Elatado, con el compromiso cotidiano del quehacer digital corroyendo el encuentro clandestino del aire y de la tierra, me apresuro a comprobar, en el leer sinuoso de la covida, los signos de infecundidad del naufragio. Digo: supuro melancolía, sí; acaso por instantes abrojada a los vaivenes de mi versión beligerante. ¿Nos damos cuenta y simplemente seguimos? ¿O seguimos justamente porque no nos damos cuenta? La carga oscura que también en la belleza de la verdad florece y nos aleja, tal vez apenas un poco, de la brisa que espabila. Me rehúso a pisar el hormiguero. No siempre lo consigo.
En los playones informativos las muertes que fabrica la peste planetaria se propagan como reguero de pólvora, edulcoradas éstas con artificios plastificados por la estadística. Números que alimentados también por la expresión quimiométrica reparten paladas de certezas incomprobables.
Días atrás me comuniqué con Guillermo para ponernos al corriente. Es mi amigo de juventud, de universidad, de farra; mi amigo que ya no veo porque desde hace más de una década enraizó en Bolonia. Quería que me contara cómo está la cosa allá; eso le dije, pero para ser franco solo quería decirle cómo me siento yo estando acá. Tal vez arrimar la voz y dejarla ahí, suspendida al abrigo del consuelo. No reparó en la artimaña, simplemente descargó: Todo normal, o casi. Me tiene cansado esta pandemia y cómo la resuelven los gobiernos, el italiano a la cabeza, cómo acatan los ciudadanos sin decir ni mu. Como si la gente ya no muriera de otra cosa que no sea de coronavirus. ¿Acaso ya no se muere de cáncer, de infarto?
Asentí.
Ayer sábado volví sobre aquello que maceró junto a mis cavilaciones durante casi una semana. Lo mastiqué de otra manera. Reparé en los cadáveres apilados que nutren los baldíos suburbanos. Carne molida con los instrumentos que la ciencia moderna manufactura con el propósito de parir a escala industrial índices, curvas, barras, tablas, mesetas, pirámides. El sujeto como apéndice exánime del pastel infográfico.
En 2013 visité París por última vez. Y volví, sin proponérmelo, a dar con el Arco del Triunfo donde reposa la Tumba al soldado desconocido. No tomé fotos –el sol ungido de lava teñía la escena con perlitas flash de intensidad vaporosa-, tampoco notas, el cemento había devorado mis piernas. El monumento erigido para expresar, con guiños de epigrafía funeraria, la carencia del ser.
Hoy, un siglo después de la creación del mausoleo, la ciencia ha logrado acelerar procesos que someten a la especie al tránsito estremecedor de la codificación representada en disposiciones binarias para ofrecernos como alimento al ritual de la cancelación humana que el monitor algorítmico oficia.
Dante tiene 10 años y ostenta una fascinación lisérgica por la tecnología. Asegura que más adelante obtendrá un título en ingeniería robótica. Como sea, hace poco le obsequié un celular deshojado, inservible para mis necesidades. En conexión con el aparato él descubre elementos que yo no había registrado. Como Siri, un bot parlante que se las ingenia para vestirse de fiel amigo sabelotodo. Me espanta escuchar al crío dialogar con el espécimen de voz latosa. ¿Siri, qué hora es? es la pregunta más recurrente. A veces fuerza el asunto: ¿Qué es el universo, Siri? No intervengo, todo aquello me angustia, y pienso que por los patrones de la estadística Dante puede llegar a despertar algún día en el siglo XXII. ¡Qué horror! Pero el susto se adormece cuando mi oído devora un nuevo interrogante del niño que descoloca: Siri, ¿alguna vez viste un atardecer? La voz que habita en los almacenes de la microelectrónica solo alcanza a responder: Creo que no te entiendo. Entonces recupero el aliento. A cada instante up, down, y así.