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El gasto, ese ilustre desconocido

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Banco central. Las miradas se depositan sobre la emisión. | cedoc

En medio del fragor de la discusión dialéctica y/o de intereses alrededor de las restricciones que impondría el acuerdo celebrado con el Fondo Monetario Internacional, pasa desapercibido uno de los factores que dentro de la “multicausalidad” de la crisis argentina tuvo la magnitud, orientación y eficiencia del gasto público.

Desde el inicio de su historia como nación, Argentina lidió siempre con tener que afrontar ingentes gastos militares o de organización con ingresos escasos. La incipiente internacionalización de su economía trajo como correlato una necesidad mayor de erogaciones en infraestructuras de todo tipo (puertos, ferrocarriles, comunicaciones, instituciones educativas y un ejército profesional) al mismo tiempo que se incrementaba la base impositiva para financiarlas, ya sea por el crecimiento de la actividad económica o por el peso cada vez mayor del comercio exterior y sus rentas aduaneras.

La posterior aparición de leyes sociales y la constitución del sistema previsional trajeron aparejada la necesidad de afrontar las exigencias de ese peculiar estado de bienestar, aumentaron la presión por más y mejores formas de financiamiento. Sin embargo, el paulatino declive de la tasa de crecimiento fue armando una bomba de tiempo que explotó parcialmente con cada crisis de la balanza de pagos, cuyo último ejemplo fue la crisis de salida de la convertibilidad, en 2001-2002. A partir de allí, con la magia de la megadevaluación (y su consecuente transferencia de ingresos y rupturas de contratos) se licuó el gasto y llegó a ser menos del 25% del PBI, casi el promedio del que por ese entonces tenían el grueso de las economías latinoamericanas. Desde entonces, el porcentaje fue incrementándose hasta pasar el 40% y para algunas mediciones que consideran otros aspectos en los tres niveles (nacional-provincial y municipal) y el impuesto inflacionario, pasar el 45% con comodidad. Una cifra que, si bien es alta, no es incompatible con la estabilidad monetaria y la sustentabilidad del sistema, como ocurre con algunas de las democracias más avanzadas de Europa. El problema parecería radicar no en la magnitud en sí misma, sino en el costo de oportunidad de toda la sociedad de destinar tantos recursos al gasto público, por un lado, y la distorsión que alimenta el premio a la evasión, por el otro.

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El caso argentino tiene algunas diferencias con lo que ocurre en la Unión Europea. En primer lugar, la presión impositiva (medida como el financiamiento del gasto menos el déficit fiscal) no es para todos igual: hay sectores en los que el tratamiento tributario es el de un contribuyente escandinavo para dejar a otros como el de un paraíso fiscal. Si el 40% de la economía funciona por debajo del radar impositivo, es lógico que quienes están dentro tributen mucho más que el promedio. Personas y sectores, ambos navegan en aguas de la discrecionalidad y la imprevisibilidad: para escapar a la asfixia se recurre al lobby, la ley de emergencia y la argumentación de los beneficios para toda la sociedad de los negocios particulares. Nada nuevo bajo el sol.

Mientras tanto, los tres focos principales del agujero negro fiscal (subsidios a las tarifas públicas, transferencias a las provincias y el sistema previsional) son ignorados por dirigentes que, en general, no saben, no pueden o no quieren entender la dinámica de las finanzas públicas en una visión sistémica. Mientras la chicana le gane al análisis del punto de equilibrio a largo plazo, la inflación y la precariedad serán invitados permanentes a la mesa de los argentinos.