Probablemente muchos recordarán el comienzo de la contratapa de Ema, la cautiva, de César Aira (Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1981), escrita y firmada por él mismo. No obstante, siempre se la puede volver a citar: “Ameno lector: Hay que ser pringlense y pertenecer al Comité del Significante para saber que una contratapa es una ‘tapa en contra’. Sin ir más lejos, yo lo sé. Pero por alguna razón me veo frívolamente obligado a contarte cómo se me ocurrió esta historiola”. ¿Es cierto que una contratapa es una tapa en contra? No lo sé (“No lo sé”, no como una forma elegante de decir que no, sino que realmente no lo sé). Hay días en que me gustaría que todos los libros sean como los de Les Editions de Minuit, que, salvo muy rara excepción, no tienen ningún texto de contratapa (ni datos de autor ni ningún otro paratexto). Pero a veces también pienso que se esconde allí un exceso de sacralidad, como si el libro tuviera que permanecer puro, ajeno a toda la mugre comercial (pensando en contra de Minuit, se podría sugerir que si escribir una contratapa es hacer una concesión al mercado, publicar un libro lo es aún mucho más). Tampoco sé por qué leo contratapas. No lo sé, pero lo hago. A veces leo la contratapa después de haber leído el libro, otras cuando voy por la mitad, de vez en cuando antes de empezarlo. Es lo que hice con Mi abandono, novela de Peter Rock (Ediciones Godot, Buenos Aires, 2019, traducción de Micaela Ortelli). De repente me encuentro con este párrafo: “Una novela que habla sobre el vínculo entre padre e hija, los modelos de aprendizaje, las libertades personales y el choque con el Estado”. Hay algo en ese párrafo que me hizo ruido. ¿Qué? Tampoco lo sé. Tal vez que me haya parecido demasiado alejado de la literatura (las “libertades personales”, a las que bien podríamos llamar “libertades individuales”), demasiado sociológico (el choque con el Estado), demasiado cercano a la jerga de los agentes literarios, que permanentemente venden sus productos (los libros y sus autores) suponiendo, como en los prospectos de las muestras gratis de los remedios que no dejan lugar a duda sobre los efectos del fármaco en cuestión, que se puede saber de qué habla una novela. ¿De qué hablan Ulises, de Joyce, o En busca del tiempo perdido, de Proust? ¿De un día en la vida en Dublín? ¿De un tipo que tiene insomnio? A esta altura no creo que tenga la menor importancia de qué trata una novela.
Sometido a esos pensamientos, leí Mi abandono, y me encontré con una novela excepcional, que claramente retoma los tópicos de la contratapa (dicho de otro modo: que hace sistema con otros libros de ensayo de Ediciones Godot, como los de Thoreau) pero que va mucho más lejos, hasta desembocar en una gran reflexión literaria sobre la frontera, sobre los puntos de pasaje, sobre el borde, sobre lo que hay más allá y más acá, formulada siempre bajo el modo de la lengua como un conjunto de contraseñas. La lengua del padre es la de la marca de los preceptos para no ser descubiertos. La lengua de la hija amplía ese horizonte casi con naturalidad. La lengua se vuelve urbana cuando acontece el descubrimiento. Hasta la propia camisa se convierte en un sistema de signos que permite que los descubran. En la página 125 la niña hace una pregunta decisiva: “¿Adentro o afuera?” Mi abandono es la novela de esa ambivalencia radical.