Nunca antes, creo, la suma de políticos arrumbados por el G20 en el Teatro Colón para presenciar un espectáculo kitsch, fue tan representativa del estado del mundo y de lo que el empresariado y la globalización hicieron con la democracia. Si no fuera porque realmente Trump, Macri, Putin, Macron, etc., etc. fueron votados en elecciones libres, estaríamos ante una ópera bufa que versa sobre la extinción de lo político con un casting selecto.
En la antigua Atenas, la política y la figura de los gobernantes estaba asociada a la retórica. Hoy redunda decir que los gobernantes apenas pueden balbucear un par de palabras fuera del protocolo, hablan de negocios y no de políticas laborales o ambientales, y representan los intereses de multinacionales. “El mundo nos dijo que estamos en el camino correcto”, concluyó Macri, para resumir el camino de la sumisión y el endeudamiento, tras el cierre del G20. Durante la Guerra Fría, un G20 de países comunistas quizás fuera menos bufo, pero más solemne y acartonado, repleto de desfiles militares, exhibiciones de grandeza, monumentos y homenajes a próceres revolucionarios.
Todo se derrocharía en protocolo y gestos magnánimos, y quizás también la política quedara reducida a un libreto patriótico que los funcionarios ejecutarían para extender en este caso los privilegios simbólicos del poder.
Cada vez que sigo acontecimientos de esta clase y observo la obsecuencia mediática para celebrar una convención de presidentes que se parece a cualquier cosa –funebreros, por ejemplo, con Putin como gerente de ventas y Macri como chofer de pompas– menos a una reunión de gobernantes en el sentido griego del término, no puedo dejar de caer en el lugar común de pensar en Cuba. Probablemente los gobernantes estén también viciados por la experiencia del poder, pese a lo cual la retórica atraviesa la moral de los funcionarios y conjura o disfraza intereses económicos que desfilan a la orden del día también en la patria comunista. Aunque en la isla no hay democracia, el Estado funciona como una especie de cooperativa con cientos de intermediarios ociosos en el medio y un líder que se ocupa, durante una regencia de décadas, en preparar a su heredero. Al mismo tiempo buena parte de la población vive del cuentapropismo y del intercambio de favores mientras recibe sueldos irrisorios de parte del Estado. Alguna vez, en La Habana, me pregunté cuál sería mi función si hubiera nacido ahí. Es extraño, pero para cada universitario el Estado encuentra un empleo en alguna de sus oficinas laberínticas y tropicales, aunque no sea necesario un empleado más ahí. A contrapelo del ajuste neoliberal, que reduce la fuerza laboral al mínimo, en Cuba “el proletariado” no deja de aumentar, aunque no haya en realidad mucho trabajo que hacer y las oportunidades solo existan en el campo de la medicina. El Estado es un poco como un padre que le da una tarea distractiva a un hijo para mantenerlo calmo. Ese tipo de trabajo improductivo también aliena y, al igual que la explotación, fagocita al individuo, porque niega su potencia y lo serializa. Pienso que tal vez yo hubiera terminado en un Centro Cultural, como muchos de los escritores amigos que conozco, u oficiando de traductor y contrabandista de antigüedades y libros para turistas en mi tiempo libre en la Plaza Vieja de La Habana.