El concepto de eudaimonía, comúnmente traducido como “vida buena”, ocupa un lugar decisivo en la ética y en la filosofía política de la Grecia clásica. Por medio de la areté o virtud y del ejercicio de la frónesis, sabiduría práctica o prudencia, los griegos podían aspirar a ser razonablemente felices, aun a pesar de los casi siempre oscuros designios de sus deidades olímpicas.
Esta concepción de la ética se ha perdido por completo en nuestros tiempos de (pos)modernidad líquida. En tanto que la areté, virtud, de vir, fuerza, exige esfuerzo, ya sabe que no puede contar con los contemporáneos, acostumbrados más bien a deslizarnos cómodamente por la superficie del mundo, de sus cosas y personas, sin compromiso alguno. Todos somos surfers o skaters en cierto modo.
En cuanto la frónesis exige un ejercicio ponderado de inteligencia sobre la realidad, tampoco somos sus mejores candidatos, pues preferimos el tiempo acelerado de la prisa y la compulsión, generalmente volcados al consumo, ya sea de los bienes y servicios que nos ofrece el mercado, ya sea de los demás.
Frente al eudaimonismo de los antiguos el tiempo presente enarbola una ética utilitarista, en la que se arbitran medios para conseguir fines suprimiendo por completo el momento de la deliberación acerca de la bondad de esos medios y fines. Lo ético es sencillamente lo útil, lo que sirve para conseguir nuestros propósitos individuales o colectivos.
Lo ético es sencillamente lo útil, lo que sirve para conseguir nuestros propósitos individuales o colectivos
Por desgracia, en no pocas ocasiones es esto lo que ocurre con las decisiones políticas y económicas de quienes nos gobiernan, que el fin justifica los medios. De alguna manera, y reivindicando a Nicolás Maquiavelo, puede decirse que es cierto que el fin justifica los medios, que les da su razón de justicia. Lo que resulta inmoral es decir que el fin justifica todos los medios a nuestro alcance. Pero así ocurre con el utilitarismo, de manera muy penosa.
Cuando se trata de conseguir los fines deseados, el utilitarismo no repara en la naturaleza moral de las mediaciones previstas, todas sirven y por igual en la medida en que todas sean útiles o puedan llegar a serlo. Lo único que puede merecer el calificativo de inmoral es todo aquello (y todos aquellos) que no están en condiciones de prestarnos servicio alguno.
La ética utilitarista es la ética del supra individualismo privado diagnosticada hace ya algunos años por Lipovetsky, una ética del mejor postor, aquel que puede ofrecernos más beneficios y al menor precio, una ética completamente mercantilizada, en la que todo –las personas también- somos tratados como objetos sometidos a la lógica del intercambio comercial.
La ética utilitarista es la ética del supra individualismo privado
Dentro de esta lógica somos convertidos en variables sujetas a ser descartadas en cualquier momento y por cualquier razón, y sin que podamos resistirnos a ese proceso inexorable. Una vez que hemos dejado de competir en el mercado de la utilidad estamos irremisiblemente perdidos, para los demás y para nosotros mismos.
Es exactamente lo contrario de la vida lograda, la vida feliz, en la que las personas son valoradas por su mera existencia y no por su intercambiabilidad técnicamente posible; en la que las personas son consideradas como un bien frágil y, por lo tanto, necesitado de cuidado; en la que el modo más humano de relación es la hospitalidad, y no el uso; en la que se procura el ejercicio de las virtudes y de la prudencia para deliberar acerca de los medios que pueden usarse y de los fines que pueden conseguirse. En la que ser feliz no es sinónimo de ser exitoso, sino de ser fecundo. Es la vida buena, la eudaimonía, no la útil, el único camino cierto para la vida mejor.
*Profesor de Ética de la comunicación, Escuela de Posgrados en Comunicación, Universidad Austral.