CULTURA
Libro / Reseña

Clásico de la semana: "El último lector", de Ricardo Piglia

La actividad cervantina difundida por Borges de hacer ficción de la lectura, tiene en Piglia a su autor natural. Más natural incluso que Cervantes.

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Ricardo Emilio Piglia Renzi (Adrogué, 1941- Buenos Aires, 2017) y el libro publicado en 2005. | Cedoc Perfil

La actividad cervantina difundida por Borges de hacer ficción de la lectura (una materia prima con apariencia de  producto terminado), tiene en Ricardo Piglia a su autor natural. Más natural que Cervantes, quien prefirió no enredarse en al submundo sedentario de las tesis; y más natural que Borges, cuya admiración por Samuel Johnson a través de Boswell no lo tentó del todo a darle a los escritores un perfil de personaje.

En cambio, Piglia le da a sus lecturas el máximo espacio de proliferación para que de cada una salga, como un barco hacia altamar, una idea de novela en formación, transitoria y leudante. De todos los libros en los que fue perfeccionando esta modalidad hasta darle consistencia maciza a la hibridez, "El último lector" (2005) es su obra cumbre. Allí la lectura es la literatura, y su forma es la de las percepciones escritas, dominadas por la erudición y la licencia para imaginar combinaciones que tanto digitan la razón como el delirio. No hay viaje más profundo ni aventura más incierta que la del acto de leer, el gran acto de acción sedentaria -tal vez el único- que permite que ocurra el milagro de la creación sin mover un dedo, sin clavar un clavo, simplemente dejando correr el río de la letra.

En "El último lector", Piglia desata su inteligencia (que vamos a llamar poética, sin ánimo de ofender a la escuela benjaminiana donde se formó), rozando asuntos de una manera muy delicada tanto para argumentar como para dejar caer, de un modo mil veces más modesto que cuando le tocó hacerlo a Borges, el dato inesperado, la asociación nueva y la iluminación de asuntos trillados.

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Hablar de Kafka, por ejemplo, es un riesgo que se corre. Pero Piglia, como cruzando a ciegas una autopista mientras soslaya los camiones cargados que lo rozan llevando en lo alto sus grandes nombres inscriptos en neón (Fletes Borges, Transportes Deleuze), se detiene en los segundos planos de la obra del novio de Felice Bauer, en sus disfunciones y en lo desapecibido para montar circos nuevos de lectura inédita de "lo kafkiano". 

El arte de Piglia no es el de entrar a las lecturas por las puertas abiertas por lazarillos, ni el de recorrer las grandes superficies gastadas por maratones de hermenautas que se codean para llegar primero a la misma meta. Prefiere, como se lee en "Materia y memoria", de Henri Bergson, que la lectura sea una "experiencia de adivinación" a cambio de que esa adivinación sea la de una realidad existente a la que la lectura todavía no ha llegado. 

De los textos que integran el libro, todos fuera de lo común, Ernesto Guevara, rastros de lectura es el que bendice su sistema de aproximación a las profundidades marginales a las que se puede caer si uno está dispuesto a leer todo. El Guevara de Piglia es un personaje nuevo y, sin embargo, estaba ahí, esperando que alguien lo leyera. Piglia es indiferente a la histeria de lo primero "que se hace leer" de los libros o de los personajes de la historia. Lo que está adelante -pasa en tantos órdenes que no los vamos a enumerar- no merece otra voluntad que la de apartarlo como una molestia para ver aquello que se esconde a la vista de todos.