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Lecturas cada diez años

En 1985 Arturo Carrera publica La banda oscura de Alejandro, libro que, en verdad, no debe mucho a Asbhery.

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El tiempo pasa y nos vamos poniendo viejos. De hecho soy de la época en que el Gobierno proponía cobrar una tasa extraordinaria –por única vez, como pidiendo disculpas– a los megamultimillonarios, y también estatizar Vicentín como modo de obtener “soberanía alimentaria”. ¡Ah, que tiempos aquellos en los que teníamos todas las utopías por delante! Fernández cita a Alfonsín como ejemplo a seguir. Pero antes de convertirse, post-morten, en el padre de la Patria democrática, Alfonsín fue el presidente que, en su impotencia final, declaró que su gestión se caracterizó por lo que “No pude, no supe, no quise”. ¿Será el mejor espejo para reflejarse? No lo sé. Sé, en cambio, que en aquellos años leí varios libros sobre espejos, en especial Autorretrato en espejo convexo, de John Ashbery. De las diferentes traducciones que frecuenté sigo prefieriendo la de Javier Marías (Visor, 1990): “Hemos visto la ciudad: es el ojo protuberante/ y reflejeado en un insecto. Todas las cosas ocurren/ en su balcón y se resumen en su interior,/ pero la acción es el frío y empalajoso flujo/ de una cabalgata. Uno se siente recluido en exceso,/ cerniendo la luz del sol de abril a la busca de pistas,/ en la mera quietud de la tranquilidad de su/parámetro. La mano no sostiene tiza/ y cada parte del todo se desprende/ y no puede saber que supo, excepto/ aquí y allá, en los fríos bolsillos/ de remembranza, susurros salidos del tiempo”.

La publicación original en inglés es de 1975 y vuelvo a confirmar que es una pena que Visor y Marías hayan traducido solo el poema principal, más allá de ser extraordinario, y dejar afuera el resto de los poemas del libro (en la edición original, el poema que da título al libro da cierre el volumen) por lo general bastante más cortos e igualmente notables. Casi diez años después, en 1984, Ashbery publica Galeones de abril, traducido por Esteban Pujals Gesalí (Visor, 1994), ya con menos gracia que Marías, en el que vuelve elípticamente sobre algunos de los temas del libro del 75: “Atrapado en el sueño equivocado, sales/ del callejón a la calle ancha, débil. Caen/ espejos de los árboles y podría ser el momento/ de volver a financiar el desorden de los comienzos/ y las alertas. Pero son los rumores los que alimentan esto./ El pasillo lejano es entonces siempre sublime/ y bien iluminado para algunos, para otros/ un curioso cuadro de anhelo y sufrimiento”.

Diez años después, Arturo Carrera publica La banda oscura de Alejandro, libro que, en verdad, no debe mucho a Asbhery y que solo lo puedo poner en el mismo horizonte debido al desorden de mis lecturas y al intento, obviamente infructuoso, de encuadrarlas por sus años de publicación, como si las fechas tuvieran alguna importancia para la poesía. La banda... integra el corpus de libros cruciales de Carrera, junto a Animaciones suspendidas, Negritos, Children’s corner, La pantera canta, Arturo y yo, y, diría también, el poema inaugural de El vespertillo de las parcas. En La banda... está “En la disco”, el poema en el que narra un encuento, precisamente en una discoteca, con Rosario Bléfari, que tantas veces he leído y releído, sobre el que algunas veces he escrito (o lo cité o lo glosé, como haré ahora a continuación) y que me sigue pareciendo uno de esos poemas perfectos: “Y siguió: ‘Hoy en tu charla/ el momento fue cuando dijiste/ que la poesía es la salvación/ ...y hablaste de los libros como si hablaras/ de juguetes, te la pasaste hablando/ de juguetes...’ (Y giraba)/ como un precioso trompo/ que se volvía hacia mí).// Yo le dije (gritando también): “En un libro de viajes/ de Michaux, hay un epígrafe de Lao Tsé/ que dice: ‘Gobernad el Imperio/ como si friérais un pajarito’”.

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