Ese domingo pasaba poca gente por la ruta y tal vez habíamos salido un poco más tarde que de costumbre. Nos tocaba un viaje lechero, como le decíamos cuando un vehículo te tiraba unos kilómetros y de allí tenías que agarrar otro y así hasta llegar a Paraná.
El primero nos dejó a la salida de Villaguay, en el parador El Lucero.
Cuando el camión traqueteó y se abrió hasta la banquina y corrimos unos metros hasta treparnos al estribo y preguntarle al chofer por la ventanilla abierta si iba hacia Paraná y el hombre dijo ¡suban! no pedimos más precisiones, nos bastó con eso. Llegaríamos lento porque el viejo camioncito cargado hasta la jeta no iba a más de 70 u 80 en las bajadas.
En la mitad del trayecto fue cuando el tipo dijo que no iba hasta Paraná, pero que nos dejaba cerca. Con mi amiga nos miramos. Pensamos: ¡qué pelotudo!, ¿ahora avisa?, no hay comedido que salga bien. Preguntamos cuánto era cerca y el hombre, diligente, creído de que nos hacía un favor enorme, nos dijo que a 60 kilómetros, en la entrada a Viale.
Conocíamos bien el sitio. Nos habíamos clavado más de una vez haciendo dedo en ese cruce de la ruta donde sólo aminoraban la velocidad los vehículos que entraban al pueblo. El resto pasaba raudamente, saetas, bólidos de los que apenas podíamos ver el tamaño y el color. A veces ni eso, a veces sólo un ventarrón que nos cortaba la nariz.
Ese cruce era una muerte y más en domingo.
Igual no quedaba otro remedio y seguimos. La conversación decayó enseguida, aunque el hombre nos buscara charla sentíamos que no le debíamos ni eso.
Llegamos y bajamos del camión. Lo vimos retomar el asfalto, doblar y alejarse despacio echando humo blanco. Estaba tuerto de una luz.
Mientras estábamos ahí, los ojos achinados sobre la ruta desierta, el sol empezaba a declinar, lenta, hasta poéticamente.
No sé cuánto tiempo estuvimos sin que pasara nadie. Pero de repente allá lejísimos vimos unas luces pálidas que empezaron a agrandarse. Era un coche y venía a una velocidad prudente. Nos vio, bajó a la banquina, nos esperó.
Siempre nos turnábamos para ir al lado del conductor. La que iba adelante estaba más obligada a la charla. Esta vez le tocaba a mi amiga. Subí atrás, dispuesta a despatarrarme, mirar por la ventanilla el campo, pensar en lo que tenía que hacer al día siguiente.
Estaba distraída en esas cosas, cuando una nota disonante en la voz de mi amiga, apenas más aguda que de costumbre, me hizo prestar atención. El aire, adentro del auto, se había vuelto eléctrico. Así como mi amiga había levantado levemente la voz, el tipo que conducía el auto, un hombre de unos sesenta años, la había suavizado. Algo no estaba bien. Me incorporé en el asiento y me metí en la charla, diciendo cualquier cosa. El tipo me miró por el espejo retrovisor y me dijo: callate, nena, que esto es con tu amiga, no con vos. La invitaba a salir, le decía que a él no le importaba que tuviese novio, que un hombre como él le iba a enseñar las cosas de la vida.
Afuera empezaba a oscurecer. Miré para todas partes buscando algo, no sabía qué.
Atrás, apoyada en la luneta del coche, estaba la escopeta. Nunca había tenido una ni sabía disparar. Pero la agarré y le apoyé la punta en el cogote. El tipo sacó despacito la mano que le había metido a mi amiga entre las piernas y se rio burlón.
Qué vas a tirar, dijo.
Pero bajó a la banquina y detuvo el coche.
¡Bájense, putas de mierda!, dijo; y salió arando.
Lejos, contra el cielo anochecido, vimos el logo de la Shell, luminoso.