Releo un viejo libro cuya encuadernación se va quebrando a medida que vuelvo sus páginas. Se trata de Una partida de ajedrez, de Stefan Zweig. El cuento está bien contado. La historia primera se ocupa de un niño huérfano criado en un ambiente campesino. Lento, casi idiota, se le descubre un talento extraordinario para los trebejos y termina convertido en el hombre más famoso del mundo: el campeón mundial de ajedrez. En el curso de una de sus giras debe cruzar el océano. En el barco traba amistad con otro personaje, un hombre culto y solitario que años atrás fue prisionero de las SS de Hitler. En el curso de esa, su prisión (había sido condenado al encierro sin poder leer ni hablar con nadie hasta que confesara dónde tenía oculta su fortuna), tuvo la oportunidad de robar a uno de sus captores un libro de ajedrez que contenía grandes partidas de campeones. Entre la nada y el juego ciencia, eligió el juego y se puso a estudiar las partidas y a repetirlas mentalmente durante las veinticuatro horas de cada día y cada noche de encierro, hasta convertirse también él en un jugador superior.
En el cuento de Zweig, el necesario enfrentamiento en un tablero de ambos ejemplares de jugador (el campeón es estólido, lento, meditativo; el ex prisionero es nervioso como un pura sangre, inventivo, audaz, imaginativo), genera el nervio y la expectativa de los mejores relatos de acción.
Pero lo que ocurre tiene menos importancia que el relato sobre el descubrimiento de las posibilidades del ajedrez para el ex prisionero.
El despliegue de su aprendizaje como jugador, su creciente comprensión y crecimiento, y luego la sustitución de las partidas ya aprendidas de memoria por un ejercicio de esquizofrenia que lo convierte en un jugador tan excepcional que solo puede enfrentarse a sí mismo, ejemplifica de manera extraordinariamente vívida la teoría del recientemente fallecido Harold Bloom sobre el modo en que un escritor se libra de las influencias de sus precursores.
Leo una biografía de Vladimir Nabokov donde se resume el argumento de una de sus primera novelas, La defensa (1930), que leí hace más de veinte años. Las similitudes saltan a la vista. Ambas narraciones cuentan la historia de una obsesión que deriva en la locura, refieren el modo en que nos las arreglamos para construir el fantasma que nos destruye. Cuando Nabokov publicó La defensa, aún vivía en Europa; Una partida de ajedrez es el último texto que Zweig escribió antes de suicidarse en 1942. Al horror de la expansión hitleriana ¿le sumó un exceso de conciencia moral, la idea (propia de un aficionado) de que una reescritura es un plagio? Si así fuera, su acto final probaría que Zweig no supo leerse a sí mismo.