Pintura múltiple, el pequeño cuadro de Germaine Derbecq de 1969, está ubicado, estratégicamente, en el medio, justo al inicio, de la exposición que reúne las muestras de Magdalena Jitrik y Leila Tschopp. La que lo puso en ese lugar fue Florencia Qualina, la curadora de Vanguardia/Caballo de Troya/ América, los tres nombres de cada una de las partes que componen la exhibición en el Macba. De esta manera, Qualina da comienzo a dos narraciones, una in praesentia y la otra, como una ausencia, que merece ser repuesta. Esta última, aunque lateral, se advierte como recuperación de la artista francesa, que desde los años 50 vivió en Buenos Aires y fue la directora de la galería Lirolay, crítica de arte, pintora, además de la esposa de Pablo Curatella Manes, con quien se había casado en 1922.
Pero este rescate provisorio, esta inclusión deliberada de una pieza que forma parte de la colección de ese museo, no es sólo como homenaje y recordatorio de la exquisita Derbecq. La operación permite que Vanguardia, donde Jitrik y Tschopp se juntan, para luego separarse en los dos pisos sucesivos y descendentes, oficie como introducción a la materia. Casi como el momento “estado de la cuestión” que prologa toda investigación. Ya desde su título, Vanguardia refiere a, por lo menos, dos de los procesos en los que el arte en el siglo XX dio por terminada una etapa, de manera contundente, e hizo aparecer otra con una voluntad ex nihilo. Hablar de vanguardia, ya en el siglo XXI, es pensar en el museo, en sus tradiciones, en fin, en sus aporías. No estaremos más frente a una de ellas en el sentido literal. Asistiremos a sus jirones, sus descendencias, sus esquirlas. Sin embargo, esa manera de aprehenderla es, igualmente, verdadera y robusta. Por eso, Qualina, con esa primera sala, escribe un manifiesto que, con Borges, llamaríamos de Pierre Menard. Letra por letra, copiar el gesto es tan revolucionario como haberlo escrito por primera vez.
Con Caballo de Troya, Tschopp refiere a la trampa, el simulacro y, también, la adivinación. En el mito, la figura de Casandra es importante, ya que es quien preanuncia la emboscada pero nadie le cree. El hechizo de Apolo, escupirle la boca ante el rechazo de ésta, fue muy efectivo. Poder adivinar sin que sus palabras tuvieran algún sentido de verdad. Meter la pintura en vientre de la sala; transformarla en algo diferente para no ser aprisionada por una disciplina. Tambores o barriles de petróleo están colgados y pintados de los colores que la artista selecciona de una paleta de tonos bajos, apagados, se balancean entre la música y el dinero. Entre el arte y el contexto que sugiere que esos tanques remiten al precio del petróleo, a la lucha por el oro negro entre Occidente y Oriente. A su vez, las telas también están suspendidas y el conjunto se parece a una danza extraña, con algo de rito por el procedimiento al que somete a la pintura para que ella misma oficie de vestal o hechicera.
Casi como un museo, en sí mismo, es América de Jitrik. Un acervo de representaciones que tienen que ver con la fuerza de una lucha, una reivindicación, una minoría. Pinturas, cerámicas, objetos para revisar las imágenes anarquistas de la Federación Libertaria Argentina, de las minorías negras e indígenas a través de los retratos de los “panteras negras”, la bandera de los pueblos y referentes sioux, como también de APPO, la asamblea popular de los pueblos de Oaxaca. Pero lo más difícil y encantador que hace Jitrik es catalogar desde categorías estéticas que, si bien no pierden su sentido político, liberadas de esas contingencias resuelven el ideal estético. En ese hallazgo están unas pinturas sobre tablas de lavar de madera. Las piezas son exquisitas, como cuando se alcanza la síntesis perfecta. Aquí el objeto que remite al mundo del trabajo, de lo femenino, de la clase, es reintroducido al mundo del arte. Sin que pierda las huellas de lo primero, las hendiduras en la madera estarán allí para siempre, la palabra pintada es su liberación.