El maestro Roberto Fontanarrosa describió como pocos el fútbol más puro, el que se juega en los potreros, en los clubes de forma interna, en la calle, en el medio de nuestra facultad. En definitiva, ha interpretado muy bien el amateurismo, que es la mejor manera de desarrollar este deporte. Una de sus maravillas escritas es Viejo con árbol. Fabuloso cuento que en su título mismo describe al protagonista, su posición y la mirada que puede llegar a tener de lo que observa. El tipo mira fútbol sin aditivos, el más natural. Y termina indignado por una cuestión que toma como propia pero que en principio le era ajena, porque, en definitiva, el tipo se apasiona.
La siguiente historia es sobre un apasionado y, también, sobre un árbol. O bien un par de árboles.
A mediados de los 90, un hombre quería comerse el mundo. No quería conquistar el pequeño sitio donde vivía. El Pelado se planteaba colonizar el mundo. Era entrenador en el club de su vida, en el que ya había sido hincha, jugador, preparador físico y dirigente, todo a la vez. Estudió, puso su mente en funcionamiento y el ensayo constante, a prueba y error, hizo el resto. Corría el año 94 y el equipo que él mismo se encargó de formar revolucionaba el campeonato liguero. Jóvenes de 20 años les ganaban a consagrados, cotizados y algunos otros favorecidos por la prensa. Tanto ganaron que llegaron a la final del campeonato. Llegaron como pudieron porque todo les costaba el doble. Heridos, despedazados en mil partes. Siempre el escudo como bandera y un entrenador que daba la vida por ellos.
Para peor, y como se preveía, el partido determinante se jugaría contra el rival más exigente. Los que venían de ser campeones y mantenían la base se habían reforzado y tenían todo el dinero del mundo para comprar comodidades. Los del Pelado no gozaban de confort ni favores. Quedó claro a los 10 minutos, cuando el DT protestó un fallo y el árbitro lo expulsó de la cancha, sin contemplaciones. Bramando, cruzó todo el terreno y, mientras insultaba como el viejo del cuento de Fontanarrosa, se le vino a la cabeza esa imagen. El árbol.
¿Dónde iba a ver el partido en un estadio sin tribunas ni cabinas para los periodistas, ni vestuarios bien ubicados? Entre su gente, sí, pero ¿sobre qué plataforma? El árbol. Trepado. Abrazado a una rama. Dio la vuelta hasta que se cansó y saltó el tejido. Pasó detrás de uno de los arcos y arengó a los muchachos de la hinchada. Dos lo siguieron y, cuando intentó trepar el tronco, unieron sus manos y le improvisaron unos escalones humanos. El Pelado puso primero la izquierda, luego la derecha y, con un brazo estirado, apoyó la palma de la mano en la cabeza de uno de sus amigos. Con la otra, se agarró al árbol para llegar lo más alto posible.
Desde ese lugar, en medio de la parcialidad visitante, vio el resto del juego. Se desgargantó dando indicaciones, ya liberado, fuera del corralito que encierra a los integrantes del banco de suplentes, tuvo rienda suelta para decir lo que quería al juez. El duelo terminó empatado porque el árbitro siguió haciendo de las suyas. Puso la cancha en un plano inclinado que favorecía al anfitrión. A pesar de este condicionante, los pibes del Pelado se la bancaron como en toda la temporada. Por esto el técnico permaneció entre las ramas, con una sonrisa gigante, hipnotizado por la satisfacción. Tildado. Cuando bajó la vista, no quedaba casi nadie. Se preocupó mucho porque estaba a cuatro metros del suelo y sin voz para pedir auxilio. Se abrazó al tronco, se deslizó. Salió tan raspado como los once que lo habían defendido dentro del campo y debió correr como ellos para alcanzar a los rezagados que volvían a la sede del club.
Pasó una semana y, obviamente, el sistema de la Liga no cambió. El juez que dirigió la revancha perjudicó tanto al equipo del Pelado que ya no lo expulsó a él sino que tomó como víctimas a tres de sus futbolistas y, entonces, la vuelta olímpica fue ajena.
Pasaron los años y el dolor continuó, pero la energía creció. Así, el calvo revolucionario se potenció y encontró la forma de ganar y ser cada vez más fuerte. Agrandó su confianza y su cuerpo técnico. Ya con preparador físico y asistente, pudo sumar a un espía. Mucho había cambiado para el tan mentado año 2000. La información salía por los poros y a él no podía faltarle. Entonces buscó la forma de infiltrar a su compañero en los entrenamientos de los futuros rivales. Su físico diminuto lo ayudaba a escabullirse. Oculto, jugando a las escondidas, Súper Hijitus veía, anotaba y llevaba el bosquejo a su jefe. El apodo lo describía perfectamente. Pequeño, astuto y con poderes mágicos.
Su tarea era impecable, hasta que… un día caluroso de octubre su moral cayó de las nubes al piso. Literalmente. Se vino a pique. Súper Hijitus no encontraba un sitio que albergara su tarea de espionaje en el bravo barrio Granaderos a Caballo. La respuesta fue emular a su mentor. Hizo lo que el Pelado había hecho unos años antes. Trepó a un árbol. Sonrió confiado y acomodó la espalda para luego pisar firmemente y hacer su trabajo. Nombres, flechas, gestos y más apuntes se dibujaban sobre su cuaderno. Fue tal la satisfacción que empezó a pesarle, y la rama que lo sostenía empezó a doblarse. Se dobló y se rompió. Y Súper Hijitus cayó. Cayó y fue descubierto. Fue descubierto, rodeado y apaleado. Terminó en el hospital con los ojos hinchados, algunos huesos rotos y moretones por todas partes. Tal como le había sucedido al Gordo Bombo en el mismo barrio, después de un polémico triunfo del equipo del Pelado.
Tras una semana en la cama, Súper Hijitus decidió dejar de espiar rivales. Se fue a su casa y ya no anotó movimientos tácticos ni jugadas preparadas de los oponentes. Se puso un kiosco; en las hojas del cuaderno que le quedaron sin usar hoy se desgrana la lista de precios que cambia de forma brusca mientras la inflación va y viene cada mañana. Sus familiares lo ayudan, y le cuidan el boliche en la tarde.
El tiempo, implacable, siguió corriendo. El Pelado anda en botines por la vida. Sólo se los saca para subir y bajar de los aviones en los que viaja sufriendo rumbo a los destinos que el fútbol profesional le pone por delante. Mientras tanto, cada verano vuelve a su lugar en el mundo. Se queda en su casa paterna y se sienta a la mesa para celebrar las fiestas. Durante esa última semana de cada diciembre, mantiene una costumbre inalterable. Se encuentra con un viejo amigo. Por las tardes, Súper Hijitus se pone las zapatillas y pasa por la casa del Pelado que lo espera con el auto encendido y la puerta delantera abierta. Juntos recorren las plazas de la ciudad hasta que encuentran un puñado de pibes que corren atrás de la pelota y ellos dos se refugian a ver nuevos talentos, cubiertos por la sombra de un árbol.