Hay años que son simbólicos, que representan más que una marca en un calendario. El ’45, por ejemplo, es sinónimo de peronismo. Hablar del ’86 es hablar del Diego. Ahí está el ’76, como un símbolo del terror. Independiente también tiene el suyo: 1983. Ese fue un año que parecía guionado: campeón del Metro, último partido contra un Racing descendido, y el inicio de un ciclo que siguió con la Libertadores y la Intercontinental.
Hay una generación de hinchas que nació ese año, rodeado de gloria, que heredó eso que alguien definió como orgullo nacional: “Cuando vos apenas caminabas, Independiente estaba dando la vuelta en Japón”. Pero, claro, pasaron treinta años de aquel maravilloso ’83, y esos niños que crecieron entre relatos de hazañas y gestas épicas ahora son adultos que deben enfrentar un descenso que acecha a la vuelta de Alsina y Bochini.
Tres regalos. Si un hincha de Independiente puede sentir orgullo por haber nacido en un año emblemático para el club, que la fecha exacta sea el 22 de diciembre de 1983 es una señal del destino. Paula Keblaitis, la hija del vicepresidente del club, es una de esas elegidas: su vida empezó aquella jornada memorable que para media Avellaneda es una fecha patria. Rojo campeón, Racing a la B, primera hija. “Ese día mi papá tuvo tres regalos”, sintetiza Paula.
Su vínculo con Independiente arrancó cuando era niña, en su casa, rodeada de viejas revistas El Gráfico, diarios amarillentos y objetos de colección. Es que Claudio, su padre, es historiador del club, y hasta publicó la trilogía Alma roja, que recorre con obsesión por el detalle los años del amateurismo. Después, claro, entró en escena la Doble Visera. Keblaitis, el rastreador de datos, el futuro dirigente, cada vez que el Rojo jugaba de local llevaba a Paula y a su otra hija, Layla, cinco años menor.
La identidad que Paula heredó por genética se fortaleció con la campaña del ’94, un equipo que brilló, con grandes jugadores y un técnico que los aprovechó. Es notable, pero el entrenador que armó ese equipo, que además del Clausura ganó la Supercopa, era Miguel Brindisi.
Paula Keblaitis confiesa que el fútbol le cambia el ánimo, que una derrota un domingo la sufre toda la semana. Y que la posibilidad concreta de descender la pone mal, aunque no la sorprende. “El tema ya lo venía procesando –explica–. Cuando se fue el Tolo Gallego, ya me empecé a hacer a la idea de que la situación era irreversible, que Independiente es un enfermo terminal.” El orgullo, de todos modos, está intacto; la pasión, también. Ni un descenso podrá empañar aquella imagen de un padre caminando con sus hijas por la calle Alsina con el Rojo en el ADN.
Familia roja. Mariano Borgognone es otro de los afortunados de la generación del ’83. Su historia representa un catálogo de Independiente: nació y vive en Avellaneda, en una familia toda del Rojo, y es socio desde los 9 años. Va a la cancha siempre con su padre, sus hermanos y un par de tíos, siempre en la popular debajo de la Cordero. Para Mariano, el Libertadores de América es el lugar de la sobremesa.
Retoma el discurso familiar para recitar que el Rojo del ’83, el de su año, fue “el último gran equipo”. “Mi papá siempre me contó que el único dilema era cuántos goles hacíamos”, dice con nostalgia por esos años que no recuerda. Para Mariano, el mejor equipo que le tocó ver fue el de Menotti del ’96, que aunque no ganó ningún título exhibió ese fútbol que durante años caracterizó al club.
Esta tarde, Mariano va a estar con su familia en las mismas plateas que ocuparon durante toda la temporada. “Pensar en el descenso me da melancolía, tristeza –explica–. Es cierto, no es un velorio, no murió nadie, pero tiene que ver con la identidad, con el barrio. Porque el fútbol es eso: identidad, cultura.”
Federico Pérez es de Avellaneda, hijo y nieto de hinchas del Rojo. No va a la cancha seguido, pero se enferma frente a la tele. Veía venir este momento después de la Sudamericana. “La paso mal, el lunes no dormí”, dice. Y agrega: “Este es un punto de inflexión, me dieron ganas de participar en el club, me ofrecí para colaborar en el departamento de cultura”.
La segunda dama de la generación del ’83 es Deborah Solla. A diferencia del resto, es la única hincha del Rojo de su familia. Por eso, pasó mucho tiempo para que empezara a fatigar canchas. Recién en 2006 pisó por primera vez el estadio. Y no paró más. Los viajes de Boulogne a Avellaneda fueron parte de su rutina. Gracias al Rojo, hasta consiguió pareja: “Fue en la cancha de Banfield, un partido que perdimos por goleada –recuerda–. Nos conocimos en la popular y empezamos a salir. Estuvimos tres años de novios”.
A pesar de que no lo vivió, Deborah respeta el concepto ’83: “Me resisto a pensar que el paladar negro es historia –señala–. Hoy, antes de venir, miraba videos de los 80 y me puse a llorar. Me emociona ver ese fútbol. Y pese a que ahora estemos al borde de descender, me resisto a entregar las banderas del buen juego, porque nosotros nacimos con esa identidad, y lo mejor que podemos hacer es respetarla”.