Hace exactamente un año, estaba anclada en París como en el tango. Mientras que en casa la explosión de una pandemia mundial se vive con inédita perturbación, lejos, la perturbación se entrevera con fantasías inmanejables como la de no volver a ver nunca más a padres e hijos. En la Argentina, pese al cierre de fronteras, escuelas, comercios y consultorios, la enfermedad era aún algo más nominal que concreto, pero en las tierras de Macron se moría un promedio de 300 personas por día y el personal de salud rogaba que aquellos con pocos síntomas aguantaran en sus viviendas para no saturar, por cuadros leves, el sistema de salud. Confinada en un estudio de las dimensiones reducidas que soportan el grueso de los parisinos de clase media o baja, revistaba medios franceses y argentinos procurando establecer comparaciones y sacando conclusiones que, en general, no llevaban a ningún lado. Trabajaba un poco a la distancia y podía disfrutar deportivamente de la célebre primavera parisina porque estaban legitimados los runners y justo me hospedaba al lado de Buttes Chaumont, parque con pinta de set en el que filmaron Alice Guy, Bresson y Rohmer. Nada de eso lograba mantener en vereda lo que mi abuela denominaba “los nervios”. Tampoco las ofertas de hospedaje de los amigos franceses y las invitaciones a asados al aire libre de amigos argentinos suponían un alivio completo porque, al caer la noche, invariablemente, se imponía la melancolía mezclada con desconcierto que terminaba por arruinarlo todo hasta la mañana siguiente.
No se cómo, empecé a ver Terrytoons, unos dibujitos animados que nada habían tenido que ver con mi infancia y que se fueron trasformando en la única programación posible. Mi estómago dejó de aceptar noticieros, películas y series; solo Terrytoons. Y de esos Terrytoons, uno en particular, de 1943, titulado En algún lugar del Cairo, fue cobrando protagonismo hasta llegar a ser la pieza fundamental de todas las veladas, la canción de cuna, el último rito para la supervivencia mental. Las pirámides, el cielo estrellado, unas gatas blancas con babuchas que bailan rodeadas de eunucos en un despliegue de orientalismo ultraberreta y ecos de guerra: todo lo que ese corto ofrece fue mi salvación. Ante un escenario que parece tener aire para dispensarnos muchos más ratos indeseables de los que no se puede escapar estemos donde estemos, me reanima saber que En algún lugar del Cairo me esperan.