Año a año se editan muchos libros en español: sólo en Argentina, según la Cámara Argentina del Libro (CAL), se editaron, en 2012, 7 mil libros de literatura, así es que extrapolando a toda Hispanoamérica uno ya puede hacerse una idea. En esta vorágine, el editor, o la persona que elige los textos que van a publicarse, cobra importancia para determinar los criterios por los cuales un texto terminará convirtiéndose en libro. En esta selección puede haber riesgo o apuesta segura. Según ello será el tiraje, o la cantidad de ejemplares impresos, así es que no es de extrañar que las apuestas seguras conlleven un tiraje alto. También está el hecho de si el libro saldrá por una editorial artesanal, independiente o transnacional. En resumen, todas estas características definen el libro, más allá del texto y del autor.
Kurt Wolff fue editor de Franz Kafka, Max Brod, Carl Sternheim y George Trakl, entre muchos otros. En su libro Autores, libros, aventuras, expone algunos de sus criterios: “Uno edita o bien los libros que considera que la gente debería leer, o bien los libros que piensa que la gente quiere leer”, en una opción está el riesgo y en la otra, la apuesta segura; los editores que buscan lo primero se caracterizan por tener voluntad creativa e intentar “entusiasmar a los lectores con aquello que nos parece original, valioso desde el punto de vista poético, progresivo, sin importarnos si es fácil o difícil de entender”. Pero también este célebre editor estableció diferencias entre las editoriales que publican más de cien títulos al año y las que difícilmente llegan a esa cifra; para él, las primeras “nunca llegarán a ser la expresión personal e individual de un editor”. Pese a lo que se pudiera creer, Wolff tenía sentido comercial. En 1913 tomó contacto con el hijo de Paul Gauguin, que por ese entonces vivía en Noruega, y le preguntó si su padre habría dejado algún manuscrito póstumo; Pola Gauguin mandó Antes y después con veintinueve espléndidos dibujos originales de su padre; Wolff hizo una oferta por el manuscrito, pero al darse cuenta de que Pola quería los dibujos de vuelta, ofertó por el conjunto. Pero el sentido comercial puede convertirse en una tentación, al igual que reeditar obras de épocas pasadas: “En el centro de los deseos y esperanzas de todo editor siguen realmente presentes un ideal y un objetivo: ganarse –y conservar– a los mejores autores contemporáneos de su país y, de ser posible, también de otros países”.
Argentina. No sólo Kurt Wolff estableció criterios para la edición, sino que todo editor que se precie tiene los suyos, sus recetas bajo la manga. Alberto Díaz tiene más de 35 años de experiencia en el oficio, ha publicado obras de Antonio di Benedetto, Ricardo Piglia y Juan José Saer, entre muchos otros, y hoy se desempeña como director editorial de Emecé y responsable de Seix Barral y Destino, filiales de Editorial Planeta, una de las seis editoriales más grandes en el mundo. Hasta hace unos años, este conglomerado editorial tenía que cumplir con un presupuesto, sin límite de títulos, pero la crisis que aún vive España obligó a una reducción en la cantidad de títulos: “Pese a ello, la personalidad del sello no se pierde”. Para este editor, Planeta y sus sellos tienen un perfecto equilibrio entre libros que venden pero no son masivos y aquellos que venden mucho: entre los primeros, están los seminarios de Lacan y entre los segundos, las novelas de Rosa Montero, de Gioconda Belli y de Lucía Puenzo. Pero además, “intentamos siempre un marketing mix: que haya libros de buena venta y que también haya libros por su calidad o innovación que vayan a nichos de lectores más pequeños y más duros”.
La importancia de publicar autores argentinos para Emecé y otros sellos de Planeta resulta evidente. Alberto Díaz señala a modo de ejemplo el último libro de Fabián Casas y un libro con postales originales de Borges, hecho por el director de la Casa Victoria Ocampo. Sin embargo, el trabajo de edición en una transnacional no es nada fácil: Díaz maneja cinco sellos y le toca supervisar 15 libros al mes. Las cifras que entregó a principios de año la CAL, aparte de ser muy optimistas en relación con la situación de la industria del libro, se explican en que a finales del siglo pasado y comienzos de éste, primero, hubo un “estallido de la ficción, cuestión que hace muy difícil establecer una jerarquía, como se hacía en los 60 o 70”, pero junto a este estallido hubo una política hacia el libro muy interesante de parte del Estado argentino, que “está comprando libros. Por eso podemos decir que históricamente es un buen momento para el comercio del libro, quizás el mejor”.
México. Diego Rabasa es editor de Sexto Piso, un sello independiente mexicano que en poco más de diez años ha publicado más de doscientos títulos. Aparte de las traducciones, esta editorial se ha hecho conocida por tres jóvenes autores que ha publicado: Valeria Luiselli, Emiliano Monge y Daniel Saldaña París. Sexto Piso cuenta con distribución en toda Latinoamérica y con una filial en España. Los comienzos, en todo caso, fueron difíciles: “Montamos una estructura mínima (una persona trabajando desde el despacho de su suegro) y nos permitió comenzar a participar del mercado editorial más grande de nuestro idioma de manera local”. La expansión fuera de México se dio gracias al Fondo de Cultura Económica, que cuenta con filiales y librerías en casi toda Sudamérica: “Esto es una ventaja importante para los editores mexicanos que recién comienzan, contar con una dependencia de gobierno que tiene tentáculos ahí donde para uno sería imposible llegar”. Luego, todo se hizo más fácil, aunque se siguen encargando, por ejemplo, personalmente de todas las cadenas involucradas en la comercialización del libro.
En cuanto a la mirada editorial del libro, Rabasa reconoce que “todos los editores queremos que nuestros libros se vendan lo más posible. El punto clave, desde mi perspectiva, está en comenzar a pensar en cuándo se puede vender un libro”. Para él, es mucho más rentable y satisfactorio ser fiel al paladar literario que andar buscando un superventas; de este modo no se genera esa sensación de ambigüedad o desconcierto entre los lectores. Se puede ser consecuente con el gusto literario, pero aun así “el mundo de la edición tiene una particularidad increíble: es casi imposible anticipar si un libro tendrá o no éxito”. El hecho de que Sexto Piso sea una editorial pequeña o independiente, de esas que sacaban autores importantes, como las que comentaba Kurt Wolff, hoy no es garantía de nada, porque los tiempos han cambiado: “Efectivamente, las editoriales independientes siguen cargando con una responsabilidad de encontrar nuevos talentos, pero no creo que podamos llevar esto al absoluto wolffeano. Te pongo un ejemplo: uno de los libros más importantes acá el año pasado fue Canción de tumba, de Julián Herbert. Un autor encontrado por Random House Mondadori, una multinacional”. Pese a la distribución y a la filial en España, Diego Rabasa cree que aún sigue siendo muy difícil que los libros viajen: “En Argentina hay una política muy dura contra la importación de libros; en Chile hay IVA, lo que encarece mucho los libros; esto sin contar los costos de los fletes y el poco volumen comercial que es sujeto a desplazarse hace que paradójica y aberrantemente sea más fácil para un país sudamericano comerciar con España que con México”.
España. Constantino Bértolo es editor de Caballo de Troya –un sello que depende de Random House Mondadori–, que edita entre ocho y once títulos, entre los casi cuatrocientos originales que le llegan y que lee personalmente, porque no cuenta con un presupuesto para un comité de lectores. Por su experiencia, cree que la división editorial independiente / trasnacional está siendo cuestionada por, entre otras cosas, su propia editorial, que “paradójica o cínicamente se define como una editorial de perfil independiente dentro de un gran y multinacional grupo editorial”, aunque a la hora de ponerse riguroso aclara que más bien se trata de una editorial de bajo presupuesto, donde hay dinero para un empleado. Para Bértolo, la existencia de Caballo de Troya es una anomalía que responde a circunstancias singulares donde “el capital está dispuesto a ocupar toda clase de segmentos de mercado, siempre y cuando le resulte rentable o conveniente”. Recuerda que Jorge Herralde, el hasta hace poco dueño de Editorial Anagrama, le decía a modo de broma que él era “un editor consentido”, a lo que Bértolo prefiere verlo de otro modo, es decir “con-sentido”. Desde ese lugar, y a diferencia de lo que plantea Wolff al entender la edición como una expresión personal o individual, para él, el oficio es “la realización de una labor política en cuanto que trata de intervenir culturalmente en la mejora y vigilancia de esa salud semántica de la polis, tan maltrecha, al menos en España, en estos tiempos de crisis y desorientación ideológica”.
El trabajo de un editor, para Bértolo, es un “hacer público” en el doble entendimiento de la expresión: publicar un texto y construir público. Pero también el editor “es una especie de crítico con poder ejecutivo para determinar, al menos en principio, qué discursos son necesarios o convenientes para mantener o mejorar ‘la salud semántica’ de una sociedad”. En la práctica, esto se pone en evidencia con otros parámetros “más groseros” –rentabilidad, logística, marketing– que determinan en primera y última instancia el destino final de aquellas intenciones: “Dado que editar requiere una inversión económica, ya sea ésta grande, pequeña o mediana, es indudable que un editor no deja de ser un empleado al servicio del capital propio o ajeno”. Sin embargo, la llegada de las nuevas tecnologías digitales ha arrebatado a los editores esa función de mediador privilegiado entre lo privado y lo público, entre el capital y la semántica colectiva, porque la red aparece como un territorio de lo público “al cual, para acceder, no se requiere ni el capital ni la decisión de un editor”. Sea como sea, el editor es en la actualidad una situación social felizmente cuestionada. Y la diferencia que propone la edición independiente –como Sexto Piso en México, Estruendomudo en Perú o Mansalva en Argentina– es trabajar “en” el mercado y no “para” el mercado, con modelos de “producción cuasi precapitalistas”, donde encuentra su lugar “en aquellos territorios hoy residuales desde el punto de vista económico para la lógica neoliberal”.
Perú. “Editar libros en Perú es un deporte aventura”, señala Alvaro Lasso, editor del sello independiente peruano Estruendomudo. Este deporte incluye moverse por treinta librerías en un país de 30 millones de habitantes, esto “es hablar de una librería para un millón de personas”. Quizás esta realidad de uno en 30 millones es la que mejor define la particularidad del mercado peruano; en otras palabras, editar en Perú tiene que ver, felizmente, con soñar: “Acá hay harto loco soñando con publicar y harto loco que quiere publicar a estos locos”.
Locura o no, Estruendomudo ya ha publicado más de cien títulos, una parte importante de ellos escrita por autores jóvenes, como el peruano Sergio Galarza, el chileno Alvaro Bisama y los argentinos Washington Cucurto y Samanta Schewblin. Para Lasso, dirigir una editorial independiente es importante porque “casi todos los autores arrancan en editoriales independientes. Buenos o malos”. Estruendomudo cuenta con cinco colecciones, pero este editor destaca las series donde han publicado a autores latinoamericanos y la de traducciones: “Muchas cosas nos han guiado a construir nuestro catálogo, pero les seguimos la pista a festivales, ferias del libro, premios, lecturas empáticas, escritores cómplices, entre muchas otras instancias”. Las anécdotas en estos festivales y ferias sobran, pero hay dos que aún recuerda: “Con Cucurto tengo millones de anécdotas reales e imaginarias alrededor de la salsa (y no de la cumbia). Con Jorge Herralde, que publicó con nosotros Para Roberto Bolaño, hemos viajado en mototaxi camino a la playa de La Herradura, en Lima”.
Un editor (no) tiene memoria
*Constantino Bertolo
Cuando dirigía la editorial Debate, un escritor de cuyo nombre no quiero acordarme, y al que ya le había publicado sus dos primeras novelas, me presentó su nuevo original y, dentro del proceso de interlocución que entiendo forma parte del trabajo del editor, aceptó considerar y trabajar, a partir de algunas de las reservas o sugerencias que le comenté, dejando en claro que eran sugerencias y no imposiciones, por cuanto estaba dispuesto a editar aquella tercera novela en el estado narrativo en el que me la había presentado. Durante las semanas siguientes, seguimos dialogando de manera fluida y concordante sobre las correcciones que iba llevando a cabo.
Mi sorpresa fue total, cuando un 6 de enero leo en la prensa que el susodicho autor acababa de quedar finalista de un conocido y amañado premio literario, que conllevaba tanto una cantidad monetaria sustanciosa como la publicación y promoción de esa novela en la que habíamos estado trabajando. Esa misma mañana me llamó y, con cierto tono de mala conciencia, me presentó sus disculpas, explicándome que no debía sentirme engañado porque yo mismo tenía que comprender que le habían puesto delante, a través de una agente literaria, una oferta que no había podido rechazar y que si no me había dicho nada antes era porque le habían exigido guardar total reserva. Años más tarde, ganó otro premio, todavía más importante y más amañado, y me envió la novela ganadora con una amable dedicatoria en la que firmaba como “el buen ladrón”. La verdad es que guardo todavía esa novela porque no vaya a ser que algún día le den el Nobel, y ese ejemplar con tan singular dedicatoria se cotice al alza.
Cuento esto para señalar que las relaciones de autor y editor deben moverse en ese ámbito, en el de la buena educación y crianza, sin compromisos místicos de lealtad o fidelidad imposibles de exigir, porque esa relación es en definitiva una relación económica.