ELOBSERVADOR
PERIODISMO NARRATIVO

La mujer del hip-hop

Florencia Pessarini* | Perfil de Sara Hebe, ícono argentino de la cumbia-rock feminista

Sara Hebe
La cantante nació en Chubut y tiene 34 años. | CEDOC

La prueba de sonido del show que Sara Hebe tiene esta noche en el Margarita Xirgu está a punto de arrancar, pero ella, la mujer más destacada del hip-hop argentino actual, está todavía lejos del teatro. En su departamento de capital, frente a su computadora, repite la misma secuencia desde hace un rato largo: tipea frenéticamente, presiona enter, espera una respuesta. Tiene 34 años, la cara angulosa, caídas las comisuras. Fuma sin despegar los ojos de la pantalla y deja caer las cenizas sobre el teclado —a veces sopla para quitarlas—. Cada tanto resopla para ahuyentar la angustia, contenida en sus ojos verdes. Está seria, enroscada en una historia amorosa del pasado.

—¿Estás de novia vos? —pregunta, pero no escucha la respuesta.

La silla en la que está sentada es la única del dos ambientes que no está ocupada por libros, diarios viejos, sobres Kodak llenos de fotos. Algunas de esas fotos ya encontraron su lugar debajo del vidrio que cubre la tabla de la mesa. En una se ve a un hombre de bigote tupido que revienta una piñata con un cigarrillo y así libera una lluvia de papelitos plateados sobre una maraña de niños y niñas expectantes. Una de esas niñas es Sara Hebe. El hombre del bigote es Alberto Merino, su padre. Le decían Loco.

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—No tengo ganas de nada, te juro... —dice con una voz mucho más aniñada que la que usa para rapear sus letras de protesta hasta tres veces por fin de semana—. Hoy es un día de mierda, encima. 

Sara no habla de la tormenta que acaba de desatarse en casi todo el país ni del microdrama sentimental que protagoniza por chat, sino del femicidio de Micaela García. Hace pocas horas, el cuerpo de esa chica fue encontrado a pocos kilómetros de la puerta del boliche de donde había sido secuestrada, en la ciudad entrerriana de Gualeguay.

—El tipo había estado preso por violación y lo soltaron, ¿entendés? 

***

Sara Hebe Merino nació el 9 de julio de 1983 en Trelew, provincia de Chubut, en un barrio de casas iguales -dos habitaciones, un living y un baño distribuidos en una sola planta- pero calles laberínticas, que terminan abruptamente o se bifurcan para conducir a playones alrededor de los cuales se anidan más casas iguales.

Su madre, Ariadna Hebe Crovetto, todavía era soltera cuando se anotó para acceder a una de las viviendas del Barrio Comercio. Estudiaba Literatura y trabajaba en la Asesoría Legal del Poder Judicial. En 1974 se puso de novia con Alberto Merino, un tipo de Puerto Madryn que vendía electrodomésticos. Se separaron en el 86.

Sara fue hija única hasta que Ariadna, con una nueva pareja, tuvo a Sofía y Arié. Igual acaparaba la atención de su familia cantando y bailando canciones de Xuxa en shows que ella misma organizaba cada vez que alguien cumplía años. Durante la adolescencia siguió bailando, en clases de danza, en fiestas, en los boliches de Trelew.

Cuando en 2001 se mudó a Buenos Aires para estudiar abogacía, el país atravesaba una crisis profunda, pero Sara tenía demasiadas cosas en la cabeza como para preocuparse por eso: Trelew había quedado lejos, su mamá y sus hermanas también. Al menos estaban sus dos mejores amigas de la primaria, Lucía, estudiando psicología, y Florencia, arquitectura. Las tres la pasaron mal en esa época, pero estaban juntas.


***

—Sara quería estudiar abogacía para cambiar las cosas —cuenta Ariadna, su madre, tez morena, el pelo rubio corto—. Tenía las mejores intenciones. No fue una buena época para ella. Diría que fue la peor. Hablábamos mucho por teléfono. Yo viajaba cuando podía.

Ariadna habla por videollamada desde su casa de Trelew. Tiene el rostro triangular, los ojos claros. El parecido con Sara es evidente. 

Cuenta que hace mucho que a ella le dicen Nana y que a Alberto Merino, el padre de Sara, le dijeron Loco desde mucho antes de que lo fuera. Él corría picadas a cualquier hora de la noche y también corría 100 metros llanos. Se reía todo el tiempo y saludaba a todo el mundo. Su vida era la noche y, una noche, en un boliche de Puerto Madryn, Ariadna lo conoció. Se separaron hace treinta años, pero ella todavía lo quiere.

—Mirá, es éste —dice Ariadna y acerca a la cámara un portarretratos con la imagen de un hombre bronceado, de pelo blanco, largo y enrulado, con una nariz prominente que Sara no heredó—. Era un tipo muy bueno, muy querido.

El Loco Merino, que llevaba el mismo apodo que su padre, enloqueció con el tiempo. Cuando Sara tenía tres años, dejó de vender electrodomésticos y empezó a hablar de atrapar el pez gordo, de negocios que le permitirían hacer la torta grande. Esa fue la época en la que Ariadna y Alberto se separaron.

—Yo nunca supe bien cuándo lo diagnosticaron. La primera vez que lo internaron había tenido un brote y fue a parar al hospital. Mientras estábamos separados pasó momentos bien complicados. Era también la vida que hacía, bastante desordenada: salía, tomaba, fumaba y andá a saber qué más. Yo lo fui a ver cuando estuvo internado, siempre mantuve una buena relación con él. Cuando nos separamos con El Loco, yo quedé en la casa rebien. Él venía para los cumpleaños de Sara, también la pasaba a buscar y se la llevaba a la playa. No teníamos un régimen de visitas regular. Cuando Sari quería estar con su papá, estaba con su papá. Pero a veces su papá no estaba. No porque no quisiera.


***

En el hall del teatro Margarita Xirgu, hombres y mujeres de botamangas arremangadas empujan con secadores el agua que entra por las rejillas. Sara camina hasta la sala sin sacar la vista del celular, donde continúa la discusión que empezó en su departamento. No mira a nadie, no le importa mojarse los pies. 

Dentro de la sala, donde no hay agua, están Ramiro Jota —alto, flaco, con un corte mohicano— detrás del sintetizador, y Edu Morote —pálido, con rulos castaños, labios gruesos y dientes grandes— en la batería. Abajo del escenario están los técnicos y los integrantes de Otro Planeta, la agencia que desde 2015 produce los shows de Sara.

—Antes hacía todo yo —dice Sara—. Íbamos con mis amigos y vendíamos las entradas en la puerta. Después subíamos a tocar re escabiados, un desastre. Desde el disco Colectivo vacío (2015), cuando empezamos a tocar en vivo con Edu, el proyecto se fue profesionalizando. Después hicimos el tema para El Marginal y explotó. Yo no creía que la tele seguía siendo tan masiva, pero evidentemente sí. 

Sara sube al escenario y, sin sacarse la gorra ni la campera naranja, comienza a probar sonido. Canta sin ganas, sin proyectar la voz. Con el paso de los temas se vuelve grande en el escenario: las rimas le dan batalla a la angustia. De a poco se va transformando en la Sara que, como ha hecho en varios shows, podría decir “que vivan las mujeres, los putos, las tortas” o hablar de un pibe que desapareció hace semanas en una villa.

Qué rabia me da / Cuando se habla mucho y todo lo que se dice / se fuma como un pucho / Tristeza me da / que sea todo tan trucho / que maten los testigos del caso porque lucho.

Sara canta desde las entrañas. Rapea a toda velocidad y, cuando el rap no alcanza, lo convierte en punk, en ska. Sus shows en vivo tienen algo de barricada popular y hay un elemento que nunca falta: las chicas haciendo pogo.

—Tomé unas pocas clases de canto, pero me aburrí rápido. Ahora me pasaron el número de una fonoaudióloga y quiero ir porque yo grito muchísimo y no tengo técnica.

Todavía faltan horas para que el teatro Margarita Xirgu se llene de gente. La prueba de sonido está terminando y Sara está más animada, pero todavía quiere ir a la marcha en reclamo de justicia por Micaela García que se está organizando en el Obelisco. 


***

En una pizzería del barrio porteño de Recoleta, Lucía, la amiga psicóloga, recuerda el cumpleaños de siete de Sara: todas las nenas tenían vestidos con volados, menos Sara, que usaba una remera de Axl Rose que le llega a las rodillas. También se acuerda de su risa estruendosa en el aula y de la vez que le revoleó un banco a una profesora por decirle gorda a una compañera. 

—Esas situaciones de injusticia siempre la detonaron —dice Lucía—. Yo me sentía protegida con Sara. Nunca permitió situaciones de abuso de poder. Ella ponía en palabras lo que quizás muchos sentíamos. Un poco lo que hace ahora.

Lucía cuenta que a Sara siempre le molestaron los tipos babosos y se ríe al recordar a un conocido del secundario que llamaba “Flaquita” a cada chica del grupo.

—“Flaquita tu pija”, le dijo Sara, que tendría unos quince años en ese momento. Hubo un silencio total. El pibe ese no nos habló nunca más. Sara hacía cosas que te daban ganas de meterte debajo de la mesa. Yo en ese momento me moría de vergüenza, pero ahora lo celebro.

Entre los defectos de Sara, Lucía señala su incapacidad para delegar, su tendencia a distraerse con el teléfono o Facebook, su mal humor expansivo.

—Tiene una energía muy fuerte, entonces te la contagia. Cuando algo está mal, que generalmente tiene que ver con alguna cuestión amorosa, el mundo está mal para ella. Ahora lo tiene más controlado, pero no sabés lo que ha sufrido por ese tema. El amor la mata y la relanza permanentemente. Quizás a simple vista las letras de Sara se oyen como combativas, y lo son, pero yo les escucho las historias de amor de fondo. 


***

Por qué seremos tan sentadoras, tan bonitas

los llamaremos por sus nombres

cuando todos nos sienten

(o sea, cuando nadie nos escucha)

Por qué seremos tan pizpiretas, charlatanas

tan solteronas, tan dementes

¿Por qué seremos tan hermosas? es una poesía de Néstor Perlongher, militante de la liberación LGBT en la Argentina. Mirta Bogdasarian, actriz y directora de teatro, da ese texto en su espacio de formación actoral Antiprímula, al menos, desde 2007, cuando Sara estudiaba ahí.

—Mirta me decía que escribiera —dice Sara—. Qué lindo eso que dijiste, qué lindo eso que escribiste. Escribí, escribí más. Esa gente es tan impulsora. Ahí me di cuenta de que lo que escribía podía tener algo lindo o interesante, algo poético. Fue empezar a confiar en mi palabra.

Sara, según recuerda Mirta Bogdasarian, “tenía una personalidad muy particular, era una persona inquieta intelectualmente y muy rebelde. Discutíamos porque yo le pedía que no fuera tan panfletaria como actriz. Está muy bien tener una opinión, pero es preciso poetizarla. Situaciones demasiado ligadas a la realidad no son tan útiles en el teatro”.

—Ahí fue cuando el teatro me empezó a aburrir —dice Sara—. Bah, me encanta. Voy cada vez que puedo. Pero yo ya quería salir a decir lo que escribía, a rapear.


Mirta fue la última profesora de teatro de Sara, pero no la primera. Antes de estudiar con Bogdasarian, Sara había tomado clases en el teatro El Calibán, de Norman Briski, el escenario de su primer rap accidental: Sara interpretaba una obra sobre la recuperación de la Gráfica Patricios que terminaba con una canción melódica escrita por los trabajadores, Himno de nuestras fábricas recuperadas, que Sara convirtió en un rap.

Los dos profesores de teatro que más la marcaron, Mirta Bogdasarian y Norman Briski, fueron convocados por Sara para aparecer en el video la canción Los golpes. La letra está inspirada en los relatos de Lucía, la psicóloga, que trabaja en la guardia psiquiátrica del Argerich, el hospital donde en 2015 falleció Alberto Merino, el padre de Sara.

Planté una semilla pero no sabía / que estaba registrada por una compañía / Creció una flor de policía / que con un tercer ojo como cámara miraba lo que hacía […]  Castiga mi accionar / Moraliza mi existencia / Basándose en las leyes de su estúpida ciencia / Sistema irracional en servicio de la demencia / El poder nos quiere tristes y en eterna dependencia / Tengo pánico a perder la razón / A la sumisión en relación con el control.


***

En agosto de 2015, Alberto Merino había viajado a Buenos Aires a visitar a Sara, que acababa de volver de su primera gira por Europa. Hacía varios años que vivía en la casa de su mamá, en Puerto Madryn. Había sido internado varias veces; lo habían medicado mal. A los 63 años, su cuerpo era el reflejo de una vida desordenada, de las pastillas, del alcohol, de la noche. Le fallaban, principalmente, el hígado y el corazón, pero el deterioro era general. El 28 de agosto de ese año, Alberto falleció en la guardia del hospital Algerich.

Ese día, Lucía, la amiga psicóloga, intentaba comunicarse con Sara, pero ella no atendía el teléfono. 

—Yo no había podido hablar con ella todavía, no sabía cómo estaba —dice Lucía—. Pero a las tres horas me responde y me dice: “estaba probando sonido”. 

Ensayaba para el show de ese 28 de agosto en la fiesta de cumbia La Mentirosa. Fueron todos sus amigos, los que iban a verla siempre y los que no. Lucía cuenta:

—Cuando la vimos aparecer todos nos largamos a llorar. 

—¿Ella también lloraba?

—No, pero ni a mis amigos ni a mí nos salió decir que estaba negando. Ella estaba poniendo todo ahí. Ojalá todos pudiéramos hacer eso con el dolor: música.


***

Antes de hacer música, Sara fue cajera en un McDonald's en Microcentro, recepcionista en varios restaurantes, repartió volantes en la calle, le ofreció préstamos a la gente en la calle (“ese fue el peor trabajo de todos”, recuerda) y cuidó niños, algo que todavía hace de vez en cuando aunque, desde su último disco, Colectivo vacío (2015), viva de la música. “Este es el único trabajo que me sale más o menos bien”, dice.

Cuando empezó a escribir, en 2007, Sara vivía en un departamento en la zona de Congreso. En ese monoambiente del piso 14, desde el que se veía la cúpula del Congreso de la Nación, compuso Tuve que quemar, su primera letra.

Ramiro Jota hacía entonces sus primeros beats y en 2008 se pusieron en contacto a través de un amigo en común. Hablaron por teléfono y, así, remotamente, compusieron Historika. Todavía no se habían conocido personalmente cuando Jota sampleó Desesperada, de Marta Sánchez, y nació Desesperada, de Sara Hebe.

Unos días después, Sara cayó en lo de Ramiro Jota dentro de un gran buzo amarillo. Ese día terminaron de ajustar el estribillo, grabaron el tema y salieron a la calle con una cámara Mini DV para grabar el primer video de Sara. En YouTube, Desesperada acumula 800 mil visitas: es Sara Hebe en un baldío cerca de la 9 de Julio, con su buzo amarillo y los beats de Ramiro Jota en los auriculares.

Tuve que quemar, Historika y Desesperada fueron a parar a La Hija del Loco, que salió en 2009 (“a mi papá le encantó el nombre del disco. Él estaba orgulloso de mí”, cuenta Sara), pero fue recién de después de Puentera, de 2016, producido por Jota, que ellos empezaron a tocar juntos en vivo. 

—Puentera lo grabamos durante un año en un estudio casero que yo había improvisado en el living de mi casa —dice Ramiro Jota—. Fue un proceso largo. Yo le pasaba los beats y a las dos semanas ella venía a grabar. También le hacía tirar freestyle y muchos temas nacieron así. A veces nos peleábamos. Ella tiene su carácter. Es muy frontal, no te caretea una. Al principio me lo tomaba como algo personal, pero ahora ya sé que ella es así. Con los chabones también: si alguno le dice algo que no le cabe, se planta.


***

—Hace unos años a mí me perseguía un tipo —dice Lucía, amiga de Sara—. Fue más de un año, una situación bastante heavy para mí, de la que yo no podía escapar. Y la única persona que le hizo frente a este tipo, que lo dejó temblando, fue ella. Lo arrinconó en un ascensor. No le pegó ni nada, solo lo asustó. Pero cuando Sara te quiere asustar... te asusta. Es una fiera. Lo dejó temblando. Estaba con su novia de ese momento y ella me contó que el tipo quedó blanco como un papel. Si Sara te quiere, cuando se meten con vos, se meten con ella. Y el tipo cambió a partir de esa intervención: fue aflojando un poco y, bueno, después se borró. 


***

En un video de YouTube Sara, con una vincha de flores rojas, habla en la cocina de la Asociación Vecinal Arrebato de Zaragoza, en España, durante la presentación del fanzine de la Red Contra Agresiones Machistas: “Creo que nuestras madres han sido feministas sin saberlo y sin hablar nunca de eso. Y han hecho cosas revolucionarias y han criado hijos solas, y todo sin jamás haber hablado de feminismo. Y ahora yo no quisiera hablar tanto de feminismo sino, más bien, tratar de serlo”. 

Habla de las madres, de la suya. La que iba de un lado para el otro con un Fitito celeste cargado de ladrillos para remodelar la casa. La que por primera vez en la historia de Trelew demandó a un Juez de Paz, su jefe, por abuso sexual y de autoridad. La que ganó ese juicio. La que recibió en su casa a novios y novias de Sara. La que la acompañó hace algunos años en una parte de su gira por Europa, se hospedó con ella en casas ocupadas y se encariñó con un chico sirio refugiado, que la abrazaba y le decía mamá, mamá, mamá. 

La noche del sábado 8 de julio, la mamá de Sara está en una plaza de Trelew reclamando justicia por el femicidio de Micaela García.


***

En la marcha por Micaela García en Buenos Aires no hay más de cien personas. Todavía no llegaron las agrupaciones al Obelisco. Sara está parada en una plazoleta, las manos en los bolsillos, bajo la lluvia, cerca de un hombre que vende paraguas.

Del Margarita Xirgu, al que deberá volver en un rato, llegó caminando, y en el trayecto habló, entre otras cosas, de la vez que visitó a Milagro Sala. Contó que el contacto se lo hizo una militante de la agrupación Túpac Amaru. Que ella en realidad quería tocar en la cárcel para todas las presas, pero no pudo completar el trámite a tiempo y terminó reuniéndose con ella. 

—Me pareció una mujer dulce y, al mismo tiempo, una jefa. No tengo tanta información, pero me basta saber que es una presa política en un país en el que los únicos que van presos son los pobres. 

Ahora Sara no habla. Observa la lluvia repiqueteando sobre los paraguas. Piensa en Micaela o, quizás, en que todavía debe ir a su casa a cambiarse la ropa mojada y volver al Margarita Xirgu para hacer lo de siempre: música con el dolor.


*Esta crónica fue producida en el curso de Especialización en Periodismo Narrativo organizado por Editorial Perfil y la Fundación Tomás Eloy Martínez, edición 2017.