Y si todo lo que pasa por nuestras manos tiene su pequeña alma, ¿qué decir de nuestros hermanitos los animales? Si usted mira a su perro a los ojos, sabrá lo que le estoy diciendo, querida señora, se lo digo yo que tuve un perro e innumerables gatos (sí, soy tirando a gatera, no a perrera). En Africa se dice que el animal que tiene un alma enorme, de acuerdo con su tamaño, es el elefante. Puede ser, vea: yo no he tenido oportunidad de hacerme amiga de ningún elefante, pero me lo creo, seguro. Aunque no eso del tamaño del alma. ¿Y con los bichos, qué pasa? Ah, no sé, yo con esos seres correosos que tiene seis u ocho patas no me llevo bien, pero supongo que ellos también tienen sus almitas aunque nunca tan grandes, por suerte. Pero si usted alimenta cierta simpatía por los animales, estimado señor, ya sabrá lo que le estoy diciendo. Supongo que esta hermandad viene de muy atrás, de allá cuando nuestra vida era imposible si no estábamos en todo o casi todo de acuerdo con los animales que vivían a nuestro alrededor. No sólo para comérnoslos, sino también y sobre todo para que nos brindaran ayuda, para que se acostaran a nuestro lado y nos dieran calorcito en las gélidas cavernas de hace miles de millones de años. Y para que ellos nos miraran a nosotros a los ojos y nos dijeran “aquí estoy, dormite tranquilo que no te abandono”.
Toda esta relación es una historia que no parece haber sido contada o que está a punto de contarse. Recuerdo uno o dos ejemplos y no más. ¿Habremos llegado a un punto en el que importa menos la carne y la sangre y el alma que lo digital y tecnológico? Puede ser. Y no me gusta nada la idea.