiscales terminan con el descontrol de precios como variable de ajuste, que pega sobre todo en los segmentos más vulnerables, sin ninguna cobertura institucional o sindical. El otro factor es la continua desaceleración de la creación de puestos de trabajo formales en el sector privado, que son los más competitivos y el crecimiento, quizás para compensar esta falencia, del cuentapropismo, el empleo público (sobre todo el provincial) y el informal. Conclusión: menos indigencia, pero mucha más pobreza. El récord anunciado por el oficialismo en la generación de empleos justamente hace alusión a esta política, pero a su vez mina la sustentabilidad financiera del sistema previsional que caca vez necesita más recursos para pagar, dada vez más, jubilaciones mínimas. Esto, a su vez, presiona sobre el gasto público, el déficit fiscal y, por lo tanto, alimenta la inflación.

La inestabilidad crónica es una de las razones que explican la caída en la generación de empleos de calidad, alumbrando la existencia de una “economía de dos velocidades”: un sistema competitivo pero agobiado por una fuerte carga impositiva y otro informa que facilita nada más (y nada menos) que la subsistencia.

Sobre este escenario, la mirada y las políticas deberían pensar no solo en términos de la próxima elección sino tener un poco más de amplitud. El consenso de la necesidad de un cambio ya es un primer paso, el cómo, cuándo y, sobre todo, quiénes se afectarán más y menos, con las medidas, debería constituir el próximo debate.