A seis meses de asumido el nuevo gobierno, desde Plataforma 2012 proponemos recuperar la vigencia de nuestro planteo originario y retomar, bajo las actuales condiciones, el necesario debate sobre los problemas fundamentales que siguen pendientes de resolución en la Argentina.
En nuestro documento original de enero de 2012 planteamos algunos ejes problemáticos: las violaciones de derechos humanos y el avance en la legislación represiva; el proceso de concentración de riqueza y especialmente el problema de la concentración de la propiedad de la tierra y la soja-dependencia, correlato del despojo de comunidades campesinas y pueblos originarios, el avance de la megaminería contaminante y los privilegios recibidos por las grandes corporaciones mineras, cerealeras, petroleras, automotrices, bancos. En esta línea, señalamos el incremento de las brechas de la desigualdad. Por último, apuntamos a visibilizar la construcción, por parte del gobierno, de un relato que pretendía enmascarar dichas políticas y alianzas, bajo un discurso épico pretendidamente progresista y fuertemente descalificador y estigmatizante de toda disidencia.
Es indudable que el gobierno anterior dejó como herencia problemas profundos. Para nombrar algunos: alta inflación, niveles crecientes de pobreza, aumento del empleo informal y de la desocupación, el mayor déficit fiscal en la historia democrática reciente, muy bajo nivel de reservas, intercambio comercial deficitario con controles arbitrarios de importaciones y mercado de cambios, producción y empleo privado estancados hace años con el empleo público creciendo como mero refugio, un esquema de subsidios a los servicios públicos caracterizado por la corrupción en la connivencia entre las empresas y el gobierno y una progresiva incapacidad de sostenimiento financiero y la destrucción del sistema de indicadores económicos y sociales, etc.
Esta herencia es responsabilidad del gobierno anterior, pero los caminos elegidos por el actual gobierno para intentar resolver estos problemas no parecen los más adecuados y ni siquiera garantizan su resolución. Más aún, el modo como ha encarado la herencia recibida revela las características del nuevo oficialismo: se trata de un gobierno neoempresarial, que entiende la política como gestión y marketing y concibe la tecnocracia como la estrategia central de la construcción de hegemonía.
En efecto, el punto anterior referido a la “herencia recibida” constituía un test general para el nuevo gobierno, que decidió abordar su resolución optando por un ajuste tradicional –uno más de los que históricamente ha sufrido la sociedad argentina–, golpeando duramente a los sectores más vulnerables e incrementando las desigualdades –incluso justificándolas– en nombre de la promesa de un futuro “derrame”. De este modo, lejos de las promesas de “pobreza cero”, el discurso fundacional del nuevo oficialismo se centra en la necesidad de un “sinceramiento doloroso y eficaz”, el cual es presentado como si hubiera una respuesta “única”, de carácter “técnico”, sin discutir el modo de abordaje, con lo cual se pretende ocultar la estructura de intereses que existe detrás de la dialéctica existente entre la herencia recibida y la resolución implementada, la cual, una vez más, favorece a los sectores más concentrados de la sociedad.
Basta observar que en estos meses la inflación se aceleró como resultado de las políticas oficiales; la política monetaria y cambiaria se muestra contradictoria y muy favorable a la renta financiera mientras el sistema productivo soporta fuertes incrementos de costos; de hecho, la mejora competitiva de la devaluación de inicio se erosionó en gran medida con la aceleración de precios, al tiempo que las tasas de interés impulsadas desde el Banco Central garantizan negocios financieros especulativos para los grandes operadores. Asimismo, pese al déficit fiscal se resignaron impuestos a las grandes corporaciones mineras y agropecuarias mientras no se ajustan escalas y tributos a los grupos de menores ingresos y a las empresas de menor tamaño. Se reclama una situación de emergencia para el ajuste del gasto público y de los salarios, pero no se plantean impuestos directos y progresivos a la renta financiera, a las grandes fortunas y a la concentración de la propiedad.
Puede afirmarse que las principales medidas en el campo económico del actual gobierno han buscado restablecer la renta financiera y las ganancias de las grandes corporaciones, con el declarado objetivo de atraer capitales al país. El anunciado blanqueo de capitales es otra medida que va en el mismo sentido y que se contradice con el discurso oficial contra la corrupción público-privada. En estas cuestiones, preocupa la confusión que está generando el Gobierno entre interés público y privado. La elección como funcionarios públicos de ex CEOs de las grandes corporaciones empresariales es un dato más de esta confusión. El Gobierno parece considerar que administrar los bienes y servicios públicos es igual que administrar los bienes y servicios privados, lo cual es un error probado por la literatura y la investigación económica y social.
En este sentido, y como muestra del modo en que se implementaron los ajustes de las tarifas de servicios, el interés primordial del Gobierno ha sido el de garantizar rápidamente las ganancias de las empresas, dejando en un segundo plano el impacto negativo sobre el bienestar de la población (desconociendo incluso las diferencias térmicas entre los extremos de la geografía nacional en la aplicación del incremento tarifario de electricidad y gas) y los costos de empresas de menor tamaño que son las responsables principales de la oferta laboral en el país. La concepción de la gestión pública con criterios de las grandes corporaciones privadas quedó evidenciada en la ola de reclamos y el anuncio cotidiano de excepciones a los ajustes. Más que “eficiencia”, el Gobierno muestra desconocimiento y arbitrariedad, además de las sospechas sobre funcionarios por sus estrechos vínculos con las corporaciones beneficiadas.
Los recientes anuncios gubernamentales, pegados a un blanqueo y a la eliminación del impuesto a los bienes personales, también tienen reminiscencias del gobierno anterior, que habilitó varios blanqueos durante su gestión y siempre usó la estrategia de justificar y legitimar medidas favorables a los grupos de mayor riqueza con algunas medidas sensibles socialmente. Así, el anuncio de la oferta del Estado para todos aquellos jubilados que están en litigio (con sentencia firme o que están en juicio), lo cual implicaría un aumento del 45% para aquellos que acepten entrar en este acuerdo, es una medida en el sentido correcto, pero no se tiene en claro cómo seguirá el financiamiento a futuro de estos beneficios y del conjunto del sistema porque el pago de esos beneficios está atado a un nuevo blanqueo de capitales. En realidad, el pago de la deuda histórica para con los jubilados sólo podría sostenerse en el tiempo si se lleva a cabo una reestructuración impositiva general y progresiva; acompañado esto de un aumento del empleo en blanco.
Por otro lado, el anuncio de un nuevo blanqueo no es sólo a todas luces política y moralmente inaceptable, sino que además vendría atado a la promesa de eliminar el impuesto a los bienes personales para el año 2019. O sea, no sólo pueden blanquear lo que estaba en negro, sino que además no van a cobrarles en el futuro impuestos por esa riqueza. El impuesto a la riqueza es uno de los instrumentos más eficaces para combatir la desigualdad distributiva y debería potenciarse en lugar de eliminarse.
Peor aún, el actual gobierno ha resuelto profundizar la política del gobierno anterior favorable a la matriz energética sostenida en hidrocarburos. Como hemos expuesto en otros documentos, esta apuesta no sólo es cara sino también nociva para el país y va a contramano de los crecientes problemas que plantea el cambio climático al tiempo que profundiza los conflictos territoriales en torno a la contaminación del medio ambiente. La no publicidad del contrato de YPF con la multinacional Chevron y el mantenimiento de los contratos con China son sólo ejemplos de la continuidad en la materia.
Otra medida preocupante es la modificación del decreto 436 del 31 de enero de 1984, sancionado en la época de Alfonsín, que había quitado a los militares el manejo de una serie de definiciones en torno a su personal, que pasaban a ser controladas por el Ministro de Defensa. Este decreto fundacional de la nueva era democrática fue reemplazado por un reciente decreto presidencial (721/2016), por el cual las fuerzas armadas vuelven a tener atribuciones para decidir ascensos, traslados, designaciones, premios, incorporación de retirados en espacios de formación, que desde 1985 estaban bajo el control político. De este modo, se fortalece un funcionamiento más corporativo y autónomo de las fuerzas armadas, lo cual implica un claro retroceso respecto del necesario control civil de las mismas.
En otro orden, contrariamente a lo que se esperaba, no se observa una despolarización del campo político-social. Por un lado, sectores importantes del ex oficialismo niegan el carácter crítico de la herencia recibida (como si la Argentina anterior al 10 de diciembre de 2015 hubiese sido un país igualitario, sin problemas de inflación, de pobreza, de empleo ni de tipo de cambio, entre otros), exacerbando con ello los esquemas binarios. Por otro lado, el actual oficialismo ha preferido potenciar esa brecha como estrategia política. Sin desconocer que el empleo público fue utilizado por el gobierno anterior con fines político-partidarios; también hay que señalar que el actual gobierno se embarcó en una política de despidos que en varios casos alcanzan áreas relevantes del Estado e involucran personal de planta, con muchos años de antigüedad. Las contradicciones que se observan en cuanto a la recuperación del personal técnico del Indec no le otorgan al Gobierno mucha legitimidad para estas acciones.
Asimismo, el acento puesto en el sobreempleo estatal no se corresponde con la evidente necesidad de ampliarlo en áreas vitales como la salud y la educación pública, cuyo deterioro es reconocido por los estudios especializados en la materia. También hay necesidad de ampliar coberturas, incorporar empleo en áreas sensibles al bienestar, el cuidado y la igualdad de oportunidades de la población. Más aun cuando ya es evidente y aceptado por el propio Gobierno que las políticas aplicadas han generado mayor deterioro en los ingresos y el bienestar de la población más vulnerable.
Pese a que se continúa sin estadísticas oficiales en la materia, estimaciones privadas cuya solidez ha sido reconocida por funcionarios de este gobierno señalan un incremento notable de la pobreza por ingresos y un deterioro de las condiciones laborales de la población más vulnerable. Otra vez, la rapidez del ajuste para recomponer la ganancia de los grandes grupos empresariales contrasta con la lentitud en políticas dirigidas a sostener el empleo y el bienestar de los grupos más desaventajados. Aun si el proyecto de la pensión universal representa una señal positiva, la ampliación de la cobertura de la asignación por hijo a los monotributistas, la anunciada baja del IVA para el consumo de ciertos productos de grupos seleccionados de la población, las “tarifas sociales”, son paliativos insuficientes y que continúan con el criterio de “individualizar” carencias en lugar de “universalizar” servicios. Estas continuidades señalan que al igual que el anterior gobierno, el actual apuesta a continuar con la fragmentación en el sistema de protección social y el aliento a la prestación de bienes y servicios sociales segmentados según el nivel de ingresos y riquezas.
En otro orden, el reciente veto presidencial a la llamada “ley antidespidos”, sancionada por el Parlamento nacional, también marca una continuidad con políticas del gobierno anterior. Es discutible la efectividad de una norma de este tipo para proteger el empleo, pero no es cierto, como afirma el oficialismo, que la misma genere pobreza o destruya empleo. La pobreza crece y el empleo se destruye por muchas otras razones, incluyendo algunas de las actuales políticas que descargan sobre el costo laboral el ajuste de otros precios. En todo caso, y más allá de cuestionar la norma que apunta sólo a la protección del empleo de los grupos más formales, es criticable el veto a una ley parlamentaria. Si bien el “veto” es una herramienta prevista por la Constitución (algo de lo cual el actual presidente se ha servido de modo recurrente y controversial durante sus ocho años de mandato en la Ciudad de Buenos Aires, sumando 128 entre vetos parciales y totales), el mismo representa un remanente del pasado, vinculado con un modo de concebir la democracia que rechazamos (el debate colectivo situado bajo la autoridad o custodia última de un individuo dotado de la imparcialidad de la que las mayorías sociales y legislativas carecen).
Desde Plataforma 2012 seguimos con atención también el modo en que desde los tribunales se enfrentan los casos de corrupción, presentes y pasados. Sobre tales procesos, nos interesa marcar dos cuestiones, de naturaleza estructural, que pueden ayudarnos a pensar sobre los mismos, alejándonos de la coyuntura inmediata. En primer lugar, entendemos que, más allá de los intereses e intencionalidades presentes –obvios e inevitables en cualquier disputa política de relevancia–, el debate sobre la corrupción resulta de enorme relevancia, sobre todo a la luz del carácter estructural, más que episódico, adquirido por la misma durante los últimos años del anterior gobierno: se trató de un régimen que, más que convivir con eventos aislados de criminalidad –recurrentes a lo largo de toda nuestra vida institucional– construyó una maquinaria alimentada y generadora de actividades ilícitas. Pasamos de contar con un gobierno salpicado de actos ilegales a otro que resultó definido por ellos. El actual gobierno se encuentra obligado a dar señales (más) claras de que ha roto lazos con dichos mecanismos (sin embargo, la experiencia pasada en el Gobierno de la Ciudad lo muestra más vinculado que enfrentado a la maquinaria puesta en marcha por el gobierno anterior).
En segundo lugar, consideramos que las dificultades, ocasionales apuros, limitaciones y titubeos que muestra el sistema judicial en la atención de los casos de corrupción estructural tampoco resultan coyunturales: las acciones y omisiones de la Justicia argentina –y, en particular, de la Justicia Federal– aparecen motivados menos por el derecho y cómo interpretarlo que por cálculos de conveniencia, propios de los magistrados y fiscales a cargo de las investigaciones. Sin presión social y política, y sin cambios significativos que se operen sobre el Poder Judicial, no resulta en modo alguno esperable un cambio en este modo –interesado o cómplice– con que nuestro sistema institucional procesa hoy los casos más graves de la corrupción estructural.
Asimismo, no podemos dejar de manifestar nuestro rechazo al Protocolo de Actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado en Manifestaciones Públicas, que emitió apenas asumido el nuevo gobierno, a través del Ministerio de Seguridad. Nuevamente, el inaceptable legado del gobierno anterior en la materia (el espionaje sobre trabajadores desde el Estado o por medio de fuerzas auspiciadas por el gobierno; la represión constante de obreros –de Lear, Kraft, Pepsico, Donnelley, etc.– bajo una retórica de respeto de los derechos humanos y sociales de los trabajadores, la sanción de la ley antiterrorista) no protege al nuevo gobierno frente a las objeciones que merece por el modo en que comenzara a tratar el tema de la protesta social. El protocolo propuesto pecó por problemas de todo tipo, incluyendo problemas procedimentales (un texto que afecta en particular a los grupos más desaventajados de la sociedad, pero que fuera escrito a las apuradas, con vocación meramente efectista, y sin una consulta directa y obligatoria a los sectores que terminarían siendo los más afectados por el mismo) y sustantivos (una visión torpe sobre los aspectos expresivos del derecho a la protesta; un desconocimiento de las responsabilidades del Estado en la afectación de derechos constitucionales básicos que luego dan base a la protesta; el apresuramiento en la calificación de las conductas de protesta como delictivas; liviandad y vaguedades impermisibles en la regulación jurídica del comportamiento de las fuerzas de seguridad; etc.).
A pesar de que el protocolo represivo con el que se quiso sancionar e impedir las manifestaciones callejeras fue inaplicable hasta ahora, nuevos y graves hechos represivos sacuden la escena social. Desde febrero de este año, son innumerables los hechos de represión y los avances en la criminalización de la protesta que han afectado a diferentes sectores, desde trabajadores del ámbito público y privado hasta pueblos originarios, abarcando la totalidad de nuestra geografía, desde Jujuy hasta Tierra del Fuego. Sin embargo, al igual que la ley antiterrorista, dicho protocolo queda disponible para ser aplicado cuando las condiciones sociales lo permitan. De hecho, en el corto plazo el Gobierno proyecta relanzar dicho protocolo.
No obstante la persistencia de la polarización y la profundización de la crisis económica, las grandes manifestaciones sociales de los últimos meses muestran la necesidad de recomponer, desde otra perspectiva, la respuesta colectiva a políticas públicas que no reconocen como prioritarios derechos básicos como el trabajo, la vivienda, la tierra, la educación y la salud, así como el derecho a contar con servicios básicos (electricidad, gas y agua). Dicha recomposición requiere como condición necesaria una articulación social que respete los diferentes protagonismos populares, colocándose así por fuera de cualquier pretensión de liderazgo único o hegemonismo, tal como es visible en aquellas fuerzas sociales nucleadas en el anterior oficialismo.
Como ya hemos señalado en documentos anteriores, desde Plataforma 2012 consideramos que son numerosos los temas relevantes que deberían abordarse, en orden de repensar la relación entre sociedad y Estado, política y economía, ciudadanía y democracia: la necesidad de una reforma tributaria progresiva que incluya impuestos verdes, a la riqueza y a la herencia; de una reforma política que contemple mecanismos e instituciones que permitan evitar la concentración del poder político y posibiliten la democratización de las decisiones en la vida política; de una reforma del sistema nacional de cuidado y ampliación de la calidad de la salud, de la educación pública, de políticas de género que incluyan una declaración de emergencia nacional en materia de violencia de género; de la sanción de un ingreso ciudadano universal e incondicional; de políticas públicas de protección del medio ambiente y de los bienes naturales que apunten no sólo a una sustentabilidad fuerte sino también a la descentralización y desconcentración económica; de una política social dirigida a mejorar la calidad de vida y la participación política de los pueblos originarios; de planes de desarrollo regionales, de desarrollo productivo, orientados a la desconcentración de la propiedad rural y de la riqueza; de políticas de combate del narcotráfico; en fin, de políticas culturales amplias y planificadas en pos del libre acceso a la cultura, la información y la comunicación. Estos son algunos de los grandes temas que hoy no discute el nuevo gobierno ni están presentes en la agenda política.
*Grupo Promotor de Plataforma: Osvaldo Acerbo, Julio Aguirre, Mirta Antonelli, Jonatan Baldiviezo, Héctor Bidonde, Jorge Brega, José Emilio Burucúa, Diana Dowek, Lucila Edelman, Roberto Gargarella, Adriana Genta, Adrian Gorelik, Diana Kordon, Darío Lagos, Alicia Lissidini, Rubén Lo Vuolo, Gabriela Massuh, Patricia Pintos, Daniel Rodríguez, Alfredo Saavedra, Ana Sarchione, Beatriz Sarlo, Maristella Svampa, Ruben Szuchmacher, Nicolás Tauber Sanz, Jaco Tieffenberg, Enrique Viale, Patricia Zangaro.