Alan, Nora y Claudia, entre otros jóvenes, a la tardecita se acercan de a uno, precavidos, puños en los bolsillos, a la escalinata del edificio de Viamonte 1881. A menos de cien metros, en la vereda de enfrente, el Batallón 601, el centro neurálgico del Terrorismo de Estado que orquestó la matanza más sangrienta y vil. De jóvenes como ellos, Pauls, Domínguez y Kozak. “¿Van a los cursos de la señora?” preguntaba uno de los miles de infiltrados en porterías y pasillos de universidades y colegios. La señora era Josefina Ludmer y vivía en el 5 A con Ricardo Piglia. La “señora profesora” que horas antes comentaba tranquila libros de última moda a “las señoras bien” de Barrio Norte. Y luego, frenética, a estos grupos de ávidos jóvenes, a media luz, hasta que aparecía Piglia con el pollito de la rotisería. La China abría la valija con textos prohibidos, fotocopiados de forma artesanal en universidades norteamericanas, y ofrendaba herramientas fundamentales en el modo de leer un país. Argentina, ese relato para operar. En Democracia.
Pensamientos de Bajtín, Foucault, Derrida, Lacan y Bourdieu considerados subversivos, condena de muerte a sus lectores, clasificados en operativos claros emanados de la siniestra esquina de Callao. Los cursistas clandestinos de Ludmer mientras alrededor de una mesa redonda, aprendiendo, compartiendo y debatiendo con ellos, ideas y sueños que fundarían institutos y carreras enteras a partir de 1984. Nacidas muchas en La Universidad de las Catacumbas que pesquisa María Eugenia Villalonga en el libro editado por Eudeba, enfocada en Filosofía y Letras de la UBA, si bien con ramificaciones que explican la marea de talleres literarios y lectura autogestivos que nunca pasan de moda. Eso tan nuestro de estudiar lo que uno quiere y con quién quiere. Hubo un tren subterráneo en plena matanza del proceso que salvó la cultura y la educación argentina. Y que sigue vibrando bajo nuestros pies e imaginación.
“Fue tremenda la experiencia de los alumnos de la transición ya que tenían delante a gente que parecía hablaba en arameo. Y que tenían una cantidad de supuestos que no sabíamos de dónde salían. Los que sobrevivimos a eso quisimos reconstruir qué había pasado”, confiesa. La investigadora ingresó a la carrera con las marcas de la prima Elena Massat, que sufrió la tierra arrasada de Letras después de 1976, y quien había cursado, o escuchado, sobre los cursos de Josefina Ludmer, Beatriz Sarlo, Eduardo Romano y Beatriz Lavandera. Que se pasaban en santo y seña en el vigilado circuito intelectual de bares y librerías además de las aulas del Profesorado Joaquín V. González y la Universidad del Salvador. Libreros como Luis Gusmán que daría el dato a Alan Pauls de Ludmer; futuro escritor quien a su vez invitó al profesor del Liceo, Jorge Panesi. O Enrique Pezzoni enviando a un joven Daniel Link con Sarlo. Si aceptamos la denominación de Universidad de las Catacumbas, bien podemos hablar de que existió entonces un Campus Clandestino que iba desde Constitución, la cúpula que se llovía de los cursos de Sarlo, al Colegio San Pablo en Pacheco de Melo al 2300 de la lingüística avanzada de Beatriz Lavandera, hacia la casa de Santiago Kovadloff en Zapiola y Arredondo. Túneles de vidas, saberes y resistencias moleculares que respiraba en grietas resistiendo a la masacre humana y el vaciamiento del conocimiento. Y que se había tendido insospechadamente casi traspuesto bajo la red genocida que iba desde el Atlético de Paseo Colón a la ESMA de Núñez, apuntando al Olimpo de Floresta.
El boom de la enseñanza clandestina. En la investigación virada a la ensayística, Villalonga encuentra al menos dieciséis clases particulares en las sombras. Con programas que iban desde la literatura argentina a la filosofía, pasando por la economía, el sicoanálisis y el análisis del discurso, en su listado de este boom de enseñanza parainstitucional aparecen además de los ya nombrados, Nicolás Rosa, Juan José Sebreli, Ricardo Piglia, Susana Zanetti, Raúl Sciarreta, Armando Sercovich, Alberto Marchilli, León Rozitchner, Jorge Schvarzer, Alfredo Llanos y Leandro Gutiérrez. Aunque, los mismos implicados, aseguran que pudieron existir más por la regla similar al Club de la Pelea: nadie habla de dónde pelea. Además, no había mucho para pensar en integrar alguno de estos secretos encuentros formativos extracurriculares, cuando “no se podía leer nada ni se podía hablar de nada. No se trata sólo de hablar de asuntos políticos, sino también sexuales, afectivos, territoriales”, aclara Link para los olvidadizos de qué significa vivir en dictadura.
Eran cursos pagos, a veces “costosos” como los de Ludmer, duraban un cuatrimestre, clases de dos horas, grupos reducidos y materiales de lectura provistos por los docentes. Ninguna manera de buscar un apunte de formalistas rusos en la fotocopiadora. Y los más exigentes tomaban examen, el caso de Lavandera, si bien la mayoría impuso la evaluación en forma de escritura, una modalidad que trasladaron en sus cátedras, porque según Villalonga, “varios alumnos que cursaban Letras no sabían escribir”.
Un fenómeno exclusivo porteño aunque reconocía algunos antecedentes luego de La Noche de los Bastones Largos. Adolfo Prieto y Ramón Alcalde –ex esposo de Ludmer– dictaron cursos parauniversitarios, de donde salieron Marietta Gargatagli y María Teresa Gramuglio en los 60, en palabras de Analía Gerbaudo. Otros fueron motorizados por Ana María Barrenechea, durante el onganiato, quien en casas particulares convocó entre los alumnos o docentes a Sarlo, Romano, Jorge Lafforgue y Panesi. Barrenechea también promocionaría discreta las clases clandestinas en los 70. Solo sabían de grupos intelectuales similares ocultos en la Polonia y Checoslovaquia bajo la férula soviética.
Ricardo Piglia: una vida en tercera persona
La épica de las Catacumbas. Un terreno inexplorado, o al menos fuera de los tradicionales vínculos docente-alumno, rescata Kovadloff como legado de sus cursos de estética y sociología del arte en Colegiales. “Fue mi mejor experiencia de educación por el diálogo. No había ninguna subordinación estéril. Era una transmisión horizontal entre un profesor y los alumnos, quienes nos elegían directamente fuera de la currícula. De hecho yo entablé con estos alumnos un vínculo de amistad que considero casi de fraternidad”, cierra el escritor que enseñó a María Negroni y David Oubiña. Y que debió abandonarlos cuando Eduardo Galeano, su editor en la revista Crisis, y quien le enviaba conocidos como Carlos Domínguez a sus clases, le advirtió en clave cuándo los militares censuraron un artículo suyo. “Está todo bien” llamó Galeano en 1981. Y Kovadloff supo que debía exiliarse.
El mismo Kovadloff estampó el término de “Cultura de catacumbas” en una nota del diario Clarín en 1982: “remite a los primeros cristianos que en tiempos de Nerón no solamente preservaban sus vidas sino sus ritos y creencias. Era la nuestra una forma clandestina de defender la libertad de pensamiento, combinada a las convicciones democráticas. Y unida a una fe, la fe en la República y la Constitución”, aclara. Con el paso del tiempo llegaría la denominación de Universidad de las Catacumbas, resistido por docentes como Sarlo: “ninguna universidad, no había una idea de sistematicidad”, o Ludmer: “catacumba era una palabra que no entraba en nuestro vocabulario. Nosotros hacíamos una cosa anti-sistema”. Sin embargo, fueron los mismos alumnos de estos cursos que terminaron oficializándolo, en cuanto allí adquirían el rigor académico ausente en las aulas universitarias desmanteladas y controladas. Asimismo, Villalonga que no reniega del mote “épico” aunque prefiere “Cursos parainstitucionales”, apunta que esta definición “de universidad de catacumbas, sistematizadora de una experiencia educativa-política autogestiva” funcionaría además en los que percibían estos espacios como ámbitos de formación de cuadros políticos y académicos, algo que finalmente ocurrió de acuerdo a la investigadora.
“En estos cursos pergeñaron un plan, no del todo claro al principio, de tomar las cátedras e impulsar un cambio radical en las formación de los intelectuales que cambiara la Argentina”, asegura Villalonga. Refrendado por Link, críticamente, “Íbamos a cambiar la universidad y la educación (cosa que sucedió) e íbamos a cambiar el mundo (cosa que no sucedió)”.
Llegó el correo, Beatriz. Tan ineludibles se transformaron las Catacumbas que sus aportes distinguen a la academia argentina con Nora Domínguez en estudios de género; o Jorge Panesi en narratología, profesor que valora más sus cursos informales con Ludmer y Lavandera que la Universidad de París. Link analiza, “No es una pedagogía lo que funcionaba como diferencial. En esos cursos se podía hablar, se podía leer cualquier cosa, se podía discutir. No importaba la evaluación. Pero no podría decir que mi formación en el Profesorado del Joaquín V. González, o en la UBA, después, cuando era ya docente (por ejemplo, con Elvira Arnoux) no hayan contribuido decisivamente en mi formación. Lo que aportaban los cursos era un horizonte que en otra parte no existía. Hablábamos de teatro, de cine, comentábamos lo que no circulaba”, conviene el crítico, quien nunca afrontó problemas para circular con apuntes de Raymond Williams o la Escuela de Frankfurt, como tampoco los otros consultados. Kozak, con matices, cuenta que “ciertamente nos cuidábamos mucho y en general, en la calle, siempre estábamos alertas. Por ahí, antes de entrar, si parecía que había alguien sospechoso mirando desde enfrente daba la vuelta manzana”, recordando la actual doctora en Letras que iba a en simultáneo a un taller literario de Liliana Heker.
Un aspecto que recuerda la inquisición incómoda que la misma Sarlo introduce en el texto de Villalonga. “Si caracterizás –a la dictadura– como un régimen fascista, no te podés explicar el Joaquín V. González –de donde Pezzoni, un intelectual siempre corrido, que venía del ortodoxo Grupo Sur, empujaba a Jorge Warley, Link, Carlos Mangone y Delfina Muschietti a tomar los innovadores y fuera de ley cursos particulares– Si lo caracterizás como un régimen autoritario-totalitario, sí, porque no cubre todo como un régimen fascista”, enfatizando el punto de vista de que no fueron absolutamente yermos los años de plomo, como lo demuestran las exposiciones de Alberto Heredia de 1977, o las funciones de Teatro Abierto desde 1981. O la Universidad de las Catacumbas. “La única condición para quedarnos que pusimos con Carlos Altamirano era seguir produciendo”, refuerza Sarlo, quien recibía material sobre los novísimos estudios culturales, en su casilla de correo, remitidos puntuales desde México. La intelectual asegura que se fue formando, al igual que otros docentes citados en el libro de Eudeba, a medida que daba las clases clandestinas en las oficinas de Punto de Vista, en Callao y Juncal, o la Sociedad Central de Arquitectos de Montevideo.
Sos mi influencia. Cuando el escritor y profesor Juan Aguilar de la novela “La canción del pobre Juan” (1988) de Blas Matamoro visita el cuasi Mujica Láinez de Lolo, a su regreso superado el obligado exilio, destierro que también sufrió Matamoro por la censura y quema a su “Olimpo” en 1976, revela un modo de leer novedoso de la sociedad y la literatura. Matamoro, uno de los intelectuales más respetados de su generación, fundador junto a Néstor Perlongher y Manuel Puig del Frente de Liberación Homosexual en 1971, conformaba el universo liberal de Boris Spivacow y era recibido en el Centro Editor de América Latina por Beatriz Sarlo. Como si fuera parte de esa camada de docentes clandestinos, Matamoro pone en boca de Lolo, ante las críticas de Aguilar a las clases dominantes, y el genocidio resultante en los 70, “es verdad, pero no se le puede negar un mérito: inventó el cuento primordial. En toda sociedad hay una clase que pone la primera piedra en el vacío. Hay que llenar el hueco con una leyenda, pues historia todavía no hay. Nuestras leyendas las inventaron los míos. Tal vez se confundieron con la historia real”. Aguilar retruca, con una mirada semiológica y política, “lo malo es que no hubo más leyendas”. Mitos y narraciones que Sarlo en la pregunta del “qué nos pasó”, yendo al siglo XIX, recupera para la actualidad, tanto en los primeros tiempos de la revista Punto de Vista, como en el seminal Ensayos Argentinos. De Sarmiento a la vanguardia de 1983, publicado por Boris. Años después saldría el ahora canónico El género gauchesco. Un tratado sobre la patria, de Ludmer. En las dedicatorias de la China se lee, “agradezco a mis estudiantes, los de los grupos privados de la dictadura y los de la universidad argentina en la democracia: son ellos los que me llevaron a querer pensar la patria”. Y en sus límites, comenta Kozak, “Josefina tenía una visión muy clara respecto de qué leer y cómo leer, respecto de cómo había objetos no leídos (así los llamaba, “los no leídos”) que resultaban iluminadores de lo no dicho de una época. Ella prestaba atención a los no leídos en términos de literatura, por ejemplo, autores olvidados en la historiografía literaria. En mi caso, esa mirada viró hacia objetos literarios fronterizos”, cierra la pionera especialista en literatura digital.
En Deslindes. Ensayos sobre la literatura y sus límites en el siglo XX, hoy considerado un clásico de los estudios literarios, “el arte y la palabra artística se nos han tornado inciertos –escribía Kozak en 2006–. No estamos del todo seguros dónde se encuentran o por qué deberíamos tomarnos la molestia de encontrarlos. Aún así, la incertidumbre nos guía la mirada; tal vez porque en definitiva sabemos que vale la pena”, al igual que pensaba Emilio Renzi en Respiración artificial (1980) de Ricardo Piglia. No casualmente a Kozak prologa Daniel Link, ensayista y docente Untref que titula un libro Cómo leer en 2003.
Leer a contrapelo. “Los cursos introdujeron efectivamente nuevos modos de leer”, sostiene Kozak, profesora titular en Ciencias Sociales UBA, ”cambiaron completamente la manera de leer y pensar la literatura. El “desembarco” de las nuevas cátedras –de la gran mayoría de los participantes de la Universidad de las Catacumbas– permitió pensar la literatura a partir de problemas, desnaturalizar los saberes adquiridos y leer desde allí la realidad”, señala. Una movida modernizadora, después de los programas “que venían de 1955” en Letras Modernas, que no estuvo exenta de resistencias. No del cuerpo docente, renovado casi al momento que David Viñas, Sarlo, Pezzoni y Ludmer pusieron un pie en Marcelo T. de Alvear, sino de los mismos alumnos de Letras, que sintieron un cimbronazo “en arameo”, difícil de asimilar. Así empezaron a denostar sotto voce a estos “iluminados de las catacumbas”, en la síntesis de hace unos años de Jorge Fondebrider, “Hubo además, un cambio en los planes de estudio (1984) y a mí me tocó cursar las últimas materias –que ya no eran correlativas– con gente que acababa de entrar a la Facultad, pero que sabía todo sobre los formalistas rusos. A diferencia de los que éramos un poco más viejos, no habían leído un solo texto de los autores que habían sido objeto de la crítica de Tinianov o Bajtín”. Una tirantez que el libro de Villalonga no elude, “la literatura había cedido a la teoría literaria” decía Fondebrider en Santa Fe en 2016, aunque matizada con las comparaciones. Que no resisten. Imaginemos que durante los militares, la jefa de trabajos prácticos dictaba Literatura Inglesa sin conocer el idioma ni los autores. A quien bien conocía era al poderoso Monseñor Derisi, el tío, quien dijo en 1979 que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos era innecesaria y afectaba la “soberanía nacional”.
Hinde Pomeraniec, Matilde Sánchez, Horacio Tarcus, Gabriela Saidón, Fabián Lebenglik, Graciela Montaldo, Marcos Mayer, Sergio Chejfec, Andrés Di Tella y una lista que parece el salón de los ilustres de la cultura en estos cuarenta años. Pero lejos de un gesto de bronce, Link refuerza que “fue allí donde aprendimos a leer el presente, el presente”, subraya. Y con un plan que sintetizó Josefina Ludmer el 20 de agosto de 1985 en el auditorio de la exMaternidad Pardo, momento que la Universidad de las Catacumbas paría a la Universidad, a secas, compartiendo sus experiencias y enseñanzas, mostrando cómo intervenir en el presente a contrapelo, sin cancelaciones, “los modos de leer son cambiantes, históricos, se enfrentan entre sí; y nosotros apostamos a los cambios en los modos de leer, a descongelarlos, a que cambien en una sociedad, que se lea de otro modo y, por lo tanto, se produzca a lo mejor un cambio de la literatura, porque los modos de leer producen también literatura” Y sociedades democráticas.