Será natural, pues, esto de la monogamia? ¿O estaremos siendo antinaturales, nosotras que somos todas armonía con el universo subidas en nuestros coches, dormitando en nuestras casas de ladrillo y cemento, trabajando en nuestras fábricas y bombardeando a las vecinas con nuestros misiles? ¿Alguien se ha puesto a estudiar si el capitalismo es natural y qué hormonas rigen la compraventa o las burbujas inmobiliarias? ¿Son naturales Helen Fisher y sus escáneres o las investigaciones académicas? El argumento de la naturalidad o su defecto, si no se hace dentro de un análisis que vaya más allá de la simple retórica del esencialismo, solo es una manera eficiente de invisibilizar estructuras sociales y de poder, dejándonos atrapadas en el enigma de si hace millones de años el ser humano fue tal cosa o su contraria como si ese dato, sin más, pudiese solucionar la cuestión o sacarnos de este embrollo. El debate sobre la hipotética naturalidad de las formas sociales viene siempre a reforzar el estado de las cosas: es siempre un argumento inmovilista y hegemónico. La utilidad de rebuscar en la antropología, en la biología, en la arqueología es precisamente visualizar las construcciones, entender cómo se articulan y de qué manera se han transformado a través del tiempo. La trampa que utiliza habitualmente el argumentario de la naturalidad desactivante es no aclarar nunca en qué momento y lugar se sitúa ese estado previo al que debemos atender y que debería zanjar los debates ¿Natural significa que la mayoría de los animales lo hacen así? ¿La mayoría de los mamíferos? ¿La mayoría de las sociedades humanas? ¿Dónde situamos lo natural y para qué? (…)
La monogamia es un sistema de pensamiento que organiza las relaciones en grupos identitarios, jerárquicos y confrontados, a través de estructuras binarias con polos recíprocamente excluyentes.
La exclusividad sexual es la condición necesaria para un sistema como el monógamo. No es la causa del sistema: es su consecuencia y su condición. Su síntoma. Es decir, no es la exclusividad sexual la que hace que la monogamia lo sea, sino que para ser ese sistema que organiza las relaciones en núcleos identitarios, jerárquicos y confrontacionales necesita de la exclusividad sexual. Porque sin ella no funciona ni la identidad, ni la jerarquía ni, en última instancia, la confrontación. Y la necesita, por un lado, por ser la única manera de garantizar la filiación, la patermaternidad, y por otro, por ser la marca para jerarquizar.
La exclusividad sexual, con todo lo que conlleva, es una construcción social. Es un mandato y una forma disciplinar que actúa de manera especialmente feroz en los cuerpos de aquello que se ha venido a nombrar tradicionalmente como mujeres. (…) Las mujeres trans, como veremos más adelante, forman parte de los márgenes del sistema, con todas las violencias tanto del sistema como de los márgenes intersecadas.
A través de todas las derivas históricas que veremos (…) se va generando la biopolítica de los afectos, la policía de la monogamia que no está fuera de nosotras, sino dentro. (…)
Exclusivo designa aquello que afecta a un grupo determinado y que deja fuera de su disfrute a las demás. Tiene, por lo tanto, dos líneas: la primera marca la especificidad de quien ostenta lo exclusivo; la segunda genera una excepción. Se refiere, pues, a una especificidad y a una alteridad. Al “yo/nosotras” frente al “ellas”.
La positivación de la exclusividad solo puede inscribirse en una forma de pensamiento jerárquica, donde la máxima aspiración sea pertenecer a la élite, a las cumbres. Para lograrlo, para escalar sobre los cadáveres de nuestras vecinas, necesitamos marcas de superioridad, medallas que generen una barrera, una frontera. Esas marcas son los iconos de la exclusividad. La positivación de la exclusividad está ampliamente trabajada a través de los mecanismos del consumo y la publicidad. Productos exclusivos, vacaciones exclusivas, clubs exclusivos, asientos exclusivos. También terminología exclusiva para los ensayos académicos. La marca de la diferenciación no deja de ser paradójica en un contexto cultural con serias dificultades para aceptar la diferencia. Pero la diferencia que confiere lo exclusivo se refiere a ser mejor, no a ser distinta. Tan exclusiva puede ser una mansión en los barrios ricos como la gonorrea, pero la exclusividad se refiere a lo inalcanzable para las demás, a estar en lugares donde las demás no podrían estar aunque quisieran. Así, exclusivas son las cosas más caras (cuanto más caras, más exclusivas), más escasas (y, en la lógica de mercado, más caras por más escasas). La exclusividad se refiere al yo sí y tú no. Incluso al yo sí porque tú no. Yo estoy porque tú no estás: mi lugar te excluye por defecto. Así, solo puede inscribirse en la normatividad: se refiere a ser o tener lo que todo el mundo quiere ser o tener, pero no puede. En ningún caso a ser o tener lo que nadie quiere. Se refiere a la envidia.
Cuando alguna cosa está al alcance de todo el mundo, pierde su valor. En gestión de eventos culturales se recomienda poner precio a la entrada, pues la gratuidad devalúa el acto. Tan incrustada tenemos esa idea, que a la práctica funciona incluso en entornos alternativos donde se critica ampliamente el intercambio monetario. No poder acceder estimula el deseo de acceder y la sensación de estar presenciando algo importante. El morbo de lo prohibido, dicen. De lo inalcanzable. (…)
La ideología de la exclusividad se extiende a todos los aspectos de la vida contemporánea. El documento de identidad marca quién pertenece al Estado-nación y quién no. Quién tiene privilegios y quién no puede ni debe acceder a ellos. Las fronteras son marcas de exclusividad. Nuestro país.
*El desafío poliamoroso. Editorial Paidós. (Fragmento).