Detesto el modo turista, por eso solo viajo por trabajo. Sin embargo el taxista que me va a buscar a Bilbao para llevarme a San Sebastián y que está en modo guía me cae bien. Tampoco me gustan, en general, los taxistas y este no para de hablar, de contarme las bondades de su tierra y de decirme con acento más simpático casi todo lo que googleé antes de venir, en esas entradas del tipo: diez lugares que ver en el País Vasco. Afuera el paisaje rueda verde y húmedo. Está lloviendo, será así los próximos días, es así casi siempre en esta época.
El taxista recita lo de la mayor concentración de estrellas Michelin per cápita. Luego Víctor y Lur, los anfitriones, se van a manifestar hartos de las Michelin y la comida como una experiencia artística. Nos reiremos bastante de eso, de la pretensión de que un plato de cocina molecular, no más grande que una uña, pretenda ser una experiencia más intensa que otras que todos hemos vivido por lo menos una vez. De todos modos, dos noches después iremos con mi compañero a Geralds, el único restaurante que encontramos abierto tan tarde (odio asumir este vicio de porteños: comer tardísimo) y la maître va a recomendarnos un queso que hace una chica de la zona. Ya es el postre, ya hemos comido muy bien en este comedor fundado por un australiano que tiene por todos lados simpáticos canguros de distintos tamaños y materiales. El queso llega como una opción más local a los postres ingleses que ofrece la carta. Este comedor no tiene estrellas Michelin, pero creo que ese queso es lo más cercano a una experiencia artística engullible. Corto un poco y cuando me lo meto en la boca es como si literalmente mi lengua se convirtiera en un prado verde y una oveja pastara allí, bajo el cielo húmedo del paladar. En ese trozo de queso está el animal con su lana sucia, mojada por estas lluvias invernales tan comunes en Donostia, está la hierba que mastica distraída, está la pastora vigilante un poco más allá, la misma que después manoseará sus ubres para hacer este queso intenso, delicioso, sin punto de comparación con ningún otro que haya probado antes. Pienso en Las ovejas, esa pieza hermosa de Aira con sus ovejas soñadoras y de hondos pensamientos; solo de animales así podría salir este queso.
El modo turista obliga a ir a todos los sitios donde alguna vez o siempre van los forasteros que visitan esta ciudad. Los lugares recomendados con las mejores intenciones por los amigos que ya estuvieron allí, la foto en las tabernas comiendo pintxos o con cara de asombro frente al chuletón de un kilo que sirven en las tradicionales sidrerías de la zona. Todo eso me pone incómoda. Lo siento casi como una presión de los que no viajaron, como si les debiera tener que peregrinar a todos esos sitios a los que les gustaría ir pero que a mí no me interesan. Así que siempre estoy debatiéndome un poco entre cumplirles o hacer lo que tengo ganas. Creo que lo único que me interesa es comer, beber, ir a los mercados y pasear sin ninguna intención. Me gusta que aquí llueva todo el tiempo. Pienso que la lluvia es temida por el modo turista, que cree que arruinaría sus paseos y sus fotos. Hace unos años estuve también en febrero en Asturias. Allí también llueve mucho en esta época, como en todo el norte de España a decir verdad. Tengo recuerdos hermosos con paisajes y edificios bajo la lluvia que variaba en intensidad a lo largo del día y de la noche, pero que siempre estaba presente. Me acuerdo de una plaza donde un amigo me dijo que cuando era niño había una jaula con osos.