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INCERTIDUMBRE Y FESTEJOS

Pantalla gigante

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Hay algo perfumado en la Argentina. Un olor dulzón a fiesta inunda las calles. Intelectuales críticos de ayer quieren saber en dónde se celebra el evento. Están tentados de participar y temen quedar afuera. Se habla de que la alegría ha vuelto a nuestro país. Se ven caras jóvenes que sonríen con esperanza de futuro. Han desaparecido los bigotes que identificaban al Gabinete oficial. Ni Julios, ni Albertos, ni Aníbales cepillan los pasillos de la Casa Rosada. Hasta el Twitter del canciller duerme la siesta junto al entrañable Pampuro. Hoy un nuevo rostro aparece. Los ministros de economía tocan la guitarra y se hacen amar. Jóvenes de la Cámpora se ponen la gorra de la aerolínea nacional y se abrazan ante las cámaras como azafatas de vacaciones. Hijos de un gran gordo en jefe, bien pertrechados en las cabinas de los peajes, reciben los mohines fascinados de las señoras de 6, 7, 8. Una nueva generación ingresa al pabellón nacional. Los de treinta y de cuarenta dicen aquí estamos. Contrastan con el color sepia que tiñe a la oposición. Ni siquiera los del PRO pueden mostrar a un galán bronceado o a una rubia elegante. Tienen miedo de parecer copetudos. Los radicales y los peronistas comen matambre con rusa y se mondan con servilleta al cuello. El glamour está del lado del Gobierno. ¿Qué pasó con la famosa crispación? Qué rápido suceden las cosas! Ayer crispados, hoy de joda. ¿Cómo pudo suceder un cambio tan brusco e inesperado? ¿Qué es lo que hoy se festeja y que no podía disfrutarse ayer? Que no se diga, no puede ser que el doctor Sigmund Freud siempre tenga razón. Una vez más, un banquete en el que los chicos y las chicas se comen al Padre de la horda. Nuevamente Tótem y Tabú. Papá en el cielo y el Mito en la Tierra. Este austríaco era un diablo. Cada tanto los argentinos estamos de fiesta. Por lo general terminan igual que en algunas películas de Luis Buñuel. Pero no sólo recuerdo películas sino varias celebraciones. Lamento este ejercicio de la memoria. Es la edad. Lo repetía Nabokov, aquel ruso que escribía en inglés novelas como Lolita, llevada al cine por el genial Kubrick. Nos decía que los viejos ya ni vemos, sólo recordamos. Por eso la musa griega Mnemosyne nos visita cada vez con más frecuencia. En la noche del olvido se ve una luz. Se separan las tinieblas y recuerdo la fiesta del ’73 en camino al aeropuerto. La del ’78 alrededor del Obelisco. La del ’82 vitoreando al gran estratega. La que se anunciaba en el Luna Park cuando nos decían que con la democracia se come y con el austral se empapela. La del deme dos. Y ésta en la que el pueblo trabajador y la juventud enlazada gracias a sus Facebooks desfila por la más ancha mientras, de acuerdo al periodismo militante, los gorilas en sus casas miran el vestido de Kate del brazo de William.

Quisiera ahora dar vuelta un par de páginas a la historia argentina en versión abreviada y con puntuación temática. Son necesarios unos pocos antecedentes para diseñar la invitación al ágape. En el ’45 se venía de quince años de fraude. Era un fraude patriótico. En el ’73 se venía de diecisiete años de proscripción política. Era una proscripción patriótica. En el ’84 se venía de doce años de violencia criminal. Fue una violencia doblemente patriótica, de un lado y del otro de la trinchera. En el 2011, se viene de veintisiete años de democracia. Todavía no sabemos si es patriótica. Una estampida por tierra, otra por aire, diez años robados por un advenedizo transformista, cinco presidentes en un fin de año, una sucesión conyugal, un par de años de crispación, y ahora la fiesta de todos, como en aquella película de Sergio Renan, nos permiten hasta la fecha brindar y postergar la hora de los balances.

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Ya que no he de participar del festejo por motu propio y ajeno, y la veré detrás de un vidrio oscuro –la imagen me evoca a otro genio del celuloide, esta vez en la cartelera figura el sueco Bergman, Ingmar, nada que ver con El bello Sergio, film de Chabrol–, al menos intentaré decir un par de cosas sobre la identidad grupal de los protagonistas de este “rave” nacional que, en realidad, es porteño.
Los kirchneristas no tienen un partido. Pero tienen identidad. Nacen desde arriba. No surgen de las bases sino de la cúspide. Los vimos bajar del Sinaí con el Modelo, como si fueran las tablas de la Ley que traía Charlton Heston en la película de C. B. de Mille. Así son los superpoderes. La presidencia alumbra a los jovencitos K y les da de comer. En ese sentido es un producto maternal. La corriente kirchnerista no es igual al justicialismo. No tiene columna vertebral. Tradicionalmente, el peronismo se apoyaba en el PJ y en la CGT. Hoy el Partido Justicialista es una sede semiabandonada que ocupan transitoriamente delegados del ejecutivo nacional. Ayer Scioli, mañana Moyano, hoy Cristina; nada esencial pasa por él. Es una colectora del Frente para la Victoria. La CGT es la columna vertebral de sí misma. Tiene un formato autosustentable que le permite pactar con quien le convenga. Hoy con vos, mañana con aquel. Al no tener organicidad, el kirchnerismo está a la intemperie. A merced de los vientos de la China, de la soja, del Gran Hermano y de la Caja. No tiene tren de aterrizaje. Si no vuela, cae de punta y mal. Necesita crecer. Aletea con aceleración. Huye hacia delante. Es voraz y agresivo. La paranoia que lo caracteriza no es el fruto de la mente de Néstor o Cristina Kirchner. No es un síntoma psicológico. Es un mecanismo funcional a su vida silvestre. Desencadena la marcha de un aparato de captura que busca indiscriminadamente adeptos. Pacta con cualquiera. Pueden ser Hadad, Julio Grondona, las Madres y Abuelas, ex y futuros neoliberales, banqueros que se enriquecen como nunca, grupos sociales del segundo cordón de la provincia de Buenos Aires. No tiene límites ideológicos ni políticos, no porque sea un movimiento, sino porque la historia la inventa cada día y adolece de falta de estructura ósea. Amplía su perímetro como las medusas aún frescas. Su identidad carece de relato. A este vacío lo llena con una mímica de las consignas lúgubres del socialismo nacional de los setenta. Se dispone a forjar mitos como si los mitos fueran parte del mundo del espectáculo y no de lo sacro trasmundano. Sus incursiones al reino de los muertos no le alcanzan para lograr una dimensión épica.

Todo lo sólido se le desvanece en el aire. Toda vida le es líquida. Es pasto de editores y profesores de productos culturosos. La oposición también está a la intemperie. Pero en peor estado. No tiene la bendición de un Ejecutivo. Están en el llano. Si Cristina no se presentara, la lucha sería más equilibrada. Sin cetro y con caja a medias, el cotejo sería más parejo. A los opositores lo único que los puede salvar –aunque por ahora no sea más que un sueño– es una crisis como la del 2008 y 2009. Pero no aparece en el horizonte una caída en la bolsa de granos. Desde el 2001, los partidos políticos están en la sala de terapia intensiva. Los representantes del pueblo parecen anacrónicos. Dicen voces autorizadas que el poder está en la calle. Por algo los camioneros son los reyes de la Jungla de asfalto, una obra de John Huston. Y también dicen que el poder está en la pantalla chica, en la tele, y en el cuadrante mínimo del celu. Pantalla reducida y calle, nada de comités, unidades básicas o escaños. Es la nueva democracia. La joven. Espumante y ruidosa. La de la fiesta. Una como la que filmó Leopoldo Torre Nilsson sobre el libro de su mujer, Beatriz Guido, con Graciela Borges y Leonardo Favio. Pero esa fiesta tenía fin.

*Filósofo (www.tomasabraham.com.ar).