Hace 60 años el mundo desempolvaba una historia de espionaje con turbante blanco, la de Lawrence de Arabia. O mejor dicho le sacudía la arena a un personaje que, siendo galés, se había hecho famoso como arqueólogo, estratega y defensor del mundo árabe en las dunas y desiertos del Cercano Oriente.
La película, tan larga que se estrenó en dos entregas, llegó al cine en 1962 y arrasó en las boleterías. Y en las alfombras rojas: 7 Oscars ganados (Mejor Película, Mejor Director, Mejor Fotografía, Música original); 4 Globos de Oro; 4 premios BAFTA (British Academy Film Awards); David Lean alzando su merecido Premio al Mejor Director, del National Board of Review de Nueva York –que suele presagiar cómo seguirá el camino al Oscar en Los Angeles; dos David Di Donatello (Mejor producción y Mejor actor extranjero, 1963), entre otras estatuillas, de un total de 31 que el productor Sam Spiegel ni había soñado con llevarse a su casa.
Pocos recuerdan ya que llevar al cine Los siete pilares de la sabiduría (1926), el relato que había escrito el Lawrence de Arabia auténtico (Thomas Edward Lawrence), fue un tormento tal vez sólo comparable al que vivió Francis Ford Coppola con Apocalypse now (1979).
A principios de 1960, el productor austríaco Sam Spiegel anunció junto al director David Lean que habían comprado los derechos del apasionante texto del espía -o doble espía-británico y que nada menos que Marlon Brando sería Lawrence de Arabia.
Lawrence de Arabia
Sin embargo, después del anuncio y como sucedió muchas veces, Marlon Brando lo pensó dos veces y declinó el honor de la oferta previendo que el rodaje sería insoportable.
Si no contaban con una estrella –pensaron Spiegel y Lean- tendrían que ir por alguien de segunda o tercera línea de constelación. Se miraron y un nombre les vino a la mente al unísono: Alec Guinness, quien justamente interpretaba a Lawrence de Arabia en una obra del West End londinense (Ross, de Terence Rattigan).
Sin embargo, el legendario actor shakespeariano ya estaba grandecito para meses de rodaje montando caballos y, David Lean fruncía el ceño al recordar que se habían sacado chispas en El puente sobre el río Kwai (1957). Descartado; aunque le dieron el rol del príncipe Faysal I, no poca cosa.
John Mills, el segundo candidato, también hacía lo propio en la versión en Broadway de la homónima del West End, carecía del magnetismo de Brando; descartado.
Lawrence de Arabia: puesto vacante
Gastaron 100.000 libras esterlinas en una prueba de pantalla para figuras y les gustó Albert Finney. Sin embargo, sus exigencias contractuales lo arrojaron por la borda. Entonces, cuando ya habían pasado siete meses y no tenían nada en limpio, David Lean comenzó a hacer un rally por cuanta sala cinematográfica había en Londres hasta que se acomodó en la butaca para ver El robo al banco de Inglaterra (John Guillermin, 1960) y conoció a Peter O’Toole. Su rol del Capitán Monty Fitch, lo hizo erguir el cuerpo arrellanado en la butaca para mirar mejor: un inglés loco como un plumero pescando truchas vestido con impermeable. Y no tuvo la menor duda: “Es él”. Esa era la tercera película que O'Toole hacía en su vida, pero la cuarta sería su consagración mundial.
Armaron un casting exclusivo para él y Peter O’Toole, parecía ideal porque nadie lo conocía –excepto Catherine Hepburn, que lo había visto en una sala de Londres-. Casi un novato, pero de nobles raíces isabelinas, una arcilla fresca para reflejar la personalidad fascinante de T. E. Lawrence entre árabes y británicos, entre la cordura y el disparate.
Peter O’Toole debió memorizar 650 líneas de diálogos en tiempo record, y aunque al productor le cayó como “un insolente” sorprendió presentándose teñido de rubio y envuelto en una túnica blanca para la prueba de cámara.
Era el 7 de noviembre de 1960 y todos alzaron el pulgar –incluso Sam Spiegel-: tenían al actor que embrujaría al público en el ropaje de circunstancias de Lawrence de Arabia, el legendario historiador, arqueólogo, cartógrafo, espía y estratega británico que fue pieza clave en la Rebelión Arabe que enfrentó a franceses y británicos contra otomanos –apoyados por Alemania-, para repartirse la Península Arábiga.
Lawrence de Arabia en España
Y finalmente, tras dos años de preproducción comenzó el rodaje de 14 meses que recorrió 7 países, sobre todo España, Marruecos, y Jordania.
Una producción tan escandalosamente cara para la época (US$ 12 millones) que significó levantar una ciudad de casi 300 construcciones en la playa de Algarrobico de Carboneras, en Almería, al sur de España, donde se rodó ininterrumpidamente durante 3 meses. El lugar simuló ser Aqaba, la ciudad jordana del Mar Rojo que Lawrence de Arabia atacó “por la espalda”, junto a los beduinos liderados por el Sherif Ali (el egipcio Omar Sharif, que ganó un Oscar por esta interpretación).
Bastante cerca, las dunas de Cabo de Gata fueron el escenario del atraco preferido de T.E. Lawrence: volar trenes turcos. En una época en que los efectos computarizados estaban en pañales, el tren se voló de verdad y para eso fue necesario construir 2,5 km de vía férrea y comprar a RENFE dos locomotoras y varios vagones. La explosión –carísima, claro- fue una única toma con 7 cámaras en diversos ángulos.
Lejos del olor a dinamita que persistió durante semanas, la producción británica fue más benévola con la Rambla del Cautivo, en el desierto de Tabernas, en donde plantaron muchas hileras de palmeras para que pareciera un oasis.
Por último, el parque Nicolás Salmerón, también en Almería, fue tanto la locación utilizada para simular la salida de las tropas árabes de la ciudad de Damasco como la entrada de Lawrence de Arabia en El Cairo. Otro elemento de color de la escena es el tranvía que pasa al descuido, repleto de almerienses contratados para hacer de egipcios.
O las de Sevilla, en donde el Real Alcázar se convirtió en Jerusalén; el palacio mudéjar de la Casa de Pilatos en la residencia de Lord Edmund Allenby; el Palacio Español de la Plaza de España, en un club de El Cairo; el hotel Alfonso XIII, que fue el hospedaje de todo el equipo de filmación, camufló también al club de oficiales; y el emblemático Parque María Luisa, los jardines de Damasco.
Lawrence de Arabia en Marruecos
En cuanto a Marruecos, el lugar elegido para el rodaje fue la ciudadela Aït Benhaddou, una de las postales más icónicas del país africano recorrido por el Monte Atlas.
En ese lugar, a 35 kilómetros del desierto de Ouarzazate, realmente vivió la tribu ben Haddou hasta diez años antes de iniciada la superproducción de Sam Spiegel y David Lean.
Fueron ellos quienes iniciaron la tendencia cinematográfica de alquilar la bellísima ciudad de barro para recrear lugares de otros tiempos y, de paso, traer divisas a un país que las necesita.
En 1987, el lugar –bastante arruinado, por cierto- fue merecidamente declarado Patrimonio de la Humanidad por UNESCO. Refugio para el amor (1990), Gladiador (1992), La momia (1999), la miniserie Ben Hur (2009) e Indiana Jones V (2021) fueron otros de los grandes títulos que la eligieron para sus sets.
Lawrence de Arabia en Jordania
Por la irregularidad del terreno, el scouting más complejo fue el desierto de Jordania: se tardaron 5 meses en seleccionar, desde un helicóptero, los escenarios, ubicados a 300 kilómetros de alguna fuente de agua y de la población más próxima. Todos los días una interminable fila de jeeps y camiones pisaba el desierto trasladando legiones de personas hacia los lugares de filmación, donde se montaron 50 carpas.
Eso sí, para llevar a la pantalla los desiertos jordanos no anduvieron con vueltas y se fueron con las pesadas cámaras de la década del ’60 a los sitios históricos que realmente pisó el británico Lawrence, los de Wadi Rum, donde la ficción montó la tienda del rey Feisal I, y el valle Wadi Jarf, en donde tuvo lugar la estampida de Omar Sharif y su tribu a puro lomo de camellos. Todos lugares que desde luego, están abiertos desde el estreno de Lawrence de Arabia al turismo aventura.
El impacto ecológico del rodaje no llegó a ponderarse entonces en su justa medida: el apoyo logístico de 15.000 efectivos de la legión de Emir Abdullah Ibn Husayn Ibn Alí contribuyó con los constantes requerimientos y pedidos de la producción cinematográfica; se contrató a 1.000 beduinos, 500 soldados jordanos y un total de 5.000 extras. Además, 1.500 camellos y caballos fueron necesarios durante todo el rodaje.
Marlon Brando había sido un visionario al advertir: “no quiero pasarme dos años de mi vida arriba de un camello”.
Rodaje glorioso
"Me gusta gritarle al Sol y escupirle a la Luna", había escrito Peter O’Toole hablando de sí mismo y su temperamento quedó en evidencia a poco de iniciado el rodaje de Lawrence de Arabia.
"Fui un salvaje, pero eso no bastaba. Ahora soy un actor: éste es mi feroz oficio. Soy el actor más trabajador que conozco", se dijo.
Si hoy día Tom Cruise nos sorprende por su arrojo durante los rodajes, no sería inapropiado buscarle una probable inspiración en el actor irlandés. En los casi dos años que duró la filmación tuvo varias quemaduras de arena en los pies, se torció ambos tobillos, se rompió los ligamentos de un muslo y la cadera, se dislocó la columna vertebral, se rompió un pulgar, se quebró dos dedos y se torció el cuello.
"Si no estuviera seguro de que puedo entregar mi mercadería —decía— abandonaría el escenario. El actor que no se sienta un rey en potencia, tiene que abandonar el escenario y colgarse de un árbol", se justificaba mientras tanto.
Quién fue Lawrence de Arabia
Lawrence de Arabia fue pieza clave en el levantamiento del mundo árabe contra las tropas otomanas –aliadas de Alemania- entre 1916 y 1918.
Y tras el conflicto bélico que removió las arenas mansas del desierto, Lawrence sedujo tanto a unos y otros que el Ministro de Guerra Winston Churchill, en 1921, lo sacó de su descanso y su decepción de pactos incumplidos y promesas rotas, para inventarle un cargo y tenerlo junto a él: Asesor en Asuntos Arabes en el flamante Departamento de Cercano Oriente.
Churchill le dio vía libre para destrabar sus intereses en Egipto y sobre todo la mesopotamia asiática y se dejó fotografiar junto a él en las arenas del desierto, montando camellos junto a otra intrépida, Gertrude Bell.
Todos saben que, con la venia de Churchill, T.E. Lawrence y Gretrude Bell dibujaron el nuevo mapa de la codiciada porción asiática que legaron súmeros y persas y que ellos mismos instalaron a la dinastía hachemita en la zona caliente entre el Mediterráneo y el Golfo Pérsico: Su participación fundamental en el Consejo de El Cairo coronó a Feysal I y a Abdallah, respectivamente, como reyes de dos nuevas naciones: Irak y Transjordania.
De este modo, se sintió en paz. Huseyn Faisal I, líder de la familia de los hachemíes y alma mater de la rebelión árabe que se prolongó hasta 1920, había sido socio indispensable en la contienda del Cercano Oriente. El Tratado de Versalles, firmado tras la Primera Guerra Mundial, sin embargo los dejó afuera desconociendo lo pactado para que los árabes lucharan por los intereses de los aliados europeos a cambio de sacarles de encima a los otomanos.
Lawrence, héroe de dos caras
Convertido en héroe tras recuperar para británicos -y en parte para los árabes- el control del puerto de Aqaba, en manos otomanas, T. E. Lawrence cruzó la Península de Sinaí, el Canal de Suez y se refugió en El Cairo. Había sido prisionero de los turcos, sobrevivido a maltratos, ultrajes y tormentos, pero la causa árabe terminó encarnándose en él, al punto que dudó de los genuinos intereses británicos en la región. Con todo, los honores y la fama recibidos en Occidente también lo volvieron sospechoso ante ojos jordanos, que terminaron considerándolo un traidor o al menos, un doble agente.
T.E. Lawrence que pasó a la historia como Lawrence de Arabia, gracias al escritor Lowell Thomas, no murió en manos turcas, ni durante una tormenta del desierto.
Tampoco cuando, en 1922, se enroló como piloto raso y nombre falso - John Hume Ross- en la Royal Air Force para paliar su abstinencia de combates. Lo descubrieron y fue un escándalo; tuvieron que despedirlo. Un año después volvió a insistir, pero esa vez en el Ejército, conduciendo un tanque.
Lo pescaron y de nuevo libre, se metió en un convento, con inscribiéndose como T. E. Shaw. "Sólo humillándome alcanzaré la salvación”, había escrito en su obra cumbre.
Su vida no tuvo, sin embargo, el final apoteótico que le tocó al “último samurái” francés en las postrimerías del feudalismo japonés.
T. E. Lawrence falleció el 19 de mayo de 1935, cerca de su casa en Dorset, Reino Unido, cuando quiso esquivar a dos ciclistas un día de lluvia, frenó en seco y salió despedido de su motocicleta Broughs. Su cabeza –aún se desconocía el casco- impactó contra el suelo y estuvo seis días en coma, antes de morir.
Lawrence e Arabia y Victoria Ocampo
Se considera que este episodio trágico despertó la conciencia social sobre la necesidad de crear un casco, algo que propulsó Hugh Cairns, el neurocirujano que lo atendió durante su internación y que dejó registrado en sus escritos. Seis años más tarde, publicó en British Medical Journal el artículo Lesiones en la cabeza de los motoristas. La importancia del casco.
Dicen que estaba deprimido y que nunca había logrado sobreponerse a la distancia que se impuso entre él y el desierto enigmático. Tampoco había logrado superar su guerra interior (“¿cuál era su verdadera patria?”, “¿a quién había traicionado?”).
«¿Qué esperan conseguir los beduinos de la guerra?», y «¿por qué le gusta a Lawrence el desierto»?. Las respuestas: «Esperan conseguir su libertad, y yo voy a dársela», y «el desierto es limpio», terminará diciéndole al corresponsal de guerra, el Lawrence de ficción.
Ni siquiera la argentina Victoria Ocampo pudo sustraerse al allure de Lawrence de Arabia y le dedicó un número entero, escrito originalmente en francés, en 1942. Un ensayo sobre una personalidad tan honda que sorprendió a su hermano, Arnold Walter Lawrence, antes que a nadie. “Era un enamorado de las grandes llanuras. Y en esa región poblada de ausencia, tuvo lugar nuestro encuentro", había dicho Victoria Ocampo para justificar su fascinación por Lawrence de Arabia, un polo magnético universal.
MM / ED