Las cédulas dicen “Sicilia, 1959” y las fotos son retazos de esa región maravillosa: unas niñas jugando, la viuda de negro durante un velorio, un burro en la pendiente de la calle empedrada. Unas tomas en blanco y negro, fundidos exactos, la perfección que se sustrae del lugar común para desarmarlo y volverlo único. Sin embargo, en las imágenes que Sergio Larraín tomó hay un ambiente enrarecido. Algo que se esconde detrás de esa escueta referencia de lugar y año como en tantas otras de la producción del fotógrafo chileno y que están exhibidas en serie en el Centro Cultural Borges.
Se sabe que Larraín dio algunas vueltas antes de dedicarse a la fotografía: de hecho, a los 18 años se fue a Estados Unidos y estudió ingeniería forestal en Berkley. Era el hijo de un famoso arquitecto chileno que, entre otras cosas, había fundado el Museo de Arte Precolombino en ese país. Es decir, venía de una familia “acomodada”, tanto en capital económico como simbólico, para decirlo en términos de Bourdieu. Que sí, que no, Larraín hijo aprovechó esta circunstancia, un poco a pesar de sí: fue un tanto rebelde, respecto de lo que se esperaba de él, aunque no tanto como para convertirse en uno de los fotógrafos más importantes del siglo pasado. Sacó ventaja, entonces, de esa excelente formación y sus condiciones materiales para hacer su propio camino.
Este fue, entre otras cosas, haber sido asociado a la agencia Magnun, una de las primeras cooperativas de fotografías del mundo, apadrinado por Henri Cartier-Bresson. En 1959, año que figura en las imágenes de Sicilia, y en el que acepta el desafío de retratar a Giuseppe Genco Russo. Durante tres meses, con la cámara Leica en el bolsillo deambula por la isla y, del capo mafia, ni un pelo. Esas fotos son el mientras tanto, el compás de espera y el detrás de escena de uno de los capítulos más suculentos de su biografía artística. En una vitrina de la exposición, la respuesta al enigma de esas fotos: finalmente, se encuentra con Russo. Logró entrar en confianza con él y sacar fotos del entorno, de las cosas en la casa del temido Don. Hay una que habla y pudo haber dicho: “Espere que me cambio y me pongo traje y sombrero”. El mafioso había sido ganado por la vanidad sin importar las consecuencias. Al día siguiente, Larraín se fue de Caltanissetta, el pueblo del jefe de la Cosa Nostra, y las imágenes se esparcieron como un virus.
Pero no sólo la jugosa historia de Russo asoma o se esconde en lo que Larraín ha fotografiado: la ciudad de Valparaíso, sus días y sus noches, los paisajes y habitantes de Bolivia, las calles de Londres y los niños de Santiago de Chile. Esta serie es uno de sus primeros trabajos y retrata a la infancia pobre de ese lugar en la década del 50. Descalzos, dormidos, tirados, sin dientes, hambrientos, jugando, de a uno, de a tres, esos chicos de la calle arman un patchwork que alterna belleza y miseria. Sin embargo, la primera le gana a la segunda de la forma más difícil que se pueda lograr en esta competencia: no es paternalista, ni siquiera documental. No exhibe a los niños como trofeos de la lente privilegiada de un fotógrafo de clase alta. No les apunta para el disparo bello que borre el conflicto ni hace de él una denuncia. No sé bien qué hace, pero lo hace a la perfección. Los cuerpos suspendidos, las ropas sucias, las miradas penetrantes, las sonrisas esquivas son un conjunto que se va armando en la retina y se queda pegado como la lección mejor aprendida, como un poema que podríamos recitar mil veces.
La Casa de los Siete Espejos es o fue un burdel de Valparaíso. El nombre parecería una burla de Borges, que abominaba tanto de los espejos como de la cópula por el tema de la reproducción. Las fotos de Larraín encuentran el delicado equilibrio, otra vez, para este tema. Las putas sentadas se reflejan poco y no abusa del yeite, diríamos por acá. Los cuerpos lo dicen todo: los de ellas y los de los clientes. Apoltronados en sillones, parecen poco dados al sexo, actividad principal del prostíbulo. Me detengo en una imagen, y su explicación instruye que es un homosexual vestido de mujer que trabajaba en el lupanar. Me acuerdo de El lugar sin límite (1966), el relato de José Donoso, y la historia de la Manuela, Manuel González Astica, que se viste de mujer y regentea la casa de alternadoras del miserable pueblo El Olivo, se cuela entre la cara del muchacho, su sombra de barba maquillada, los labios pintados, un tocado en la cabeza y mi mirada. Ahí lo veo con su hija la Japonesita que tuvo con la Japonesa grande por una apuesta, bailando como cuando era joven. También en sus últimos días, vieja y enferma, enamorada de Pancho, escondida en el gallinero, muerta de miedo, antes de que él y sus amigos le pegaran mucho y ella solo quisiera que la mataran.
Después de llenar de imágenes e historias, en la segunda parte del siglo XX Larraín guardó su cámara y a fines de los años 70 se trasladó a Ovalle y luego al interior, a Tulahuén. Allí sacó sus últimas fotos, se dedicó a pintar, meditar, practicar yoga y escribir. También en ese pueblo aislado y tranquilo se murió, el 7 de febrero de 2012.