OPINIóN
Tiempo libre

El placer de leer, siempre (vigésimo segunda entrega)

La compañía de un libro es enriquecedora, a nivel intelectual y emocional. Hoy hablaremos de Silvia Miguens.

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Silvia Miguens nació en la ciudad de Buenos Aires en 1950. Escritora e investigadora.

Participó en congresos de literatura, historia y género, dictó conferencias, talleres y seminarios en varios países de América Latina y en España; escribió novelas históricas y ensayos  sobre las relaciones entre la historia y la ficción y la participación de las mujeres.

Publicó, entre otras obras, “LUPE”, “Ana y el virrey”, "La gloria eres tú, "Anita Gorostiaga", "Eliza Brown, la hija del almirante", "La Baronesa del Tango", "El Aleph y Eva Duarte", “Pollera Pantalón”, "Breve historia de los piratas"; “Lupe después del viaje”.

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Fueron premiadas sus novelas “Pollera Pantalón”-su único libro no histórico-, finalista del Premio Emecé 1994-1995; y “LUPE”, ganadora del premio Ricardo Rojas de la Secretaría de Gobierno de la ciudad de Buenos Aires (1997).

 

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Silvia Miguens.

 

A continuación, un fragmento de LUPE, editada por Tusquets, Buenos Aires, 1997, páginas 262-265, una biografía novelada de María Guadalupe Cuenca, la joven esposa de Mariano Moreno, uno de los protagonistas de la vida política en el continente americano a principios del siglo XIX.

Lupe le ha escrito a Moreno siete cartas y una esquela, contándole que le cuesta vivir sin él, sólo ha salido para ver a su madre, se siente muy triste, van a ser tres meses de su partida que le parecen tres años, sin tener respuesta.

No es destierro”, me había dicho Moreno ya demasiadas veces y también como tantas veces me dijo: “Lupe buena, Lupe chiquita, no quiero oírte más repitiendo esa mentira”, y yo lloré todavía más al oírlo decir una y otra vez: “Mi Lupe, mi chiquita amada…”

“Yo no miento, Moreno, no te vayas, no te vayas dejándome sola con este miedo…no te vayas tan solo y tan lejos.”

El placer de leer, siempre

Mariano no sabía y yo no pude decirle que todavía me faltaba una mentira más. Cómo habría de decirle lo que yo había oído por la calle y aquello tan feo que me había contado la Negra Grande y  mucho menos lo del luto en la caja de ébano. Como decirle a Moreno, si él nunca creyó en ese miedo mío y mucho menos podría decirle nada aquella madrugada, porque una vez más tuve esa terrible sensación de la proximidad de la muerte.

Por eso anduve a oscuras por toda la casa, por arriba y por abajo viendo por todos los cuartos como nadie dormía. Di vueltas por todos lados sin saber qué hacer, hasta llegar mucho más tarde, o más temprano, a la cocina.

Los postigos de las ventanas se movían y un aire húmedo se filtraba por los marcos de las puertas. Cuando entré, Moreno estaba acuclillado junto al fuego con un tazón en una mano y un trozo de galleta en la otra. Quise decirle algo pero no supe qué. Nadie me había enseñado. Nadie, ni mi madre la señora de Cuenca, ni la tía Petronita, ni el padre Terrazas, ni Mariquita, fray Cayetano o el padre Juan Pablo, nadie, ni la Negra Grande, ni siquiera la hermanita Dominique.

Nadie me había enseñado qué preguntarle a un hombre que habría de ser desterrado un rato después de comer un ensopado de galleta con leche tibia.

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Por eso me le acerqué en silencio, y ahí, en cuclillas junto al fuego, encontré algo de calor frente a la sonrisa chiquita de Moreno.

-No es destierro. ¡Es verdad, mi niña, no es destierro!

Pude sentir entonces que la piel se me ponía como la de los pollos cuando ya fueron pelados, y que afuera granizos y ventarrones sacudían los árboles y hasta el mismo viento parecía añorar ponerse en cuclillas a orillar el fuego con nosotros. Rayos y luces y agua, todo resonaba allá afuera. Yo sin querer tiré el tazón con la leche y abracé a Moreno como pocas veces lo abrazo, y lo besé como nunca antes me había atrevido a besarlo. Fue un beso nuevo.

Fue un beso largo y húmedo. Un beso igual a esas gotas de lluvia que corrían por las hojas largas de unas plantas para caer hasta golpear la puerta. Un beso interminable fue. Uno para acompañar a las caricias y a las manos, y a los cuerpos contra los cuerpos. Un poco suaves, un poco ásperos y un poco frágiles eran nuestros cuerpos a través de la bata y los camisones y ese poncho liviano con que Mariano abrigaba siempre sus desvelos nocturnos y a veces también los míos; como nos abrigó en ese momento cuando Moreno extendió sus brazos con el poncho y todo, abarcándonos en la plenitud del frío y yo pude entonces quitarme la camisa de dormir y desatarme los calzones y a pesar de todo reír de tanto no saber que esa iba a ser la última vez bajo ese poncho, y luego reiterarle un beso, uno al que dejé nacer para que fuera infinito en la boca y en el alma de Mariano, y tal vez lo fue, como ese abrazo igual a tantos otros, pero esta vez tan desnuda como nunca.

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- ¿Si, doctor?- le vuelvo a preguntar a Argerich-. ¿Le parece que se puede vivir sin miedo? ¿Realmente piensa que hay otros caminos? ¿Hay acaso otras maneras de andar la vida?

- Lo que me parece, Lupe, es que ya es hora de atar los cabos sueltos y sobre todo, mujer… -me dice mientras da una palmada sobre la mesa y hace caer unos papeles.

Los papeles caen y Argerich calla y se agacha para levantarlos. Hay un sobre, donde parece leerse la letra de Manuel y hay otros papeles más con la letra de no sé quien de la Junta. Es curioso ver en tantos sobres mi nombre escrito con tintas de tantos colores y caligrafías diferentes. Argerich los levanta y los vuelve a poner sobre la mesa y delante de mío, donde yo los veo pero no los miro porque lo estoy observando a él que baja la voz y continúa:

…sobre todo Guadalupe de lo que estoy seguro es que usted no está nada enferma…

Y yo le contesto:

Un poquito sí, doctor. Un poquito sí.

Este no es el final de la historia de Guadalupe. Es sólo que yo elegí contar hasta aquí y apenas Dios sabrá por qué.

Desde ya que yo soy María Guadalupe Cuenca o Guadalupe o Mariquita, y también Lupe, como me llamaba la hermanita Dominique en el convento, o la viudita de Moreno como andan diciendo por ahí.