DOMINGO
nueva educación

El cerebro sexista

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| Cedoc

IIncluso los miembros más jóvenes de nuestro mundo, los recién nacidos absolutamente dependientes, en realidad tienen unas habilidades sociales mucho más sofisticadas de lo que pensábamos. A pesar de una visión borrosa, una capacidad de oír más bien rudimentaria y la falta de prácticamente cualquier técnica básica de supervivencia, los bebés están reuniendo a toda velocidad informaciones sociales útiles: además de datos esenciales como qué rostro y qué voz indican la llegada de alimento y consuelo, empiezan a tomar nota de quién forma parte de su grupo íntimo y a reconocer diferentes emociones en otros. Parecen pequeñas esponjas sociales, capaces de absorber rápidamente la información cultural del mundo que los rodea. 

Un ejemplo que ilustra muy bien esta idea es una historia de una remota aldea en Etiopía, donde nunca habían visto un ordenador. Unos investigadores llevaron un montón de cajas cerradas. Dentro de las cajas había ordenadores portátiles nuevos, sin usar, cargados con unos cuantos juegos, aplicaciones y canciones. Sin instrucciones. Los científicos filmaron lo que sucedió a continuación. 

Cuatro minutos después, un niño había abierto una caja, había encontrado el botón de encendido del ordenador y lo había puesto en marcha. Al cabo de cinco días, todos los niños del pueblo estaban utilizando al menos cuarenta aplicaciones y cantando las canciones que habían introducido los investigadores. Al cabo de cinco meses, habían pirateado el sistema operativo para reiniciar la cámara, que se había deshabilitado.

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Nuestros cerebros son como estos niños. Sin ninguna guía, ellos solos desentrañan las reglas del mundo, aprenden a usar las aplicaciones y van más allá de lo que parecía inicialmente posible. Trabajan mediante una combinación de astucia y organización. ¡Y empiezan desde muy temprano! 

Y una de las primeras cosas a las que prestan atención son a las reglas del juego de las diferencias sexuales. Con el implacable bombardeo sobre el género que llega de las redes sociales y los grandes medios de comunicación, deberíamos vigilar con mucho cuidado este aspecto del mundo de los pequeños seres humanos. Una vez que comprendemos que nuestros cerebros no son solo carroñeros ávidos de reglas con un apetito particular por las normas sociales, sino que también son plásticos y moldeables, entonces se pone de manifiesto el poder de los estereotipos de género. Si pudiéramos seguir la trayectoria del cerebro de una niña pequeña o un niño pequeño, podríamos ver que, desde el mismo momento de nacer, o incluso antes, esos cerebros pueden verse empujados en diferentes direcciones. Los juguetes, la ropa, los libros, los padres, las familias, los profesores, los colegios, las universidades, los jefes, las normas sociales y culturales y, por supuesto, los estereotipos de género pueden señalar distintas direcciones para distintos cerebros.

Resolver las disputas sobre las diferencias en el cerebro es verdaderamente importante. Comprender de dónde proceden esas diferencias también lo es para cualquiera que tiene un cerebro y cualquiera que tiene un sexo o un género (volveremos sobre esto más adelante) de algún tipo. Los resultados de estos debates y programas de investigación, o incluso las anécdotas, están incrustados en nuestra manera de pensar sobre nosotros mismos y sobre otros, y sirven de referencias para medir la propia identidad, el propio respeto y la autoestima. Las creencias sobre las diferencias sexuales (aunque sean infundadas) inspiran los estereotipos, que normalmente no atribuyen más que dos etiquetas –niña o niño, mujer o varón– que, a su vez, acarrean históricamente un enorme volumen de información de “contenido seguro” y nos evitan tener que juzgar a cada persona por sus propios méritos o idiosincrasias. Además de proporcionar una lista de esos contenidos, las etiquetas pueden incluir un sello adicional que marque si es innato o adquirido. ¿Es este un producto “natural”, basado en pura biología, con unas características fijas e inmutables, o es una creación determinada socialmente, abonada por el mundo que nos rodea, con unas características que pueden ajustarse rápidamente con solo pulsar un botón político o espolvorear un poco de factores medioambientales?

Con el aporte de los apasionantes avances de la neurociencia, se está poniendo en tela de juicio la diferenciación clara y binaria de estas etiquetas; estamos empezando a comprender que lo innato está indisolublemente unido a lo adquirido. Estamos viendo que lo que antes era fijo e inevitable es plástico y flexible; está revelándose el efecto poderoso y transformador que tiene nuestro mundo físico y social en la biología. Incluso algo que está “escrito en nuestros genes” puede expresarse de diferentes formas en diversos contextos. 

Siempre se ha supuesto que las dos plantillas biológicas diferentes que producen cuerpos femeninos y masculinos distintos también producen diferencias en el cerebro, y éstas son la base de las diferencias de sexo en materia de aptitudes cognitivas, personalidades y temperamento. Pero el siglo XXI no solo está poniendo en duda las viejas respuestas; está cuestionando la propia pregunta. Vamos a ver cómo se desmantelan las antiguas certezas, una a una. Vamos a ver lo que ocurre con esas famosas diferencias entre masculinidad y feminidad, en relación con el temor al éxito, el cuidado y la atención, la noción misma de un cerebro femenino y un cerebro masculino. Un nuevo examen de los datos que apoyaban estas conclusiones indica que estas características no encajan demasiado bien en las etiquetas masculina y femenina que se les han asignado. 

(…) El mensaje fundamental de este libro es que un mundo sexista produce un cerebro sexista. En mi opinión, comprender cómo sucede eso y lo que significa para los cerebros y sus dueños es importante, no solo para las niñas y las mujeres, sino para los niños y los hombres, los padres y los profesores, las empresas y las universidades, y la sociedad en su conjunto.

*Autora de El género y nuestros cerebros, Galaxia Gutemberg (Fragmento).