Los políticos son generalistas. Hablan principalmente para que escuchen quienes no se interesan por la política. Usan palabras como bienestar y felicidad, dando por obvio que todos conocen su significado o pueden imaginarlo. Creen en el mágico poder de las palabras y apuestan a su capacidad hipnótica. Por eso no explican lo que van a hacer en concreto, en el día a día de la acción de gobierno, cuyas prácticas creen que son demasiado complicadas para sus oyentes.
Este menosprecio de la ciudadanía acentúa la pobreza de sus discursos. Como tienen en menos las capacidades de los ciudadanos, los aplastan aún más con la simpleza elemental de las intervenciones. A nadie se le ocurre explicar nada complicado. Es el triunfo del populismo, aunque muchos de los políticos no se identifiquen como populistas. Recuerdo el ejemplo opuesto: Arturo Frondizi obligaba a que sus votantes y sus opositores fueran capaces de entender algo de los planes y las acciones que defendían o atacaban.
La política se ha empobrecido y esto nos concierne a todos. Hemos retrocedido. Los grandes oradores del pasado, como Lisandro de la Torre o Perón, daban clase, cada uno en su estilo. Los oradores del presente, antes de emitir sus discursos, toman clase sobre los límites del habla cotidiana. Por supuesto, ni ellos, ni quienes los escuchan, aprenden más de lo que ya saben. Todos se acomodan en sus límites, adjudicando la estrechez del espacio a la ignorancia de sus audiencias, No hay que hablar en difícil, porque no te entiende nadie, es la máxima a seguir, porque no somos maestros sino conductores.
La política prefiere mantener a sus audiencias en el bajo nivel que se da por supuesto
Al afirmar que los conductores tienen el deber de emitir discursos elementales, demuestran su ignorancia sobre décadas transcurridas, cuando hombres como Frondizi o Alfonsín fueron capaces de ofrecer pequeños manuales orales para instrucción de sus seguidores. Ignoran la potencia formativa de lo simbólico.
Muchos han sostenido o todavía sostienen que, de este modo, la política no se hace más popular sino más elitista, porque quienes poseen los instrumentos para entenderla juzgan que “los demás” no están en condiciones de usarlos. Quizá tengan razón, pero no intentan el camino de la pedagogía política, que los populistas y los elitistas han desprestigiado. Piensan que es inútil, porque la mayoría no entiende y no vale la pena el esfuerzo de explicar para que se entienda.
Cuando Frondizi fue elegido presidente, yo estaba en el secundario y su discurso, al principio, me parecía incomprensible. Entonces no había Twitter para insultarlo o burlarse. Y todo lo que teníamos eran los diarios, con Frigerio al mando de lo que hoy se llama la oficina de prensa. Allí aprendí más política que si hubiera leído a todos los teóricos. El esfuerzo era obligatorio.
En aquel lejano entonces, muchos jóvenes íbamos a las manifestaciones. Pero no pensábamos que la presencia física era el único camino para entender. Con seguridad desmesurada, íbamos a los actos porque creíamos que ya entendíamos o porque teníamos la esperanza de que, si estábamos de cuerpo presente, algo se aclararía en nuestras cabezas. Los años posteriores que protagonizó esta generación de jóvenes demostraron que solo eso no alcanzaba para evitar o reparar errores. Pero estoy segura de que me alcanzaron después, para saber por qué muchos nos habíamos equivocado.
Por eso ahora entendemos que la política no es solo un impulso o una fantasía, sino que tiene, en primer lugar, una dimensión intelectual, que cada uno aborda con los desiguales medios que posee por haber recibido una educación también desigual.
Hoy la política prefiere mantener a sus audiencias en el bajo nivel que se da por supuesto y que le conviene. Así nadie aprende nada. Sobre todo, si se equivocó, no aprenderá las razones. Todos los políticos, se han vuelto, en este sentido, populistas, porque desconfían de la capacidad de aquellos a quienes buscan como apoyo de ideas que no explican. Milei no explica la casta, sino que la invoca para colocarla en un lugar que tampoco describe. Parece referirse principalmente a un demonio, no a un sector rico y poderoso.
Quien lea alguna prensa extranjera quizá compruebe que no estoy exagerando al describir el escenario local. El presidente Macron no habla para los graduados de las Grandes Écoles parisinas, pero tampoco se dirige solo a quienes no entienden o eligen no entender. Voy con mucha gente por la calle en las marchas. Compruebo que la caída vertiginosa de la lectura que muestran las pruebas de aprendizaje, le ha restituido al discurso oral su capacidad para convencer, que la prensa escrita le disputó durante el siglo XX. Si en la escuela media, los estudiantes no se enfrentan con frases complejas, no hay razón para que luchen con ellas después. Enamorados de las consignas, la retórica más simple le pone una faja a la capacidad de discutirlas.
A los quince años asistí a un acto en Plaza Once. El orador de fondo era Frondizi. Fue una larga exposición sobre cómo debía encararse la explotación de las riquezas naturales, especialmente el petróleo. Frondizi estaba presentando, de modo impecablemente articulado, las razones por las que debíamos abrir nuestros yacimientos a la exploración de compañías extranjeras, destrozando de ese modo el monopolio de YPF. Esa posición y la opuesta se habían difundido largamente en la prensa; yo las conocía y creía entenderlas, ya que había hecho el esfuerzo de seguirlas en las noticias y las trasmisiones de radio, discutirlas entre mis compañeros, asistir a los actos y pelearme no por personas sino por ideas. Ya leía diarios y reservaba monedas para comprar el que no llegaba a mi casa, porque creía que así me separaba de las ideas que expresaba mi padre, un conservador liberal, ideología que yo condenaba sin conocerla.
No era la única. Éramos miles, que ni siquiera teníamos edad para votar, pero nos atribuimos edad para pensar. Algunos tuvieron razón. A otros, ese camino nos llevó por territorios desconocidos y senderos peligrosos. Pero hicimos una experiencia densa, cruzamos los límites de nuestra clase de origen, conocimos una ciudad muy distinta del barrio donde habíamos vivido. Y aprendimos de los errores.
Hoy vivimos en otro mundo. Si a algún adolescente se le ocurriera reclamar esa densidad intelectual, de inmediato se lo acusaría de elitista y pedante. Se ha producido una partición improductiva entre dos universos culturales. Y, en lugar de visitar los barrios para compartir saberes, se visita los barrios para compartir un poco de baile y algunas cervezas. Lo cual es una relación excelente si no fuera solamente reducida a esos elementos, que menosprecian al barrio, en tanto lo fijan solo en una de sus posibilidades. Los que conocimos la villa o el barrio pobre aprendimos que allí las cosas no son solo chamamé o rock y cerveza.
Muchos militantes de izquierda saben esto, pero no pueden soportar solos el peso de ser considerados elitistas y, por lo tanto, son populistas les guste o no les guste.