Iba a escribir una columna acerca de Henry James, pero aunque mi sentido del pasado no anda muy fino tuve la impresión de que ya lo había hecho en tiempos recientes. Entonces me dispuse a escribir acerca de uno de mis nuevos hábitos: últimamente tiendo a perder lastimosamente el tiempo, ya que en los últimos tiempos estoy casi desocupado y sin asignación universal, excepto aquélla que el Universo me otorgó para ocuparme de cierto integrante provecto de mi familia. En esos ratos, si no me entretengo viendo series por demás estúpidas –¿hay alguna que no lo sea si uno retira ese voto de confianza a los movimientos de cámara, a las buenas actuaciones, a los diálogos correctamente ingeniosos y a los remanidos trucos para sostener el interés; es decir, si uno le quita el crédito de aceptar la convención y el artificio?–, o releyendo buenos viejos libros porque los autores jóvenes prescinden de halagar mis canas enviándome sus audaces producciones, me dedico a mirar videos de combate. No los de la MMA, repleta de luchadores atroces que golpean contra el suelo la cabeza del adversario ya derrotado, sino los de gaviotas contra pingüinos, leones contra hienas, elefantes contra leones, hipopótamos contra ciervos, serpientes contra cocodrilos, tigres contra monos, búfalos contra lo que se te cante. Hay unos, muy estéticos, en los que se ven saltos de felinos que parecen descoyuntarse y a la vez sostenerse en el aire, intentando, en su estirada, cazar algún pájaro. Estos videos tienen una particularidad: reproducen escenas completas, con sus consecuencias, excepto cuando el objeto de presa es un ser humano. Entonces, la imagen se interrumpe antes, vemos el salto, pero no la muerte del semejante. Esa modalidad elíptica se parece al relato del poder. Lo ejerza quien lo ejerza. El poder mata en ejercicio del monopolio de la fuerza y funda su eficacia en colocarse en el lugar de la víctima.