Final de fiesta para estos Pumas que jugaron, ganaron, perdieron, arriesgaron, emocionaron, se emocionaron y, quizás por primera vez en la historia, dieron forma a un equipo que llegó a un Mundial con la convicción de que ganarlo era posible. No lo fue, claro. No me correrán con verdades de Perogrullo. Pero se plantaron en cada cancha como un rival audaz, ambicioso, desesperado por demostrar que aquello de ser un equipo sin techo podía romper los límites de la frase hecha.
Por cierto, si en este mismo espacio se explicó que la idea instalada por Hourcade, su cuerpo técnico y los jugadores trascendía claramente hasta una eventual derrota ante Irlanda, ahora, que volver a ser uno de los cuatro mejores del mundo se hizo realidad, menos sentido tendría alterar sustancialmente el concepto tras lo sucedido en el partido por la medalla de bronce.
Pero hubo un partido por la medalla de bronce. A propósito, pocos simbolismos más certeros que haber jugado este encuentro en el Estadio Olímpico, una estructura colosal que, también, regala emociones interminables a través de los fantasmas y de las memorias que lo pueblan.
Ese partido no fue un partido cualquiera. Fue volver a jugar con Sudáfrica, un rival tan complicado como que hace poquito tiempo se lo derrotó por primera vez en la historia con la celeste y blanca cubriendo el pecho.
Una de las incertidumbres de la previa a ese partido pasaba por saber en qué momento nos acordaríamos de que, una cosa es entreverar jóvenes de gran evolución con los más experimentados, y otra muy distinta es prescindir por distintos motivos de entre ocho y nueve de los jugadores utilizados como titulares en dos de los partidos más sensibles del torneo: el debut y la semifinal.
Respecto del traspié ante Nueva Zelanda, no estuvieron entre los 23 convocados Ayerza, Creevy, Tetaz Chaparro, Matera, Senatore, Imhoff, Hernández, Bosch y Tuculet. Todos ellos comenzaron el cotejo debut. De ellos, ocho también arrancaron entre los quince ante Australia. En esa ocasión, Ramiro Herrera sustituyó a Tetaz Chaparro.
En realidad, nada de esto formó parte de las declaraciones públicas de los días previos, ni del cuerpo técnico ni de los jugadores. Tampoco se detuvieron demasiado en cómo digerir el impacto de la derrota ante Australia. A propósito, más allá de lo que a cada uno le haya parecido –creo que el gran mérito argentino fue haber mantenido a tiro un partido que se hizo cuesta arriba desde la primera jugada–, para Los Pumas fue haber dejado escapar una oportunidad, hasta ahora, única en la historia.
Como concepto básico, las excusas no forman parte del cancionero Puma. Tal vez por eso, más allá del fastidio interno, casi nadie hizo referencia al par de pésimas decisiones adoptadas en contra de la Argentina por el árbitro de la semifinal. Sólo para empezar, la demesurada sanción que costó tener a Lavanini diez minutos fuera de la cancha –ni siquiera fue infracción, ya que hubo clara intención de cerrar los brazos en forma de tackle aunque el impacto haya sido con los hombros– y el scrum en contra de la última jugada del primer tiempo en la que Los Pumas estuvieron cerca del try como nunca en ese partido.
Más allá del remanido asunto de la formación del rugbier –aún hoy en muchas canchas del país se ve el cartel que indica que “el árbitro siempre tiene razón, aunque se equivoque”–, esto de no detenerse en quejas por los fallos necesita ser revalorizado dentro del deporte argentino en general. Y en el fútbol en particular. Los más perjudicados por las quejas ante un fallo son los mismísimos compañeros de quienes reclaman. Por un lado, porque, si el juego continúa, tener a uno o más jugadores protestando significa prescindir de ellos para lo que más se los necesita: jugar. Por el otro porque, si el juego se interrumpe, la protesta –en el rugby, en el básquet, en el hockey, en el voley o hasta en el tenis– motiva sanciones para el que reclama y hasta algún castigo extra
para el equipo al que representa.
Sea por convicción, educación o conveniencia, sería bueno aprender un poco más del asunto. Salvo la parte del fútbol, que es para vivos. Que nada tiene que aprender de nadie. Mucho menos de deportes marginales como éste. Un deporte menor que llegó a tener casi noventa mil personas en un par de partidos.
Y hubo varios momentos en los que la memoria apeló a lo irreversible; injusto recurso el de añorar a quienes ya no podrían estar en la cancha en desmedro de quienes pelearon lo mejor posible ante un rival superior, que hizo la diferencia decisiva –10 a 0 para un final de once tantos entre uno y otro equipos– en el tramo en el que, prematura y arbitrariamente, la Argentina perdió durante más de diez minutos a Tomás Cubelli.
Fue, en el balance, un partido desprolijo, plagado de errores –árbitro irlandés Lacey incluido– y poco digno del recorrido de ambos finalistas en el torneo.
Pareció un cotejo deshilachado entre un equipo que no quería jugar esa instancia y otro que hizo lo que pudo con un plantel que llegó a usar los minutos finales a un jugador que llegó de emergencia desde Buenos Aires la misma mañana del partido.
La enorme performance Puma en Gran Bretaña no merece que uno se detenga demasiado en este último capítulo. Que existió. Que se perdió, que dolió y que dejó como consuelo el try del final y dejar a Nicolás Sánchez a un paso de ser el goleador del torneo.
Haber jugado y perdido el partido por el bronce significa, fundamentalmente, haberse metido entre los cuatro mejores. Y quedar debajo de los tres mejores equipos del planeta –por eficacia, por ranking y por juego– sólo puede ser relativizado por la mirada torpe de quienes eligen insultarnos intelectualmente antes que tomarse el trabajo de desactivar su ignorancia. Otra forma de disfrutar lo que hizo Argentina en este mundial será celebrar la final de esta tarde entre dos equipos maravillosos, con la incertidumbre por saber si se impondrán las destrezas básicas elevadas a su máxima expresión de los neocelandeses o la versatilidad y la capacidad de adaptarse a distintas circunstancias de los australianos.
Mientras tanto, lo de anoche no significó solamente el final de la aventura de Los Pumas, sino también del ocaso de un estado idílico. Vivir un mes respirando el aire de un mundial de rugby en Gran Bretaña es comparable con cualquier instancia de placer. Más aún si el viaje se prolongó de la mano de un equipo cuyo mensaje debe ser fundacional.
En 2000, Las Leonas ganaron la medalla plateada en Sydney pero quedaron muy lejos las dos veces que jugaron contra el seleccionado local, el campeón olímpico. Dos años más tarde, no sólo derrotaron a las australianas en su propia casa –semifinales del Mundial de Perth–, sino que les demostraron que, además del juego, eran capaces de ser tanto o más fuertes y veloces que las más fuertes y más veloces. Aquellas Leonas elevaron dramática y definitivamente el listón. Desde entonces, para ser una Leona ya no alcanzó con el enorme mérito de jugar fenomenalmente al hockey. Empezó a hacer falta una preparación absolutamente profesional, dedicación exclusiva y un respaldo institucional que se los permitiera.
Estos Pumas tienen mucho de aquella historia. Como tantas cosas en la vida, sólo hay que preocuparse por no echarlo todo a perder.
*Desde Londres.