DOMINGO
LIBRO

Pobreza a la intemperie

Qué hay detrás de las ocupaciones de tierras.

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Una mirada profunda que revela la complejidad de las tomas de terrenos, fenómeno recurrente en el conurbano bonaerense desde el regreso de la democracia. | juan salatino

La ocupación de tierras vacías, fueran de propiedad pública o privada, se convirtió en una de las modalidades más notables de movilización popular durante la nueva era democrática, iniciada con la presidencia de Raúl Alfonsín en 1983. Juan Carlos Alonso, dirigente territorial de Villa Fiorito, localidad ubicada al noroeste de Lomas de Zamora, en el sur del Gran Buenos Aires (Argentina), y uno de los protagonistas de la saga que abordaremos en este libro, nos señalaba al respecto: “Una ocupación es una operación técnica: solo se requiere una ‘banda’ más o menos organizada que se radique en lugares estratégicos del nuevo ‘territorio’. Cuando los primeros ‘punta de lanza’ ocupan sus zonas y delimitan los terrenos, un aluvión de cientos, a veces miles, de ‘hormigas’ se pone en acción para hacerse de uno o de varios terrenos hasta que la operación se agota, casi siempre al atardecer”. […]

La condición para que todo eso no se desmadre es saber quiénes son los “porongas” de las bandas que se enganchan, con cuántas familias cuentan, qué buscan. […] Lo ideal es llegar a un acuerdo, porque si no, hay que “depurar” […] o “ser depurado”.

[…] Si al día siguiente el asentamiento se estabiliza, entonces comienza la segunda etapa: la de la aceptación del hecho por el gobierno. Por eso, las ocupaciones se hacen siempre los viernes para poder negociar el fin de semana con los políticos municipales, a ver quién “tiene los huevos” de hacerse cargo del desalojo.

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Si las cosas se hacen bien, el lunes se pueden terminar dando vuelta las cosas y tenerlos negociando apoyos para los distintos quioscos municipales con sus socios “punteros”, policías, inspectores y jueces incluidos.

Así, si las autoridades de turno toleraban el asentamiento, al poco tiempo comenzaban las clásicas tareas de urbanización. Pero las urgencias de la comunidad siempre suscitaban nuevos matices: no basta con pedir los servicios públicos, delimitar terrenos y trazar calles de acuerdo con la imposición de la “estructura”: hay que garantizar la subsistencia de cientos de familias sin techo, sin agua y sin alimentos que se disputan la tierra.

La verdadera dimensión de esas dificultades radicaba en que a cada toma inevitablemente subyacía un mapa de solidaridades fragmentarias difíciles de interpretar a simple vista. De hecho, cada ocupación registraba jefaturas de naturalezas múltiples: relaciones de parentesco, afinidades deportivas, estéticas, étnicas, nacionales, laborales o religiosas. Una vez llevado a cabo el operativo de ocupación, todos debían encolumnarse verticalmente detrás de un caudillo con experiencia para negociar con el municipio las políticas de emergencia.

Al respecto, Alonso concluye: “La ‘estructura’ exige, después, la representación del conjunto en una nueva institución intermedia de la que el jefe se convierte en el ‘presidente’. El nuevo territorio queda así encuadrado por la ‘institución madre’. Ahí se termina la técnica y comienza la ‘conducción’: la ‘arquitectura social’ del barrio”.

Las situaciones de emergencia que debieron afrontar las autoridades municipales del Gran Buenos Aires desde 1983 solo marcaron la punta del iceberg de una serie de cambios socioculturales profundos que obligaron a los funcionarios a desarrollar una laboriosa tarea de reconocimiento y comprensión en la medida en que las fórmulas de asistencia hasta entonces empleadas resultaban insuficientes.

Las nuevas jefaturas territoriales ejercían un firme dominio sobre grupos endémicamente gregarios y volátiles. Sus interacciones con la burocracia estatal inauguraron un proceso progresivo y rico en vicisitudes, experiencias y aprendizajes que, con el correr de los años, dio por resultado una nueva cultura política. Promediando la década de 1980, esta nueva modalidad ya exhibía sus elementos constitutivos básicos: los “territorios” barriales, multibarriales o microbarriales, las “instituciones madre” orientadas a otorgar un marco jurídico mínimo, y múltiples actores colectivos: bandas, familias extensas y agregados vecinales. En los grandes centros urbanos, los ecos de este reordenamiento profundo del mundo laboral suburbano se hicieron perceptibles a través de las “barras bravas”, los puestos de venta callejera, el “cartonerismo” y diversas formas delictivas.

Nuestro trabajo de campo apunta a comprender la traducción política de este proceso en Campo Unamuno, una pequeña pero crucial porción territorial situada en una de las zonas más bajas y menos habitables de la localidad lomense de Villa Fiorito, escenario de sucesivas ocupaciones masivas durante los años 80 y 90.

Su origen en zonas vecinas más antiguas nos permitió comprender la genealogía de sus redes comunitarias, que luego fueron proyectadas y yuxtapuestas en los nuevos asentamientos. Hemos considerado cada una de estas tomas como una unidad de análisis debido a las ventajas que ofrecen en tanto laboratorios de distintas modalidades de organización basadas en sus respectivos criterios de disciplinamiento interno. Los ideales de realización colectiva de cada toma u ocupación se plasmaron en identidades diferenciadas como el fútbol de potrero, el delito, las militancias religiosas y políticas, el origen nacional. 

El libro está dividido en dos partes. La primera gira en torno a las tomas ocurridas durante los años 80 y principios de la década de 1990. La segunda, en cambio, se concentra en aquellas acaecidas entre 1997 y 1999. Mientras que en las primeras tomas continuaban vigentes los sueños de remisión de la nueva pobreza suscitados por las ilusiones democráticas de los años 80, en las segundas la pobreza ya se concebía como un fenómeno irreversible, generador de nuevas identidades y concepciones del mundo. La notable capacidad de la política comunal para sortear el desafío de su representación fue uno de los elementos cruciales para la consolidación del régimen democrático.

Hemos vertebrado las sucesivas tomas en una trama narrativa única cuyos actores suelen cruzarse de capítulo en capítulo. En el primero abordamos el caso del asentamiento Eva Perón, una ocupación realizada en 1984 desde antiguos barrios obreros de Villa Caraza, situados en el extremo oeste del partido de Lanús y limítrofes con la localidad lomense de Villa Fiorito. Cabe señalar que la desocupación imperante y extendida hizo que aumentaran, con renovado profesionalismo, ciertas actividades delictivas de larga data en la zona. El fútbol de potrero, a su vez, ofrecía a través de sus clubes y canchas importantes ámbitos de sociabilidad a pobres y desocupados. Así, la idea de fundar un asentamiento regido por las prácticas y los valores de la “mala vida” y del deporte constituye el eje de este capítulo, cuyos protagonistas son “el Pampa” Samuel, un futbolista amateur, y “Maguila”, un “escruche” aspirante a delincuente profesional.

La ola de ocupación avanzó, cuatro años más tarde, en dirección al sudoeste, más específicamente, sobre el territorio contiguo a Campo Unamuno en Villa Fiorito. Estos episodios constituyen el núcleo del segundo capítulo. Sus protagonistas fueron los Ibáñez, líderes de una red familiar de jóvenes paraguayos cuyos padres, huyendo del régimen de Alfredo Stroessner, se habían radicado en la Argentina veinte años antes en un perímetro de treinta y tres manzanas. Los epicentros de la sociabilidad, en este caso, fueron la sociedad de fomento y la capilla. Hacia mediados de los años 80 los Ibáñez organizaron un original sistema de cooperativas de construcción que atenuó los problemas laborales de cientos de vecinos. Su acción comunitaria, sin embargo, quedó circunscripta en cierto modo a la moral de una militancia religiosa que los condujo a imaginarse artífices de una mítica “comunidad cristiana” prístina y reconciliada, escindida de las espurias estructuras políticas y religiosas oficiales.

Pero el descongestionamiento y la consiguiente urbanización de su hacinada villa requerían la ocupación en un espacio estratégicamente ubicado en la zona más alta del Campo Unamuno. Los apoyos políticos municipales resultaban indispensables para lograrlo. El 1º de octubre de 1988 se consumó la primera toma en el mencionado predio de la jurisdicción lomense. Para entonces, la militancia religiosa de los Ibáñez había confluido con la política en un peronismo comunal decidido, hacia las postrimerías del primer ciclo democrático, a ordenar territorialmente sus apoyos electorales.

La marea ocupadora prosiguió en 1992 hacia el norte del Campo Unamuno, sobre una región menos habitable y más contaminada por residuos industriales. La operación fue organizada por Juan Carlos Alonso, un puntero con larga experiencia en la materia. Atento a las transformaciones territoriales que propugnaban las nuevas militancias de base, decidió desbordar una operación municipal de traslado de su propio asentamiento. Nació, así, el Barrio Libertad.

Las estrategias destinadas a satisfacer las demandas territoriales y de subsistencia de sus habitantes, que abarcaban desde las religiosidades populares hasta la estética musical, son el tema central del tercer capítulo.

En la segunda parte del libro, en el capítulo 4, históricamente ubicado a principios de 1998, volvemos a encontrarnos con Maguila y El Pampa, en esta ocasión, involucrados en la toma de 3 de Enero, la porción nororiental del Campo Unamuno. En la nueva ofensiva, los viejos referentes se fusionaron con operadores de base opositores y con organizaciones paraguayas dedicadas a la especulación inmobiliaria y el tráfico de marihuana, de personas, y el robo de automóviles.

La relevancia de la cultura carcelaria en la socialización de numerosos jóvenes, la idealización de los “capos” emisarios del narcotráfico como modelos de realización individual, y la importancia de los medios de comunicación como escenario de disputa entre facciones políticas son las pautas que permiten evaluar algunos nuevos aspectos de la cultura política barrial.

El último territorio vacío remanente en Campo Unamuno, situado al oeste de 3 de Enero, fue ocupado en 1999 mediante la embestida de varias coaliciones territoriales contra lo que quedaba del poder de los Ibáñez. Este episodio y sus consecuencias serán analizados en el quinto capítulo. Una vez más, volvieron a intervenir los operadores partidarios junto con los dirigentes barriales y la fantasmagórica organización paraguaya. Aprovechando la disputa, esta última volvió a tender sus tentáculos sobre viejos y nuevos barrios, en un circuito más vasto integrado también por otras localidades del Gran Buenos Aires y por algunos sectores de la Capital Federal.

El capítulo 6, por último, plantea el estado de situación de los poderes territoriales hacia fines de la década de 1990, ya en vísperas del fin de ese ciclo peronista y de la nueva crisis social de fines de 2001. Por entonces, se fueron trazando los primeros lineamientos de la nueva política barrial de esta crucial toma lomense, que se implementarían con toda su fuerza durante la década siguiente. Por último, cerramos el libro con algunas reflexiones sobre los caracteres que cobró allí la ciudadanía y la politización.

Cuando iniciamos nuestro primer trabajo de campo, teníamos el propósito de evaluar la importancia de la tierra en cuanto insumo de la política municipal lomense desde la restauración constitucional de 1983. Los que conocíamos estos suburbios sabíamos que el fenómeno de las tomas territoriales se había propagado a lo largo de los años 80 y noventa. La tierra había sido una de las prendas centrales de negociación entre el gobierno comunal y el nuevo proletariado emergente en las periferias. Sin embargo, a través de nuestras sucesivas visitas a los nuevos asentamientos y barrios, fue haciéndose perceptible la emergencia de liderazgos nuevos, de otro signo, que revelaban hondas transformaciones sociales y culturales. Los referentes sumaban a sus roles tradicionales otros, cuyas cualidades “políticas” nos propusimos analizar. Todo ello supuso la necesidad de instalarnos días enteros en sus comunidades, hablar con vecinos recomendados por los jefes, y compartir con ellos fragmentos importantes de su cotidianidad.

El apasionado compromiso de los interlocutores por responder a nuestras inquietudes e interrogantes mantuvo viva la llama de nuestro interés. Una vez sorteada su desconfianza inicial –al fin y al cabo, no éramos periodistas ni emisarios de operadores políticos o judiciales–, casi todos supieron manifestarnos su inmensa gratitud por haber registrado sus conmovedoras historias de vida, las alternativas de su llegada al barrio, su participación en las cuestiones colectivas, y los nuevos problemas vecinales y/o familiares desde una perspectiva histórica. Eso hizo que muchos encuentros adquirieran una intensidad emocional muy fuerte e indicativa de fracturas en sus trayectorias vitales, que a su vez apuntaban a una crisis sociocultural de gran calado. Con varios referentes terminamos estrechando lazos de amistad que sumaron una dificultad adicional a las anteriores, impidiéndonos mantener la distancia indispensable y problematizando la cuestión de la objetividad. No fue una dificultad insuperable; incluso terminó por convertirse en un valioso insumo debidamente procesado en el silencio de nuestras reflexiones solitarias o compartidas con colegas, ex funcionarios, dirigentes políticos y otros referentes barriales.

La desorientación metodológica se fue resolviendo con el transcurso de los años. Nuestro principal interés se centró en el lugar de la política en el universo sociocultural de las nuevas comunidades. Solo cuando logramos reunir una base de información lo suficientemente densa de su historia pudimos componer un bricolaje cuya coherencia residía, una vez más, en su heterogeneidad. Buscar comunes denominadores y analogías en torno de fenómenos muy diferentes se transformó, poco a poco, en una tarea que nos llevó a profundizar todavía más en la indagación.

Cada situación estudiada abría inevitablemente la puerta a decenas de otras. El fútbol se entrelazaba con diversas religiosidades, estéticas musicales o modalidades delictivas, y en conjunto o por separado definían organizaciones sociales corroboradas por una institucionalidad peculiar, mitos fundantes y moralidades superpuestas.

El mero cruce de una calle muchas veces implicaba atravesar una sutil frontera cultural que solo los entendidos sabían reconocer. Los territorios barriales, en ese sentido, no son guetos cerrados, aun cuando ostenten vallas sutiles e imperceptibles límites para el observador desprevenido. En el barrio todos se conocen y, de alguna manera, controlan los movimientos del resto, porque la calle configura un espacio contiguo a hogares muchas veces encapsulados en laberínticas composiciones. La fluidez del tránsito fue permitiéndonos soldar experiencias y conjugarlas en explicaciones más abarcadoras, hasta que, por fin, descubrimos el sentido profundo de nuestro cometido principal: comprender la especificidad sociocultural del poder en esas comunidades, conocer las complejidades de sus estructuras y analizar sus vínculos con una política de presencias transmutadas.

Los barrios son ámbitos de una sociabilidad muy intensa, inherente a la cualidad de sus organizaciones comunitarias de ofrecer recursos que, en varias circunstancias dramáticas durante las últimas décadas, definieron las posibilidades de supervivencia de núcleos familiares enteros. Las “normalizaciones” subsiguientes no alteraron esta dependencia recíproca, una de las novedades más salientes de los años democráticos desde 1983. La supervivencia, asimismo, definía unidades colectivas de distinta naturaleza que, en todos los casos, eran el fundamento de solidaridades soldadas por códigos muy rigurosos cuyo cumplimiento era garantizado por sus respectivas jefaturas.

Estas se inscribían, a su vez, en pirámides de autoridad según su proximidad con el poder político. Sin embargo, esa dependencia no era resultado de un acto de sumisión ni de un mero intercambio material; por el contrario, era fruto de pactos de difícil confección que conjugaban la subsistencia de los miembros de esos agregados extendidos con su lealtad política hacia una corporación de dirigentes igualmente fragmentada. Los referentes sociales aprendieron a jugar con estas, aunque preservando para sí y para sus sociedades niveles de autonomía debidamente ponderados y evaluados por sus grupos subordinados. De ese modo, supervisaban lo que se negociaba, cómo se lo hacía y cómo redundaba en el rendimiento de los recursos obtenidos. Detectar y analizar esos conglomerados de poder y sus sucesivos momentos pasó, entonces, a ser nuestra tarea principal y nos exigió incursionar en el universo cultural de las respectivas comunidades. A tales efectos, resulta ineludible aclarar el significado de una serie de términos del lenguaje popular reproducidos en el texto. Por ese motivo, hemos incluido un glosario al final del libro.

Los jefes territoriales de la zona eran denominados de una manera que nos resultó paradigmática: los llamaban “presidentes” de sus barrios. No obstante, una “presidencia” no siempre indica poder “real”, aunque sí es indicativa del poder “más visible”, del “simbólicamente sobresaliente”. Encontrar al que realmente mandaba resultó ser una tarea difícil, precisamente porque significaba dar con aquel que, además de ser el principal enlace con el poder municipal, era capaz de “ser sensible” a las demandas de sus heteróclitos grupos subordinados, reconociendo y respetando sus códigos y jugándose al planteárselas a la burocracia estatal para “obtener cosas”. El “jefe en jefe”, por así decirlo, debía exhibir la capacidad de aglutinar agregados, a su vez, definidos por diferentes causas comunitarias. Su autoridad estribaba en perfilar un “nosotros” comunitario resultante de un complejo palimpsesto de otras identidades subordinadas que abarcaban, entre muchas otras, desde organizaciones delictivas hasta grupos confesionales. Las fronteras entre unas y otras fueron tornándose borrosas y constituyendo uno de los rasgos distintivos del nuevo orden social de la pobreza: una suerte de homogeneidad en la heterogeneidad fundada en la naturalización de valores que en las viejas comunidades obreras solo convivían en tensión y que desde hace tres décadas devinieron en mutuamente compatibles. Por ejemplo, la religión católica podía convivir con antiguas creencias populares de origen inmemorial, pero sin discutir su predominio.

El cambio social acaecido desde mediados de los años 70 supuso esta convivencia ecléctica entre comunidades evangélicas, umbandismo y otros cultos como los de San La Muerte o el Gauchito Gil. Otro tanto ocurría entre el mundo del trabajo y ciertas actividades delictivas. Formalmente condenadas pero toleradas, estas constituyeron una opción de la que, en situaciones extremas, podían obtenerse recursos no solo materiales sino disciplinarios en medio de la desorganización social.

 

☛ Título Punteros, malandras y porongas

☛ Autor Jorge Ossona

☛ Editorial Siglo XXI Editores
 

Datos sobre el autor

Es profesor de Historia por la Universidad de Belgrano. Se desempeña como docente e investigador en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires y en la Escuela Normal de Lomas de Zamora.

Es investigador formado del Centro de Investigaciones en Estudios Latinoamericanos para el Desarrollo y la Integración (Ceinladi), investigador del Centro de Estudios de Historia Política (CEHP) de la Escuela de Política y Gobierno de la Universidad Nacional de General San Martín.