DOMINGO
LIBRO

¿Dónde está Emanuela?

El misterio de la desaparecida de la Santa Sede.

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El periodista Ricardo Canaletti saca a la luz crímenes que, a lo largo de los siglos, la Iglesia católica habría querido que permanecieran ocultos o se olvidasen. Aquí un fragmento sobre la desaparición, en 1983, de la joven Emanuela Orlandi. | juan salatino

Las fotografías pasan una y otra vez delante de los ojos, por días, por meses, por años. Ella está siempre allí, con su cabello castaño, sus ojos marrones y su carita linda, su vincha y su mú­sica. Qué culpa tiene de esta fastidiosa fama. Qué culpa tiene de permanecer inalterable durante treinta y seis años o vaya uno a saber por cuántos más, estampada en esas pocas fotos de ado­lescencia cuidadas como oro, inauditamente eternas. Qué culpa tiene ella de no estar, aquí y ahora, para ser abrazada, besada, para solamente estar, sin otra pretensión, para vivir como los demás en lugar de permanecer encerrada en la falsa juventud de esas afligidas fotografías que inmortalizan lo que ya no es. Po­drían constituir bellos recuerdos de tiempos pasados si no fuese porque ya no hubo otros tiempos siguientes, solo una larga e ininterrumpida espera desde el 22 de junio de 1983, un miércoles de verano en Roma, aún con luz, a eso de las siete de la tarde. Ese día Emanuela Orlandi, de quince años, hacía su actividad cotidiana. Era una ciudadana vaticana, una de las pocas personas laicas que vivían en la Ciudad del Vaticano. Era la cuarta entre sus hermanos, Natalia, Pietro, Federica y María Cristina. Su padre, Ercole, de cincuenta y un años, era un empleado de la Prefectura de la Casa Pontificia, encargado de ordenar y distri­buir personalmente la correspondencia del papa Juan Pablo II. Obviamente era invitado a ceremonias y actos religiosos. Era una persona físicamente cercana al papa y a su entorno, pero no cumplía un papel importante o delicado en la estructura ecle­siástica. La mamá de Emanuela, María Pezzano, era ama de casa. No se trataba de una familia rica ni nada por el estilo, porque en la casa no entraba mucho dinero, y eran muchos para mantener. Ella iba al Liceo Scientifico Vittorio Emanuele II y estudiaba música en la escuela Tommaso Ludovico da Victoria, enfrente del Palazzo Madama, es decir, la sede del Senado italiano, en la plaza Sant’Apollinare, cerca de la Basílica del mismo nombre, muy cerca a su vez de Piazza Navona, una de las más conocidas y visitadas de Roma. La escuela de música estaba vinculada al Pontificio Instituto de Música Sacra (Emanuela estudiaba piano y flauta traversa y formaba parte del coro de la Iglesia Sant’Ana que se encuentra dentro de la Ciudad del Vaticano). En el liceo de Vittorio Emanuele II no le había ido muy bien en su segundo año. Debía dar latín y francés en septiembre, en una especie de recuperatorio. Tenía un ocho en conducta. Ese desgraciado 22 de junio, cuando salió del liceo, fue a la clase de música en el insti­tuto. Por lo común, tomaba el colectivo para llegar. Después de dos paradas, bajaba a unos metros de la escuela. No se sabe si ese día Emanuela llegó en colectivo o a pie, como sostienen algunos testigos, quienes dijeron haberla visto venir desde una dirección distinta con relación a la parada del colectivo. ¿Es que acaso estuvo en otro lado? El trecho a pie no es corto; tendría ganas de caminar, tal vez. Un vigilante de la ciudad o policía munici­pal, Alfredo Sambuco, y un policía, Bruno Bosco, recordaron haber visto a una jovencita —que respondía a la descripción de Emanuela— hablando con un tipo que conducía un automóvil último modelo, marca BMW, color verde metalizado, cerca de Palazzo Madama a eso de las tres de la tarde. ¿Era Emanuela? El tipo le estaba mostrando a la chica un catálogo de productos de cosmética. Había estacionado su automóvil en una zona pro­hibida. El vigilante lo vio bien porque se aceró para decirle que debía mover el auto de ese lugar. Cuando el tipo lo hizo, escuchó que le proponía a la muchacha verse más tarde. Si era Emanuela, ¿cómo conoció a ese hombre? ¿Él la paró en la calle, así como así? Ella, según su familia, jamás habría hablado con un extra­ño, y mucho menos subido al automóvil de un desconocido. Aunque siempre hay seductores que parecen hechiceros. En fin. Especulaciones. Lo cierto es que ese día ella llegó tarde a la clase de música, como dijo una de sus compañeras, Raffaella Monzi, quien hasta precisó el retraso: diez minutos, y lo recuerda por­que el profesor preguntó por Emanuela. A su amiga le pareció extraño, porque ella llegaba siempre con puntualidad. Durante un recreo, Emanuela llamó por teléfono a su casa; quería hablar con su mamá, pero ella no estaba, y en cambio lo hizo con su hermana mayor, Federica. Le dijo que un tipo le había ofrecido un pago de 375.000 liras por distribuir volantes con propagan­da sobre los productos cosméticos Avon durante un desfile de modas. Esa cifra era el equivalente a un sueldo bajo, pero para ella era un montón de plata. El dinero era desproporcionado para un trabajo como ese, y a Federica le pareció que se trataba de un engaño, por lo que le aconsejó que no le diera bolilla. De todas maneras, le dijo que a la noche lo hablarían con su mamá. Emanuela, que estaba entusiasmada, le comentó a su hermana, para convencerla, que si tenía que ir a una cita por este asunto le iba a pedir a alguno de sus padres que la acompañara. Después se supo que Avon no tenía empleados o ejecutivos varones, y que tampoco programaba ese tipo de actividad publicitaria. Todo parecía una trampa, y la chica de quince años, lo suficientemente inexperta como para encandilarse y caer en ella. ¿Quién era ese tipo del BMW? Otra vez en clase, Emanuela le pidió al profesor de canto coral salir diez minutos antes, y él se lo concedió. A la salida de la escuela, Maria Grazia Casini, una conocida de Emanuela pero no amiga, y Raffaella se encontraron otra vez con Emanuela, es decir que durante esos diez minutos no se ha­bía ido a ningún lugar alejado, sino que se había quedado en las inmediaciones. ¿Por qué salió antes? ¿Se tenía que encontrar con alguien, debía llamar a alguien? Estaban en la parada del autobús 70 en Corso del Rinascimento. Emanuela aprovechó para decirle a Raffaella sobre ese trabajo de volantear publicidad de Avon por semejante paga y le pidió consejo. También Raffaella le dijo que era demasiada plata y que eso la hacía dudar, que era extraño, pero en definitiva, si tenía ganas de hacerlo.…Las chicas la sa­ludaron y se fueron. Mientras esto sucedía, vieron a alguien que fue al encuentro de Emanuela. Según Maria Grazia, se trataba de una muchacha de cabellos oscuros, rizados y cortos, de unos quince años, más baja que Emanuela. A lo mejor, pensó, era otra compañera de la escuela de música que ella no conocía. A partir de este momento, alrededor de las siete y media de la tarde, con luz del día todavía, nadie más volvería a ver a Emanuela Orlandi. 

Al anochecer, Emanuela no llegó a su casa, y tampoco más tarde. Su familia se desesperaba cada vez más a medida que pa­saban las horas, hasta que su padre, Ercole, no aguantó la espe­ra y fue a hacer la denuncia. La policía trató de tranquilizarlo diciéndole que era una chica joven, que ya iba a volver. Quién no cometió alguna travesura en su juventud. Ya va a volver, le dijeron. Esta pasividad no conformó a los padres, al contrario. Ellos pensaban que si no llegaba y ni siquiera llamaba, debía de haberle pasado algo. Ya era bien entrada la noche cuando Ercole llamó a sor Dolores, la directora de la escuela de música, y le contó de la desaparición de Emanuela. Dolores comenzó a llamar a cada una de las compañeras de la chica. Raffaella le contó que la habían visto a la salida de la clase y que una chica de cabellos oscuros y rulos fue a su encuentro; que ella creía que se trataba de Laura Casagrande, otra alumna del mismo colegio de música, pero Laura negó haberse encontrado con Emanue­la. Desde ese mismo día, Raffaella comenzó a recibir llamadas y mensajes amenazantes que la atemorizaron de tal forma que decidió no ir más al colegio. Como suele suceder en estos casos, los investigadores estaban convencidos de que las compañeras de la escuela de música sabían más de lo que decían y que, sea por pudor o por amenazas, no colaboraban con la investigación. ¿Qué podían saber de una chica que casi a toda hora del día es­taba en su casa o tomando clases? No parecía ser Emanuela una muchacha con secretos. 

En los casos de desaparición hay un momento, de duración variable, en el cual surge el interrogante de si se está en presen­cia de una situación voluntaria o forzada. Por lo que se sabía de Emanuela, no era una chica de dejar todo e irse, ni por un novio, ni por un amante ni por plata. Si se fue con alguno, podía ser con esa joven de pelo enrulado a la que no se pudo reconocer, o pudo ser con ese tramposo que le ofreció cientos de miles de liras por tirar volantes; todo parecía indicar que la burlaron y que bien pudo creer de buena fe en sus circunstanciales conocidos, hasta que se dio cuenta de que estaba perdida. Era una explica­ción lógica para una chica común, de su educación, que en ese momento de su vida no buscaba otra cosa más que cumplir con sus obligaciones. Como iba a llegar tarde a su casa, ya les iba a explicar a sus padres el porqué de la tardanza, que seguramente tendría que ver con esas 375.000 liras. ¿Era Emanuela una chica crédula? A los quince años… De todas formas, hay otra pre­gunta que conviene adelantar. Suponiendo que a Emanuela la engañaron, ¿por qué a ella y no a Raffaella o a Maria Grazia o a cualquiera de sus compañeras? ¿Tenía que ver con el hecho de que ella era una de las pocas personas en el mundo que tenían ciudadanía vaticana o, también, un padre que le llevaba la co­rrespondencia al papa? Si nada de todo esto estaba relacionado con la desaparición de Emanuela, quedaba la cuestión de que se hubiera tratado de un delito común cometido por delincuentes comunes que, por lo general, dejan infinidad de huellas. Pero ninguna pista en casi cuarenta años es demasiado hasta para el más despierto de los delincuentes ocasionales y para el más lelo de los policías. Esto llevaba otra vez al asunto del engaño. Nadie vio ninguna violencia en un lugar tan concurrido como el Corso del Rinascimento, donde se encuentra el Senado, en una ciudad llena de turistas, además. El padre repetía que Emanuela era una chica muy seria, que no se iría con cualquiera. Por supuesto. Si no hubo violencia en la calle donde la vieron por última vez, con policías y transeúntes, podía pensarse que la violencia vino después, en otro lado. ¡Pero hechos, no palabras! Y los hechos son que al entrar y al salir de la escuela de música se encontró con desconocidos, primero un hombre con una propuesta alo­cada y después una muchacha que la saludó como si la conociera de toda la vida, aunque sus amigas dijeron no saber quién era. Las horas pasaban. La policía esperaba que volviera y las horas pasaban. En la mente de la familia surgieron los peores pensa­mientos. El día siguiente la familia decidió publicar un suelto para que saliese el día 24 en el diario Il Tempo y el día 25 en Il Messaggero y en Paese Sera. A una columna y con los títulos: “Desaparecida una chica de 15 años” y “¿Quién ha visto a Ema­nuela?”. 

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El texto de Il Tempo decía: “Se llama Emanuela Orlandi, tiene 15 años y hace más de 36 horas que no hay noticias de ella. Emanuela tiene 1,60 de altura, cabellos largos negros, lleva un jean y una camiseta de mangas cortas blanca. Fue vista por última vez el martes a la tarde delante del Senado esperando en la parada del autobús de la línea 70. Cualquiera que la hubiese encontrado y tenga información puede llamar al número 6984982”. En Il Messaggero se hablaba de que fue vista por última vez el 22 de junio a las 19:15. Que tenía los cabellos largos, lisos y castaños oscuros, como sus ojos, y que llevaba un estuche con su flauta. 

A esta altura, si la policía seguía esperando que la chica apareciese, era porque tenía la cabeza dura. Había un par de hechos que no se podían discutir: uno era que un vigilante urbano y un policía habían visto a un hombre con Emanuela. ¿Cómo era? De un metro setenta y cinco, alrededor de treinta y cinco años, flaco, esbelto, camino a quedarse calvo por sus pro­nunciadas entradas sobre todo del lado izquierdo, donde tenía una raya que dividía su cabello. Después se hizo un identikit y un carabinero tuvo la impresión que el dibujo se parecía a En­rico de Pedis, alias “Renatino”, el jefe de una de las bandas más peligrosas de Roma, la Magliana. Pero ni se preocuparon por seguir esta pista, porque la información que corría en los am­bientes policiales era que Renatino se había fugado al exterior. Jamás pensaron que podía estar de regreso. Tampoco podían reunir el secuestro de una muchacha -que para ellos, aunque no lo dijeran, era un caso más en una ciudad que conocía, y muy bien, del secuestro y homicidio de jovencitas- con un mafioso que andaba en “cosas más grandes” que engañar a una chica con la venta de productos de cosmética. Por otra parte, a De Pedis no le gustaban las nenas. ¿Para qué lo haría? Nunca se guiaron por evidencia, sino por lo que a ellos les parecía po­sible o no. Un pensamiento básico y mágico. No tuvieron una mentalidad muy abierta que digamos, pues aunque era cierto que De Pedis no buscaba satisfacción en adolescentes que en­contrara por la calle camino a la escuela, jamás pensaron que la chica podía ser un medio para otro fin, teniendo en cuenta que Ercole Orlandi era cercano al papa. En consecuencia, la policía no indagó sobre De Pedis más que nada por prejuicio, porque ellos se las sabían todas, que por el posible parecido con el hombre que estuvo con Emanuela. Cruzar algunos datos sobre el mafioso habría sido un comienzo, sea para continuar o para abandonar la pista. Pero no hicieron nada (…).

El domingo 3 de julio, ante cuarenta mil personas reunidas por la celebración de Ángelus, el papa hizo una directa apelación a los responsables de la desaparición de Emanuela Orlandi invi­tándolos a liberarla. De esta manera, por primera vez se sostuvo, y nada menos que por medio del papa, la posibilidad del se­cuestro, mientras los policías seguían esperando que la jovencita rebelde volviera. “Deseo expresar la viva participación, ya que estoy cerca de la familia Orlandi, que está afligida por su hija Emanuela, de quince años, que desde el miércoles 22 de junio no ha vuelto a casa. No perdiendo la esperanza, en el sentido de humanidad, de quien tiene responsabilidad en este caso, elevo al Señor mi plegaria para que Emanuela pueda volver incólume y abrazar a sus familiares queridos, que la esperan con dolor indecible”. Desde la época de Pablo VI, cuando se dirigió a las Brigadas Rojas para que liberaran al político democristiano Aldo Moro, que no se escuchaba en San Pedro una apelación a secuestradores tan sentida como la de Juan Pablo II. Fue como una explosión, sobre todo en la casa de la familia Orlandi, des­pués en los medios, después en la gente, después en el mundo, porque el hecho de que el papa hiciese un llamamiento de esta naturaleza tenía indudablemente alcance internacional. Al pa­recer, los Orlandi no sabían que Juan Pablo II iba a decir lo que dijo. Todo el mundo comenzó a preguntarse quién era esta chica de quince años a la que el papa quería tanto; qué le había pasado; por qué la secuestraron; qué estaba haciendo la policía. En este punto, un caso de las páginas de “crónica” o sucesos o policiales de los diarios pasó a tener una trascendencia inusitada. ¿Por qué el papa realizó un pedido de ese tipo? ¿A quién? ¿Tenía información de primera mano? El papa habló directamente de secuestro, o sea que él ya había definido de qué delito se trataba o, lo que es lo mismo, qué le había pasado a Emanuela cuando su familia estaba indecisa al respecto, y en consecuencia, qué era lo que había que investigar, cuando hasta ahora ni Pierluigi ni Mario habían pedido rescates. Suponiendo que el Vaticano tenía información de que se trataba de un secuestro, lo que siempre ha resultado difícil de comprender es si fue adecuado oficializar el caso de una forma tan evidente, nada menos que por medio de una apelación pública en la Plaza de San Pedro. Si este era el caso que los policías -que hasta ese momento estuvieron pa­pando moscas- debían resolver, habrían preferido que, junto con el sopapo a su reputación, el camino a seguir se hubiera sido señalado con mayor discreción. De todos modos, el Vaticano no le dio información a la policía italiana, ni antes ni después del Ángelus. Oficialmente, dijeron en la Santa Sede que este era un caso ocurrido en territorio italiano, no vaticano, y que la investigación les correspondía a ellos, por más que se tratase de una ciudadana vaticana. 

¿Por qué el Vaticano debería tener datos sobre este asunto? ¿Es que habría algún tipo de vínculo, más allá de que la chica fuera ciudadana vaticana y el padre empleado sin jerarquía de la Santa Sede? Había quienes pensaban que lo que hacía Juan Pablo II era un acto de solidaridad, sin embargo habló de lo que nadie había hablado, secuestro; pues si fuese una fuga voluntaria o víctima de un delito común, jamás habría dicho una palabra. Otras conjeturas confiaban en los canales subterráneos de in­formación que tenía el Vaticano, que lo convirtió en poseedor de datos valiosísimos pero a la vez peligrosos, porque acaso los propios secuestradores empujaron al papa a hacer este pedido, mostrando que el caso lo apremiaba, ante la posibilidad de que hicieran sufrir a Emanuela. Es un pensamiento contradictorio, porque la exposición pública también puede poner en peligro la vida de la víctima. Nada de lo dicho es evidencia, sino in­tentos por comprender la actitud de Juan Pablo II. Como los italianos suelen discutir hasta si la lluvia moja, también hubo quienes, para terminar con eternas discusiones, afirmaron que mejor evidencia que la palabra del pontífice no podía haber. O sea, si había alguna presión, era contra Juan Pablo II, y podría tener que ver con varias causas, desde los fraudes financieros del Instituto para las Obras de Religión (IOR), sus vínculos con la mafia y con la logia P2 hasta el posicionamiento del Vaticano frente a la Unión Soviética (…)

El 27 de julio, al término de una audiencia general en la Plaza de San Pedro, el papa rezó un avemaría por Emanuela junto a millares de fieles. Luego hizo llamar a la familia Orlandi y en privado los abrazó y se puso a llorar. En este momento, los familiares aseguraron que el papa les hizo una revelación tre­menda: Emanuela Orlandi fue capturada por una organización internacional de terroristas. No les dijo que estaba involucrada la KGB, es decir, el servicio de espionaje ruso. (…)

El juez instructor Ferdinando Imposimato —quien tuvo a su cargo la investigación por el asesinato del político Aldo Moro a manos de las Brigadas Rojas y el atentado de Ali Agca contra Juan Pablo II, y a quien la Camorra napolitana le mató a un hermano— sostuvo siempre que, en el caso Orlandi, la finalidad del secuestro fue contrarrestar la política anticomunista del papa Juan Pablo II. Los secuestradores se valieron de algunos cóm­plices dentro del Vaticano, espías a sueldo del bloque soviético. Pero esta posibilidad chocaba con lo poco que se sabía del se­cuestro. Era difícil que una organización tan poderosa arriesgara la captura de una jovencita en un lugar tan custodiado, a metros del Senado italiano, con tanta gente en la calle. Eran los “años de plomo” en Italia, y un lugar tan importante como el del Senado estaba bajo la máxima vigilancia. Habría sido más fácil actuar en otras zonas que eran concurridas por la chica, mucho menos vigiladas. Por otro lado, era engorroso aceptar que se hubiera elegido un objetivo tan poco estratégico como la hija del hom­bre que distribuía el correo del papa para hacer presión sobre el Vaticano, salvo, como alguno pensó, que se hubieran equivocado de persona, que en realidad buscaran a la hija de un funcionario con un cargo mucho más importante y delicado que el del pa­dre de Emanuela. Esta, como la hipótesis anterior, llevaban a la conclusión que Emanuela estaría viva, y era (es) sostenida por algunos miembros de la familia Orlandi y por Ali Agca. 

Sin embargo había otro juez, Carlo Palermo, de Trento, que durante buena parte de la década de los setenta y ya entrados los ochenta venía investigando el tráfico internacional de armas y drogas, y creía que el secuestro de Emanuela tenía que ver con una presión hacia el papa, pero relacionada con ese tipo de tráfico, que involucraba al ex director de acciones encubiertas de la CIA en Roma, Theodore G. Shackley o “TGS”. ¿Por qué intimidar al papa? Porque en estas operaciones ilegales estaban involucrados (y siempre los mismos nombres) la logia P2 y el IOR, junto con el Banco Ambrosiano de Roberto Calvi, al cual el Vaticano siempre había apoyado por los enormes beneficios que obtenía. Antes del caso Orlandi, la hija de Calvi, Ana, le oyó decir a su padre (y lo declaró antes el juez), en 1982, que “Los curas tienen que hacer honor a sus compromisos porque, de lo contrario, él revelaría todo lo que sabía”. En la cárcel, a su mujer, Calvi le escribió en un papel: “Este proceso [por el suyo] se llama IOR”. El juez había localizado miles de millones de dólares, identificado a bancos poderosos, hombres de reputación inatacable, masones, militares de alta graduación, financieros vaticanos, terroristas, asesinos, servicios de inteligencia del Este y del Oeste. Los principales imputados serían implicados luego en los asuntos Calvi-Ambrosiano y en el atentado contra el papa Wojtyla. Y en ese momento, posiblemente, con la desaparición de Emanuela Orlandi. Al juez Palermo lo quisieron matar en Trapani, Sicilia, pero logró salvarse (…)

El papa Benedicto XVI nunca habló del caso Orlandi ni con los Orlandi. El papa Francisco, sí. Pietro, el hermano de Ema­nuela, lo conoció en 2013, poco después de ser consagrado. En un instante, porque eso fue lo que duró el encuentro, Francisco le dijo: “Emanuela está en el cielo”. Un lenguaje sibilino, tal vez impropio de un papa frente a un hombre doliente por la pérdida de su familiar. Nunca más lo recibió.

 

☛ Título Crímenes sorprendentes en el Vaticano

☛ Autor Ricardo Canaletti

☛ Editorial Sudamericana
 

Datos sobre el autor 

Periodista. Ingresó en el diario Clarín en 1986, donde fue editor jefe entre 1991 y 2008. 

Conduce el programa Cámara del crimen por TN, y es columnista en los noticieros de la misma señal y en Telenoche (El Trece). 

Entre otros, ha publicado los libros Crímenes sorprendentes de la historia argentina I y II y El vengador del hampa.