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metáfora

Trump en manos del Covid

Un rasgo de la decadencia se vuelve contra los mitómanos: la negación obstinada de los hechos.

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‘It´s only a little flu...’ Donald Trump. | Pablo Temes

En Masa y poder, el célebre texto que le llevó décadas escribir, Elías Canetti vincula la potencia con dos operaciones elementales: asir e incorporar. Esos movimientos están precedidos por el acecho, una conducta sigilosa que emplea el animal para acercarse a su presa, antes de abalanzarse sobre ella. Entre los seres humanos esta secuencia se perfecciona a través de una herramienta sofisticada: la mano. La mano que aprieta, el asir opresivo.

"La mano que ya no suelta se convierte en el símbolo propiamente dicho del poder –escribe Canetti-. 'Lo puso en sus manos.' 'Estaba en su mano'. 'Está en la mano de Dios'”. De este dominio acaso pueda escaparse el individuo, si no se convierte en trituración, en cuyo caso muere como un insecto, aplastado por un poder inmenso. Pero la relación de opresión deriva en su forma más perversa, no con la muerte, sino cuando incluye un lúdico sadismo. Cuando el gato maula juega con el mísero ratón.

La racionalidad de la civilización capitalista creyó que dominaría la naturaleza de ese modo. Estrujándola a voluntad, disponiendo de ella sin límites. Desconoció la advertencia de los que cuestionaban la supremacía de la razón política y técnica. Décadas después, la literatura y el cine acuñarían el término “distopía”, para describir la pesadilla de una sociedad del futuro próximo que se desliza fatalmente hacia el desastre natural, la alienación tecnológica y la opresión política.

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El Covid, concluyen biólogos y epidemiólogos, es una consecuencia trágica de ese abuso. Sostienen que otra enfermedad precedió y provocó el nuevo coronavirus: el modelo de desarrollo capitalista, con su maquinaria desmesurada de explotación industrial. La manipulación del hábitat provocó un desastre: la trasmisión natural de enfermedades de los animales a los seres humanos adquirió una velocidad inusitada. El capitalismo enloqueció la zoonosis.

Los jefes políticos quedaron descolocados ante el virus. Actúan a la defensiva, acosan a la ciencia para que les resuelva el problema con una vacuna milagrosa. Pero quizá la cuestión es más profunda. Acaso el Covid provocó una inversión no analizada, que Canetti ilumina: la mano que oprime y puede matar ya no es la de los poderosos de este mundo, sino la de un microorganismo que los tiene en sus garras. Tantos siglos cultivando las técnicas del poder, ejercitando la mano, entrenando los dedos en el oficio naturalizado de oprimir. Para esto.

Imaginemos la escena: Donald Trump, que como todo megalómano desechó el riesgo, cavila desesperado e impotente encerrado en un hospital militar. El fucking virus que ninguneó lo tiene en sus manos. Lo obliga a aislarse, amenaza engullirlo, lo distancia de sus fanáticos. Calcula, angustiado: estoy obeso, tengo 74 años, bastantes más que Jair y Boris, que zafaron. ¿Me salvaré como ellos o hasta acá llegué? ¿Perderé primero la vida o la presidencia?  Falta un mes para las elecciones; si me curo, quedarán apenas dos semanas. Alegaré una conspiración, pero tal vez no alcance. Puta suerte.

Es posible que Trump se lo plantee como una guerra. A matar o morir, igual que en los negocios y la política. Está acostumbrado a la cara de la perinola que dice “tomo todo”. Pero quizá le llegó la hora de vacilar, como el Adriano de Margaret Yourcenar, que confiesa aterrado: “Me espiaba a mí mismo: ese sordo dolor en el pecho, ¿sería un malestar pasajero, el efecto de una comida apresurada, o bien el enemigo se preparaba a un asalto que esta vez no sería rechazado?”.

La decadencia posee un rasgo que se les vuelve en contra a los mitómanos antes que a los demás: la negación obstinada de los hechos. Si son adversos, la regla para ellos es ignorarlos, desechando que puedan afectarlos. Cuando las brujas le advierten a Macbeth que perderá el reino el día que los árboles que rodean su castillo avancen hacia él, descarta irónico la posibilidad. “¿Quién tiene el poder de mover un bosque y hacer que las raíces se arranquen de la tierra”, desafía con omnipotencia. Para suerte de Trump, Shakespeare no escribe en el New York Times.

Pero no solo en Estados Unidos los líderes subestiman la realidad. En este país maltrecho, al que le crecen imparables los pobres y los muertos, la figura que dominó la política por más de una década pretende llevarse a todos por delante con una agenda propia, escindida de las urgencias de la sociedad. Piensa en sus intereses antes que en los del conjunto; se pone por encima de los hechos o los considera maleables como cuando gobernaba. No ve la diferencia entre tener y no tener para repartir. Entre que haya o no una pandemia. Actúa como si la mayoría la quisiera, cuando la rechaza.

Estos gobernantes, que parecen en el apogeo pero acaso transiten el crepúsculo de sus carreras, vuelven a confundir en este momento fatídico el afán de poder con la vanidad, un desliz que Max Weber describió así: “El político opera con la ambición de poder como una herramienta inevitable. Pero el pecado contra el Espíritu Santo de su profesión comienza cuando esa ambición se convierte en algo que no toma en cuenta las cosas, cuando deriva en objeto de una pura embriaguez personal, en vez de ponerse al servicio exclusivo de la causa”.

Trump en manos del Covid no es más que una metáfora. La imagen de lo que les sucede a los dirigentes que iban a refundar la democracia, estableciendo una relación directa entre ellos y el pueblo, por encima de las instituciones. Ganen o no la próxima elección, los manipuladores están padeciendo en carne propia la manipulación. El virus los acecha, aprieta sus gargantas, los convierte en presa cuando los cazadores siempre fueron ellos.

Con estos jefes, no puede suponerse que después de la pandemia la política occidental mejorará. Al contrario, muchos especialistas se preguntan si la democracia liberal, que ya venía debilitada, no estará recibiendo la estocada final. El primer debate entre Trump y Biden refuerza esta hipótesis. Detrás de las muecas de esos dos políticos veteranos se advierte la descomposición. Y la ausencia de liderazgo. El prepotente de hace unas horas está contagiado; el otro, más atildado, no convence de que podrá mandar.

Estos desvaríos suceden en el norte y en el sur. En la principal potencia, como en una república decadente de su patio trasero. En dos naciones colmadas de muertos, que pudieron haberse evitado. En dos países cuyos principales líderes, extraviados en el laberinto del narcisismo, arrastran a sus sociedades al precipicio en una época de desesperación e incertidumbre.

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.