Así puedo abrazarlos a todos”, dijo Monzón la tarde del 24 de octubre de 1970. Eran tan pocos los que fueron a despedirlo que, efectivamente, pudo abrazarlos uno por uno. La empresa organizadora pagó cuatro pasajes, los de Carlos Monzón, Amílcar Brusa, José Menno –sparring y colaborador fundamental en todo ese proceso– y Juan Carlos Lectoure. El preparador físico, Russo Seibane, se pagó el suyo, lo mismo que Juan Alberto Aranda, boxeador profesional que, de paso, iba a intentar una campaña en Europa.
Por una bolsa de 15 mil dólares, más mil de publicidad en la bata y el pantalón, Carlos peleó con Nino Benvenuti por el campeonato mundial.
Emile Bruneau era un hombre de unos 60 años largos, presidente de la Asociación Mundial de Boxeo. Fue él quien le dio su palabra a Lectoure de que se iban a cumplir los reglamentos y que Monzón, como número uno del ranking, iba a tener su oportunidad. Cuando parecía que todo iba a ser un hecho, se volvió a mencionar a Emile Griffith para una cuarta pelea con Benvenuti. Sin embargo, en la convención de la Asociación Mundial de Boxeo, efectuada en Salt Lake City, en el estado norteamericano de Utah, Lectoure logró el respaldo definitivo para Monzón.
Terminaba 1969 y ya había comenzado a sentar sus bases el Consejo Mundial de Boxeo, con sede en México. Para ese organismo, el número uno del ranking, y por ende también retador obligatorio, era Emile Griffith. “Cuando tuvieron que elegir –recordó Lectoure– seguramente se quedaron con el menos conocido, el más fácil de ganar”.
“¡Ahora no peleás más!”, fue la frase de Lectoure cuando se reunieron los tres en sus oficinas del Luna Park.
—¿Y de qué quiere que viva, Tito? –le preguntó Monzón–. ¿Por qué no voy a pelear más, justo ahora?
—Ahora corrés el riesgo de que te metan un cabezazo y te corten la cara, o te emboquen con una piña y se vaya todo al carajo. La pelea va a ser en noviembre y de ahora en más vos solamente tenés que pensar en Benvenuti.
—Sí, está bien eso, pero…
—Brusa, ¿cuánto necesita Monzón por mes para vivir tranquilo y sin apuros?
—Y… Unos 80 mil mensuales, Tito.
—Bueno, entonces a partir del 1º de agosto yo te voy a dar 80 mil pesos por mes, para que no tengas preocupaciones. No es ningún regalo, ¿eh? Es un préstamo, para que vos te entrenes a fondo, todos los días, porque a Benvenuti le ganás, pero tenés que estar en la mejor forma de toda tu carrera.
Cuando se acercaba la fecha, Lectoure llegó a la conclusión de que había llegado el momento de hacer una última prueba, una “pelea despedida”, un test en serio pero que tampoco fuera demasiado peligroso, pero que sirviera para que Monzón también pudiera probar toda su potencia con un rival y no con un sparring. La pelea se hizo el 19 de septiembre en el Luna Park y Monzón le ganó sin problemas por nocaut en el cuarto round a Charley Austin, que venía con un récord de 37 ganadas, 36 perdidas y 7 empates.
A la salida del estadio, el poco público que había asistido se iba haciendo casi la misma pregunta: “¿Y éste así quiere ganarle a Benvenuti?”.
Uno de los temas que preocupaba al equipo era que Monzón venía arrastrando un problema en las manos y necesitaba ser infiltrado. Para eso había que ubicar a un médico de confianza, hacerlo con el tiempo justo antes de subir al ring y que no se diera cuenta nadie. “Lo traigo al médico del club y listo, es de confianza”, les prometió el Toto Lorenzo, que en ese momento era entrenador de la Lazio.
Faltando unas horas para la pelea, el médico de la Lazio se negó a inyectar la novocaína: “Tiene las manos podridas”. Esa misma mañana, en el pesaje realizado en el teatro Cambra Iovinelli, Benvenuti trató de hacerse el gracioso y le metió una mano en la nalga a Monzón, quien giró, clavándole amenazadoramente la vista, dispuesto a pegarle.
La cosa terminó ahí. Y lo primero que hizo Monzón fue tomarse un termo entero de caldo de gallina, una costumbre que ya llevaba varios años. “Siempre se lo hacía y era casi como una cábala –nos contó Pelusa–, creo que esa vez se lo hizo la esposa del Toto, la verdad es que no sé cómo podía tomar eso tan lleno de grasa. Era asqueroso…”.
Pero ahora llegaba el momento de la pelea, y los médicos no aparecían. Llovía en Roma. El auto que debía llevar al equipo rumbo al estadio estaba esperando en la puerta. Se fueron cambiando en el mismo hotel, el Sporting, para no perder tiempo, cuando llegaran los médicos. El tiempo fue pasando y llegó el momento de dejar las habitaciones y tomar el auto… sin la novocaína en las manos.
Fue allí cuando llegó el Toto, corriendo, junto con dos médicos argentinos (ninguna crónica registró los nombres) y cada uno se ocupó de una mano. De un botiquín, Lorenzo sacó todo lo necesario y en menos de diez minutos terminaron la obra y así salieron todos rumbo al lobby, con Monzón vestido totalmente de boxeador. Una sola preocupación rondaba algunas cabezas. “El efecto dura una hora –dijo uno de los médicos–. Esperemos que la pelea empiece un buen rato antes”.
Faltaban tres cuartos de hora aproximadamente para que empezara la pelea, por lo que a Monzón le quedarían unos 6 rounds de los 15 para pelear sin dolores ni molestias. Algo era algo.
Llegaron con el tiempo justo como para los últimos preparativos. Alfredo Capece se dedicó a darle golpes a la pared medianera entre los dos camarines. Luego salió al pasillo y cuando unos periodistas le preguntaron a qué se debía el estruendo, Capece respondió con tono indiferente: “Nada, es Monzón que está practicando algunos golpes para entrar en calor…”.
La pelea, celebrada en el Palazzetto dello Sport el sábado 7 de noviembre, ante unos 16 mil espectadores, fue en el terreno que marcó Monzón desde el primer asalto: le ganó la iniciativa a Benvenuti, no lo dejó bailotear y desde el comienzo impuso condiciones. En uno de los primeros amarres, le pegó en el mentón alzando el hombro. Benvenuti confesó años después: “Me di cuenta de que Monzón no había subido a boxear, sino a pelear”.
Si el boxeo es, ante todo, un duelo de voluntades, Monzón impuso la suya en todo momento. Sus largos brazos, su izquierda en punta y la derecha combinada en directo iban a ser sus claves de la victoria, pero lo que no se podía ver, aunque sí percibir, era su determinación: subió a ganar de cualquier manera, sintiendo que Benvenuti era algo más que un rival, era un enemigo. “Siempre sentí que mis rivales eran tipos que venían a robarles el pan a mis hijos”, fue una de sus frases. Y así peleó esa noche, empujado por los años de pobreza, por los años de espera y, seguramente, por una cuota de furia interior que le costaba manejar también fuera del ring.
La pelea terminó, oficialmente, a los dos minutos del décimo segundo round cuando, con un tremendo directo de derecha a la cabeza, Monzón noqueó a Benvenuti.
“Ese hombre está muerto”, le gritó Brusa a Monzón cuando empezaba el décimo segundo round. Y, obediente, Monzón salió a terminar con la faena. Lo llevó de rincón a rincón con la izquierda en punta y, cuando Nino apoyó su espalda en la esquina, ¡zas!, vino la derecha y, como a un títere al que le cortan los hilos, Benvenuti se desplomó en la lona. Hasta que vino el festejo, el abrazo, los brazos en alto, la alegría de la victoria, Monzón, contra todos los pronósticos, era el nuevo campeón mundial de los medianos.
Jamás olvidaré una frase que me dijo, un tiempo después, cuando lo entrevisté para El Gráfico, en su departamento de Díaz Vélez y Gascón, en el barrio de Almagro. Fue a propósito de un aniversario de su victoria en Roma. La frase fue muy simple: “Esa noche, si podía, a Benvenuti lo mataba”.