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Jesucristo poeta: la particular visión de Jorge Luis Borges sobre el mesías del cristianismo

El gran escritor argentino solía contar que se había criado leyendo los Evangelios. En uno de sus diálogos con Osvaldo Ferrari destaca la maestría de Cristo para las metáforas. Aquí, un fragmento del encuentro 103.

Jorge Luís Borges y Jesús
Jorge Luís Borges y Jesús | Cedoc Perfil

Entre 1984 y 1985, Jorge Luis Borges aceptó hacer un programa radial junto a Osvaldo Ferrari, poeta, escritor y periodista, que en aquel entonces tenía 35 años. La única condición que Borges le puso a aquellos encuentros es que no debían tener plan, ni se acordaran los temas previamente. La intención era que la charla fluyera al aires a partir de un tema inicial propuesto por el anfitrión.

Así fueron pasando, a lo largo de los 118 diálogos, los temas más variados que le interesaron al autor de Ficciones y El aleph: los argentinos, la memoria, Spinoza, Conrad, Melville, Adolfo Bioy Casares, y tantos otros.

De ese programa que emitió Radio Municipal, se publicaron varias recopilaciones de aquellas charlas. De la edición de Seix Barral, que acaba de publicarse bajo el título Los diálogos. Edición definitiva, adelantamos el diálogo 103, en vísperas de navidad, dedicado a Jesucristo.

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Cómo fueron los primeros años de la religión cristiana

Osvaldo Ferrari: Nos hemos referido, antes, Borges, aunque siempre ocasionalmente, al catolicismo y al protestantismo; pero no hemos hablado de su manera de ver a la figura que está en el origen de ellos, la figura de Cristo.
Jorge Luis Borges: Yo diría, ya Renan lo dijo mucho mejor que yo, que, si Cristo no es la encarnación humana de Dios —lo cual parece sumamente inverosímil—, fue de algún modo el hombre más extraordinario que recuerda la historia. Ahora, no sé si se ha observado, que Cristo es, entre tantas otras cosas, un estilo literario. Usted lee Paradise Lost, Paradise Regained (El Paraíso perdido; El Paraíso recobrado) de Milton, y, como dijo Pope, están el Padre y el Hijo debatiendo como escolásticos; sin embargo, el estilo de Cristo es un estilo extraordinario. Pensemos que durante siglos, los escritores han buscado metáforas; más recientemente, básteme recordar… y, a Lugones, a Góngora, y podríamos mencionar a tantos otros. Pero nadie ha encontrado imágenes tan extraordinarias como las de Cristo; imágenes que al cabo de dos mil años siguen siendo asombrosas. Por ejemplo, «Arrojar perlas a los puercos»; ¿cómo pudo llegar a esa frase?. En la mayoría de las frases, uno piensa, bueno, se ha llegado a ellas mediante variaciones; pero arrojar perlas a los puercos, es una imagen que sigue siendo extraordinaria, y que no puede clasificarse, y es ilógica. O, si no, por ejemplo, para condenar los ritos funerarios, a que tan aficionadas son, bueno, las empresas de pompas fúnebres, secundadas por las iglesias; aquello de «Dejad que los muertos entierren a sus muertos». Eso lo hace terrible, y además sugiere una explicación fantástica. O si no «Que el que no tenga culpa, arroje la primera piedra».

Es válido para siempre.
Ahora, eso debería justificar lo que dijo el místico inglés William Blake; se había pensado siempre que la salvación era un proceso ético, y eso fue fomentado, demagógicamente, digamos, por el mismo Cristo, cuando dijo «Benditos los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos», es decir, él insistía en la conducta. Pero, luego viene el místico sueco Swedenborg; Swedenborg dijo que la salvación tenía que ser intelectual también, e inventa aquella espléndida parábola de un hombre que quiere entrar en el cielo. Entonces, se despoja de todo, vive en la tebaida, o en su tebaida, renuncia a todos los placeres sensuales, intelectuales y estéticos; vive virtuosamente, se martiriza, y, efectivamente, llega al cielo, ya que no hay razón alguna para rechazarlo. Pero, cuando llega al cielo, se encuentra en un mundo mucho más complejo que éste; ya que según Swedenborg, en el cielo hay más formas, más colores, y, desde luego, mucha más inteligencia que aquí; y el pobre hombre, que es sólo un santo, tiene que asistir a los diálogos de los ángeles, que según el libro De coelo et inferno de Emanuel Swedenborg, discuten de teología; no entiende absolutamente nada, ya que no ha educado su inteligencia, y siente que de algún modo está excluido del cielo. Entonces, las autoridades, digamos, se dan cuenta de eso, y dicen «qué podemos hacer con él: en el cielo está perdido, ya que no puede participar de los diálogos angélicos; enviarlo al infierno, entre los demonios, sería evidentemente injusto». Entonces, llegan a esta melancólica solución: le permiten proyectar, en el otro mundo, una imagen de su tebaida; y ahí ese hombre está, en este momento, solo, ve ese desierto ilusorio que él necesita, sigue mortificándose y rezando; pero mortificándose y rezando ya sin esperanza, porque sabe que no puede aspirar al cielo.

Borges y Jesucristo
Los diálogos, de Jorge Luis Borges y Osvaldo Ferrari

Ah, pero qué curioso.
Un destino terrible. Bueno, pues bien, después llega Blake, y Blake dice que la salvación del hombre tiene que ser no sólo ética, como se desprende de la enseñanza de Cristo, no sólo intelectual, como se desprende de la enseñanza de Swedenborg; él dice directamente: «The fool shall not enter heaven be he ever so holy» (Por santo que sea, el imbécil no llegará al cielo; o el tonto no llegará al cielo). Y en otra sentencia del «Marriage of heaven and hell» (Matrimonio del cielo y del infierno), dice: «Put off holyness and put on intellect», es decir, despójese de la santidad y sea inteligente (ríen ambos). Ahora, según Blake, hubo también una enseñanza estética de parte de Cristo; esa enseñanza era, ante todo, una enseñanza literaria, y eso está dado por las parábolas de Cristo, que son piezas literarias; piezas que no han sido imitadas. Yo pensé, días pasados —voy a confiarle este proyecto mío, quizás usted pueda ejecutarlo, yo ciertamente no puedo—; vendría a ser la máxima ambición para un escritor —los escritores suelen ser muy ambiciosos—, algo mucho más ambicioso que escribir, bueno, la obra deliberadamente oscura de Góngora, o ese bastante injustificable laberinto, The Finnegan’s wake (El velorio de Finnegan), de Joyce; sería ésta: sería escribir un quinto Evangelio. Ese quinto Evangelio podría predicar una ética que no fuera la de los otros Evangelios. Pero, lo más difícil no sería eso; lo más difícil sería inventar nuevas parábolas, dichas a la manera de Cristo, y que no estuvieran en los otros cuatro Evangelios.

Prolongar de alguna manera…
Ahora, quizá, para no usar otra similitud, convendría repetir algunos de los otros Evangelios, y hasta podrían buscarse pequeñas variantes. Si un escritor lograra hacer eso, sería algo mucho más extraordinario que el Así habló Zaratustra, de Nietzsche; ya que vendría a ser, bueno, habría que crear obras de arte, habría que arriesgadas metáforas, no menos extraordinarias que las que se predicaron en Galilea. Sería un libro, un escritor tendría que dedicar buena parte de su vida a la meditación, y luego a la redacción del libro. Y ese Evangelio podría tener unas treinta páginas, y sería uno de los libros más extraordinarios. Y si ese libro tuviera suerte, irían imprimiéndolo junto con los Evangelios del Nuevo Testamento, y llegarían a ser parte del canon también. Pero, es un proyecto muy ambicioso, y usted, Ferrari, pueda quizá ser —yo, desde luego, soy un hombre viejo, muy cansado—; pero entreveo esa hermosa posibilidad literaria, más hermosa que la posibilidad de hacer libros con metáforas nuevas, porque esas metáforas tendrían que ser parábolas, enseñanzas, que no desmerecieran de las ya inmortales y famosas del Nuevo Testamento.

(…)

un nuevo, un quinto Evangelio sería una linda tarea, y eso no tendría por qué discrepar de los cuatro anteriores; podría a veces coincidir con ellos, en otras discrepar, para mayor agrado, para mayor sorpresa, para mayor verosimilitud del texto. Ahora, qué raro, por ejemplo, que la fe cristiana condene el suicidio. Sin embargo, si los Evangelios tienen sentido, la muerte de Cristo fue voluntaria; porque si no fue voluntaria, ¿qué sacrificio es ése?

Podríamos pensar lo mismo de la muerte de Sócrates.
Sí, pero en el caso de Sócrates yo no creo que él dijera que moría por la humanidad, pero en el caso de Cristo sí. Y si él moría, moría libremente. Ahora, hay un poema anglosajón, del siglo IX, que se titula «El sueño de la cruz»; y el sueño de la cruz, Cristo, que aparece no como el doliente Cristo de las telas de El Greco, sino como un joven héroe germánico, llega voluntariamente a la cruz; trepa a la cruz, porque quiere salvar a los hombres, y cuando se habla de él, se dice: «Ese joven héroe, que era Dios todopoderoso». Es decir, hay la idea de un sacrificio gozoso y voluntario; no de una pasión sufrida, de un Cristo, bueno, doliente como el de las telas de El Greco; no, el joven héroe que se hace clavar en la cruz o que trepa a ella. Y he leído en alguna nota sobre ese poema, «El sueño de la cruz», que hay ilustraciones medievales, en que se ve la cruz ya erigida, ya de pie; y Cristo que sube por una escalera, como indicando que lo hace deliberadamente. Es decir, todo lo contrario, bueno, lo contrario del Gólgota, de los azotes…

Borges y Jesucristo
Jesús predicando


Por eso le decía que hay algo parecido en la aceptación de la cruz por Cristo y de la cicuta por Sócrates.
Es cierto, sí.

En la actitud de aceptar.
Y, desde luego, parece que son las dos muertes más recordadas de la historia, ¿no?

Probablemente, claro. Ahora…
La conversada muerte de Sócrates, y la muerte de Cristo, que está un poco asombrado de su destino, ya que su parte humana dice: «Señor, Señor, por qué me has abandonado». Pero luego, le dice al ladrón: «Esta noche estarás conmigo en el Paraíso»; y el ladrón acepta aquello. Yo he escrito un poema, bueno, tantos han escrito poemas sobre Cristo y sobre el ladrón que desde la cruz vecina acepta que Cristo es Dios.

(…)

yo me he criado oyendo los Evangelios… creo que son los libros más extraordinarios del mundo, ¿eh?; los cuatro Evangelios. Y el último ya tiene un carácter distinto, un carácter, así, intelectual, ¿no?, cuando habla del Verbo, por ejemplo.

Ahora, la ética de Cristo y la ética de Sócrates… en Cristo se trata de una ética religiosa y en Sócrates de una ética profana; sin embargo, yo diría que coinciden en lo fundamental: en el ideal del hombre justo.
Sí, pero en su concepto del mundo no. Bueno, y es natural que sea así, claro, porque supongo que Cristo sería un judío… y, quizá bastante ignorante; y Sócrates vivió en ese intenso ambiente intelectual, quizá no igualado nunca, de Grecia. Digo, Sócrates, según parece, pudo conversar con Pitágoras, con Zenón de Elea, y con Platón; que, según Bernard Shaw, lo inventó. En cambio, Cristo, bueno, con los discípulos. Ahora, Nietzsche dijo que la religión cristiana era una religión de esclavos; y Gibbon dijo de un modo indirecto, y quizá más eficaz, lo mismo, cuando dijo: «Debe maravillarnos que Dios, que hubiera podido revelar la verdad a los filósofos, la reveló a unos pescadores ignorantes en Galilea». Que viene a ser lo mismo, ¿no?, viene a ser la misma idea, pero, dicha de un modo, bueno, más cortés y más insidioso.

«El espíritu sopla donde quiere».
Sí, es el espíritu que sopla donde quiere, sí. En ese caso, sopló por, bueno, por esos pobres hombres.

cp