En la segunda planta de la estación cohabitan almacenes de ropa, una oficina de información al cliente, tiendas de comida al paso y un simpático comercio que anida contra el ventanal diáfano que recorre la calle aledaña. Locales “Todo por 100 yenes” como este se multiplican como reguero de pólvora por toda la ciudad. Sorteado el rasti elástico de productos exhibidos, destaca en la parte trasera un espacio más bien pequeño regenteado por tres personas con chaleco negro; media docena de gatos y una porción idéntica de perros recostados sobre lonas plásticas absorben caricias de los transeúntes de ocasión que detienen allí su marcha para gastar unas monedas en ese dispositivo exprés de descarga afectiva.
Es mi primera mañana en Tokio. Mi asombro ya roza el paroxismo. Un sujeto que viste con borcegos-jean-musculosa pasea por el callejón lateral junto a un chancho de piel rosada que ostenta cresta verde flúo en la cabeza. Los gringos nos detenemos para atesorar la escena en nuestras cámaras digitales.
Sentado ahora dentro del vagón subterráneo que me llevará hasta Ogikubo, una anciana con barbijo descansa la cabeza dormida sobre mi hombro; me encuentro a seis estaciones de mi destino y sin embargo fantaseo con la idea de seguir hasta el final del recorrido. Hasta el final y vuelta hacia el principio y quedarme así, en loop, con esa cabeza que experimento serena, tibia, cercana y ansío acariciar.
La garganta metálica escupe por el altavoz una palabra ininteligible que sacude a la mujer como chispazo eléctrico; sin siquiera otorgarme una mirada cómplice arrastra su cuerpo hasta cruzar la puerta para luego desvanecerse entre la muchedumbre.
Los días transcurren. Las dificultades se acrecientan. Comunicarme con Buenos Aires se vuelve imposible: la diferencia horaria, limitados servicios de wi-fi, el alto costo de internet para inyectarle a mi celular.
A la semana la angustia florece insoportable. Camino todo el día por Tokio, desgasto mi cuerpo hasta el maltrato y aun así no consigo atrapar el sueño por las noches. Lloro cuando amanece al intentar –en vano– conectar con mis afectos en Argentina; lo hago también cuando terminado el día regreso a la habitación que rento en un departamento de dos. El otro cuarto se encuentra vacío; no me cruzo con nadie. Me pregunto si será una freakeada inventar algún pretexto como una rotura en el baño para pedirle al dueño que se estire hasta allí. Me urge hablar con alguien, un apretón de manos (me había comunicado con él solo por mail al hacer la reserva, cuando me confió el código de la llave electrónica). Se agolpa en mi frente una idea. Descabellada, sí, pero liberadora.
Tecleo: “Free hugs” (abrazos gratis), una pandilla de gente ociosa que ofrece raciones de afecto envasado. Para mi sorpresa, Google no arroja el resultado esperado.
Abandonados mis intentos por intercambiar diálogo alguno en inglés descolado, me dispongo a descansar en el parque Ueno, tironeado por la sombra que me obsequia un ejemplar de abeto precioso. Enhebro apuntes en mi libreta. La obsesión por el contacto: ya son doce los días que llevo en la ciudad y no percibo un solo gesto, no digo ya de cariño, tan solo de acercamiento. Contemplo parejas caminar sin trenzarse de la mano, sin mirarse siquiera. Un abrazo sería algo desconcertante; un chupón, el milagro.
De regreso ya, en el aeropuerto de Ezeiza aguardo el remís que me depositará en mi departamento de Villa Crespo. Me detengo en una dupla juvenil: shorts, sandalias, camisas guau, bronceado hasta en las uñas. Junto al taxi, se olvidan incluso de saludarse. Pero luego lo recuerdan torpemente: un beso que carece de significado, vacío de todo.